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Celso
Amor intempestivo (Rafael Reig)

A mí con Rafael Reig me pasaba lo mismo que con Antonio Gala: que me hacía mucha gracia verlo en entrevistas pero me daba pereza leer sus libros. En el medio literario, donde tanto plumilla superfluo busca envolverse en un halo de profundidad, resulta refrescante la poca seriedad con la que se toma Rafael Reig a sí mismo. En cada acto en el que participa, antes de que el presentador termine de hablar, ya está Rafael Reig encadenando un chiste malo tras otro. La gente que cuenta chistes malos con confianza siempre me ha caído bien.
Además de por su ánimo jocoso, Rafael Reig se caracteriza por llevar un bigote que es como sus bromas, un poco sin venir a cuento. No es su bigote el mostachón de morsa de Gustave Flaubert o de Guy de Maupassant, ni tampoco es el bigotillo finolis de puntas enceradas de Lord Byron o de Gustavo Adolfo Bécquer. El de Rafael Reig es un bigote a cuyo portador jamás asociaríamos con la creación literaria. Es el bigote de una España con olor a naftalina, un bigote de taxista que sintoniza la Cope, un bigote de parroquiano que se acoda en la barra de un bar y pide “Lo de siempre”, un bigote del que se va los sábados a echarse unos cartones al bingo, un bigote de ese señor que asegura “Yo no soy racista, pero…” y a continuación hace un comentario racista, o de ese otro que te suelta: “Yo no entiendo de política, pero en la época de Franco tú podías dejar la puerta de tu casa abierta y no te pasaba nada.”
Siempre me he preguntado por qué un escritor de izquierdas luce un bigote que le hace parecer de derechas y, tras darle muchas vueltas, he llegado a una conclusión. Yo creo que Rafael Reig lleva bigote por altruismo, solo para que los demás se rían, aunque sea a su propia costa. Lleva bigote por la misma razón por la que un payaso se pone una nariz roja y unos zapatos diez tallas más grandes: porque le quedan mal y eso hace reír a la gente. Pero, al igual que la sonrisa maquillada del payaso tan solo busca disimular sus lágrimas, yo sospecho que tras el bigote de Rafael Reig se esconde un doloroso vacío existencial, un desgarrador sentimiento trágico de la vida. De hecho, durante mucho tiempo pensé que era un bigote postizo. Y así, me imaginaba a Rafael Reig repartiendo chispazos de ingenio en un sarao literario, haciendo las delicias de las damas con su humor chusco y sus chanzas de chirigota (“¡Ay, este Rafael, qué cosas tiene! ¡Y qué bigote tan gracioso que lleva!”), y tras tanto salero y donosura, lo veía llegar de noche a su casa de Cercedilla, sentarse derrotado frente al escritorio de la biblioteca, guardar el bigote postizo en una cajita de terciopelo, y echarse a llorar de bruces sobre la mesa.
Esta estrambótica teoría sobre el bigote de Rafael Reig pareció confirmarse en las primeras páginas de Amor intempestivo, un libro de memorias que me leí, a pesar del escaso interés que me suscitaba la obra de su autor, simplemente porque soy un romanticón sin remedio y me leo cualquier cosa que lleve la palabra amor en el título, la escriba Rafael Reig o su porquero. En esas páginas iniciales, Rafael Reig nos expone uno de los principios rectores de su educación: la obligación de estar siempre alegre.
No era tan fácil, sin embargo, sentirse desdichado, puesto que en mi familia vivíamos con mucha comodidad, y además eso no estaba permitido. Cumplíamos con nuestro deber (ser felices) y no estábamos autorizados a mencionar una aflicción. Se hablaba de todo, siempre que no tuviera importancia.
Y 150 páginas después vuelve sobre esta idea:
Así nos habían educado: para ser felices, para encontrar algo con lo que reírnos y para defender la alegría.
Esta idea del regocijo como forma inexcusable de estar en la vida reforzó mi teoría de que Rafael Reig se había dejado bigote únicamente para provocar la risa en los demás. Su mostacho sería así un ridículo accesorio destinado a que funcionasen sus bromas, porque a Rafael Reig le pasa con su bigote lo que a Sansón con su melena: que, si se lo afeita, sus chistes pierden toda su fuerza. Sin embargo, en las páginas finales del libro, Rafael Reig nos desvela el verdadero origen de su bigote. Resulta que, estando de profesor en Maine, lo detienen tras dar positivo en un test de alcoholemia. Al día siguiente, sale la foto de su ficha policial en el periódico, una imagen que cualquiera querría hacer desaparecer porque es como el retrato de Dorian Gray: en esas fotos uno parece culpable de todos los pecados. Pero Rafael Reig no es un cualquiera. Rafael Reig no ve en esa foto el retrato de Dorian Gray, sino al propio Dorian Gray, con una apostura arrebatadora.
Como guapo, estaba guapo: melenudo, despeinado, con barba de una semana y un bigote de narco colombiano, muy delgado y con una profunda mirada oscura. Me gusté tanto que, a partir de entonces, decidí dejarme bigote.
Además del motivo fundador de su bigote, Amor intempestivo me ha revelado otras particularidades de su autor que desconocía. Por ejemplo, he descubierto que Rafael Reig es muy amigo de Eduardo Becerra, el que fue mi profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid. Ahí aparecen los dos de jóvenes, acodados en la barra del bar de la facultad (el bar de Juanjo) y soñando con ser escritores. Tiempo después, Rafael Reig partiría al extranjero a hacer un lectorado, con el firme propósito de escribir, mientras que Eduardo Becerra renunciaría a la creación literaria, realizaría un doctorado y acabaría de profesor en esa misma Universidad Autónoma dando clase a tipos como mi amigo David y yo, los cuales también nos acodaríamos en la barra del bar de Juanjo y soñaríamos con ser escritores. Tiempo después, yo partiría al extranjero a hacer un lectorado, con el firme propósito de escribir, mientras que mi amigo David (curiosamente también apellidado Becerra) renunciaría a la creación literaria, realizaría un doctorado y acabaría de profesor en esa misma Universidad Autónoma. La historia se repite en el bar de Juanjo como en Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo.
La lectura de Amor intempestivo también ha servido para desterrar de mi mente la idea de que su autor es un escritor pobre. Todos estos años había estado yo sufriendo siempre que veía a Rafael Reig en un acto literario por si tendría dinero para tomar el autobús de vuelta a casa y resulta que el único problema que le podría surgir es que el conductor del autobús no tuviese cambio de un billete de 500 euros.
Preferiría decir que el dinero y el lujo no significan nada para mí, pero nada más lejos de la verdad: me encantan, me tranquilizan y me provocan (como ciertas sustancias adictivas) una comprensión inmediata y cristalina (pero tal vez ilusoria) de la realidad.
No sé por qué razón (tal vez por su torpe aliño indumentario o por su aspecto de dueño de bar de extrarradio con problemas para llegar a fin de mes), siempre había pensado que Rafael Reig era pobre. Cada vez que veía una noticia relacionada con él, una parte de mi cerebro decía: “Ahí está Rafael Reig, un escritor pobre” (y otra parte añadía: “Pobre y con bigote.”). Ahora, tras leer Amor intempestivo, pienso justo lo contrario. Lo que pienso es: “Ahí está Rafael Reig, un escritor con contactos.”
“Yo soy yo y mis circunstancias”, dijo Ortega y Gasset, y Amor intempestivo nos muestra que las circunstancias de Rafael Reig son ser nieto de un alcalde franquista e hijo de familia acaudalada, haber estudiado en un colegio de pijazos, tener amigos embajadores y ser sobrino de una vicepresidenta del gobierno. Y esto, claro está, te abre muchas puertas en la vida. A lo largo de todo el libro, a Rafael Reig le llueven las oportunidades sin que él apenas haga nada por merecerlas. Constantemente aparece alguien para ofrecerle un trabajo, darle becas de todo tipo (de hecho, este libro se escribió con una) o dejarle las llaves de una casa en Madrid o en Washington para follarse a los ligues o para dedicarse a sus labores, que en su caso son estas:
Durante aquellos años mi vida era muy sana: madrugaba mucho, corría una hora y media, fumaba sin parar, bebía una botella de whisky al día, leía dos libros también cada día, comía poco y cualquier cosa, escribía mucho y me acostaba con alguien unas cinco veces a la semana.
Amor intempestivo es un libro de factura irregular. Hay en él páginas sublimes (como aquellas en las que expone su teoría de que la Movida madrileña la inventaron las chicas de provincias), junto a otras de una banalidad sonrojante, con profusión de datos irrelevantes, que parecen escritas por un octogenario sin estudios que se pone a contar la historia de su vida para que la lean sus nietos.
Al volver nos fuimos a Madrid, a la calle Viriato 52, pero muy pronto la enfermedad de Lito trajo a los abuelos a la casa de al lado, en Viriato 54. Tras la muerte de Lito nos mudamos a Nicasio Gallego 9, cerca de la glorieta de Bilbao, y Lita entonces compró una casa lo más cerca posible, en García Morato (hoy Santa Engracia de nuevo), siempre con el mismo y único propósito de amargarle la existencia a mi madre.
Es muy importante recordar que Rafael Reig vivió en el número 52 de la calle Viriato y que después se mudó al número 9 de Nicasio Gallego. Son datos fundamentales para la trama de este libro. Más de una vez me asaltó la duda, al ir avanzando en la lectura, de dónde había vivido primero Rafael Reig, si en Nicasio Gallego 52 o en Viriato Morato 54. ¿O era en Gallego García 9? Esta incertidumbre me provocaba ansiedad y me veía obligado a interrumpir la lectura y retroceder en las páginas del libro hasta dar con el dato exacto. Y ahí estaba: primero vivió en Viriato 52 y después en Nicasio Gallego 9. Y no podía dejar de admirarme del talento literario de Rafael Reig y del pulso narrativo que había logrado imprimirle a Amor intempestivo con apuntes como estos. Hay que pararse a paladear estos datos y deleitarse ante el sinuoso ritmo de estos dos octosílabos: Viriato 52, Nicasio Gallego 9. Un escritor del montón, un juntaletras de tres al cuarto, habría consignado que vivió primero en Viriato 15 y después en Nicasio Gallego 10. Pero Rafael Reig, en un destello de genialidad, se aleja de caminos retóricos trillados y sorprende al lector con este tour de force extraordinario. Solo por detalles como estos ya vale la pena leer Amor intempestivo. De hecho, me quedé tan impresionado por este hallazgo que no me resistí a compartirlo con mi amigo David y le envié un whatsapp que decía:
Estoy leyendo Amor intempestivo de Rafael Reig. De joven estudió en la Autónoma y sale con Becerra tomándose copas en el bar de Juanjo
Y qué tal el libro?
Solo llevo 100 páginas, pero alucina con este dato: Reig vivió en Viriato 52
Qué dices!!!!!!!
Y después en Nicasio Gallego 9
Estás seguro? No será en Nicasio Gallego 5?
No, mira
Y le envié una foto con el fragmento en cuestión.
Durante un minuto, vi cómo parpadeaba la notificación de “David escribiendo…”, como si estuviese conmocionado y le costase encontrar las palabras exactas para expresar su admiración. Finalmente, al cabo de varios intentos, me llegó su respuesta:
Acojonante!
A pesar de detalles como este, Amor intempestivo no ha logrado cautivarme, pues el destinatario ideal de este libro no soy yo (y mucho menos vosotros, que ni siquiera lo habéis leído). Decía Gertrude Stein que había que escribir para uno mismo y para los desconocidos, y a mí me parece que Amor intempestivo lo ha escrito Rafael Reig para sí mismo y para sus conocidos, lo cual, en cierto modo, me ha recordado a la canción de Manel titulada Boomerang.
Esta fue la primera canción que escuché de mi grupo favorito y desde entonces siempre ha habido un detalle que me conmueve especialmente. La canción recrea la época de la infancia, cuando un tío venido del extranjero les trae a los niños un boomerang. Ellos se van ilusionados a la calle a probarlo, pero no consiguen hacerlo volver. Al rato llega Vanesa con un grupo de chavales (“Ay, Vanessa, ¿cómo le irá?”, se pregunta el cantante) y se ponen a comer pipas mientras se burlan de sus intentos infructuosos, hasta que Xavi, un chico mayor, les dice que no tienen ni idea de cómo se usa un boomerang y que le dejen probar a él. Es entonces cuando se produce uno de aquellos instantes que se graban a fuego en la memoria: “Me hizo daño ver en los ojos de Vanessa que la cosa se ponía interesante.” Después la canción da un salto y vemos a aquellos niños convertidos en adultos recordando con nostalgia el pasado. Y, justo antes de que se apaguen los últimos acordes, se escucha, fuera de pista, esta invocación: “Hey, Vanesa, si oyes esto, un fuerte abrazo.”
Siempre me ha gustado creer que si el letrista de Manel compuso tantas canciones extraordinarias, hasta alcanzar el número uno en la lista de discos más vendidos en España, fue tan solo para poder mandarle un abrazo, desde la gloria de un escenario, a la Vanessa que lo vio fracasar de niño con aquel boomerang. De igual modo, tengo la impresión de que a Rafael Reig lo asaltaron un día los fantasmas del pasado y se puso a escribir este libro para conjurar el paso de los años y homenajear a sus amigos y a las mujeres de su vida. Solo así se explica ese afán por darnos los nombres y apellidos de cada una de las personas que aparecen, como si quisiera asegurarse de que todas ellas se reconocen, o facilitar que algún conocido común identifique a una de ellas y le diga: “Rafael habla de ti en su último libro. Dice que siente mucho la forma en que acabasteis.”
Creo, en definitiva, que Rafael Reig ha escrito este libro solo para poder mandar un abrazo a mucha gente. Hey, Michael Ugarte, si lees esto, que sepas que me lo pasé muy bien contigo en Columbia y que te echo de menos. Un fuerte abrazo. Hey, Marie Matin, si lees esto, que sepas que me encantó follar contigo. Un fuerte abrazo. Hey, Ian Michaels, si lees esto, que sepas que me encantó follarme a tu novia Marie Matin. Un fuerte abrazo.
Escribir tus memorias supone asumir que ya no te espera nada interesante que merezca la pena ser contado, que has agotado la narrativa de una vida (la tuya). Por eso Amor intempestivo tiene el regusto nostálgico de una ceremonia de clausura, de un definitivo adiós a las armas. Sus páginas rebosan de una añoranza y un pesar tan hondos que la única forma de conjurarlos es dejarnos un bigote ridículo para burlarnos de nuestra propia desdicha.
Hey, Rafael, si lees esto, un fuerte abrazo.
Permafrost (Eva Baltasar)

Lo mejor de Permafrost, de la escritora catalana Eva Baltasar, es el nombre de su traductora al español: Nicole d’Amonville Alegría.
Andaba yo escudriñando los anaqueles de una librería, buscando una obra con la que mitigar el tedio de un domingo lluvioso, cuando di con este insospechado volumen. Lo abrí por la primera página y, bajo el título y el nombre de la autora, apareció el de la persona que lo había traducido: Nicole d’Amonville Alegría. Fue leer ese nombre y sentirme como Dorothy al llenarse su mundo de color en la película de El mago de Oz. Todo entonces me pareció hermoso: el hastío y la fatiga, los trabajos y los días, el oscuro devenir de las horas, la certeza ineludible del amargo final de mi vida. Todos los males parecían conjurarse ante la simple posibilidad de ese nombre: Nicole d’Amonville Alegría. Y en aquella venturosa epifanía, en el providencial hallazgo de aquel nombre, resonaron en mí estos versos de Pedro Salinas: Y súbita, de pronto, porque sí, la alegría.
Compré el libro sin hacer mayores indagaciones sobre él, prendado únicamente del nombre de su traductora, y, en el metro de vuelta a casa, me hallaba tan embebido de su melodía que me pareció que en cada parada el altavoz anunciaba invariablemente el mismo destino: Próxima estación: Nicole d’Amonville Alegría. Por curiosidad, busqué en el móvil si Permafrost se había traducido a otras lenguas además de al español y descubrí que todas las traducciones de esta novela las habían realizado mujeres. Al leer sus nombres, el aura que envolvía a Nicole d’Amonville Alegría brilló aún con mayor intensidad, pues ninguno era capaz de hacerle sombra: no desde luego el de la traductora al inglés (Julia Sanches), tampoco el de la traductora al francés (Annie Bats) y ni tan siquiera el de la traductora al italiano (Amaranta Sbardella). A todos ellos les ganaba por goleada Nicole d’Amonville Alegría, un nombre que me fascina en todas sus combinaciones posibles, con solo uno de los apellidos o con los dos amorosamente enlazados: Nicole d’Amonville, Nicole Alegría, Nicole d’Amonville Alegría.
En una de las estaciones entró una mujer con un bebé en brazos y me levanté para cederle mi asiento. Me picó la curiosidad de cómo se llamaría la niña, del nombre que le habrían asignado para enfrentarse a la vida, y entonces me figuré a los padres de Nicole d’Amonville Alegría yendo a inscribirla al Registro Civil al poco de nacer.
–Buenos días, venimos a inscribir a nuestra hija.
–Una niña preciosa. ¿Cómo se va a llamar?
–Nicole d’Amonville Alegría.
–¿Cómo?
–Nicole d’Amonville Alegría.
–Perdone, ¿cómo ha dicho usted?
–Nicole d’Amonville Alegría.
–Disculpe, ¿puede repetir?
–¿Quiere que se lo escriba?
–No, por favor, solo repítalo. Es que es un nombre tan bonito que no me canso de escucharlo.
Diez minutos después llegamos a la estación de final de trayecto. En el andén, la mujer a la que había cedido mi asiento se encaminó a una salida distinta a la mía, con ese bebé de nombre desconocido cuyo otro viaje, el de la vida, apenas acababa de empezar. Esta reflexión, tópica por lo demás, me llevó a pensar en Nicole d’Amonville Alegría gateando, dando sus primeros pasos, empezando a dominar el lenguaje. La imaginé aprendiendo el nombre de las cosas, también su propio nombre y el nombre de los demás. ¿Cómo debe de sentirse alguien que descubre y que confirma una y otra vez que nadie tiene un nombre más bonito que el suyo? ¿Cómo moldea tu visión del mundo saber que nunca podrás extasiarte ante el nombre de nadie porque ninguno puede superar el tuyo? No alcanzo a ponerme en su lugar, pero yo creo que llamarse Nicole d’Amonville Alegría debe de ser algo así como ser italiano.
Digo esto porque hace un tiempo visité unas galerías subterráneas en el centro de Lisboa. Son unas galerías de la época del Imperio romano que se encuentran generalmente inundadas y que, unos cuantos días al año, se drenan para poder ser visitadas. No resulta fácil conseguir una entrada, por lo que los pocos que habíamos logrado entrar nos sentíamos unos privilegiados que iban a disfrutar de una experiencia exclusiva. Estábamos todos expectantes cuando se presentó el guía y nos dijo en inglés:
–Buenos días. Vamos a empezar la visita, pero antes de nada quiero hacerles una pregunta. ¿Hay alguien aquí que sea italiano?
Se produjo un silencio y, al ver que nadie contestaba, el guía respiró aliviado. Ante nuestro estupor, creyó necesario justificarse:
–Les he preguntado esto porque los italianos tienen tanto patrimonio espectacular, están tan acostumbrados a la belleza, que cuando ven esto les parece poca cosa y se sienten decepcionados.
Y a continuación añadió:
–Pero no se preocupen. Estoy seguro de que a ustedes les va a encantar. Síganme por aquí, por favor.
Y allá que fuimos todos, relegados de nuestra condición de minoría selecta a la de chusma que se nutre de los despojos de la aristocracia italiana.
Una decepción similar a la de los italianos es la que debe de sentir Nicole d’Amonville Alegría al escuchar cualquier otro nombre distinto al suyo, así que he pensado que, para ahorrarme rostros de desencanto, voy a seguir el ejemplo del guía y, a partir de ahora, el primer día de clase les diré a mis alumnos:
–Buenos días. Os doy la bienvenida a este curso. Voy a presentarme, pero antes de nada quiero haceros una pregunta. ¿Hay alguien aquí que se llame Nicole d’Amonville Alegría? Si es así, quiero pedirle disculpas por lo mal que le va a sonar mi nombre en comparación con el suyo.
Al llegar a mi casa, me dispuse a leer Permafrost. Contemplé su horrenda cubierta, desprovista del único elemento que la habría dotado de belleza: el nombre de su traductora. Por imperativo ético y estético, arranqué esa cubierta sin misericordia para hacer así aflorar la página de la portada, donde esta vez sí, bajo el título y el nombre de la autora, se podía leer: Traducción de Nicole d’Amonville Alegría. Al contemplar el resultado, pensé que el que en España, al contrario que en Francia, no fuese obligatorio colocar el nombre del traductor en la cubierta no solo era una injusticia, sino también un tremendo error comercial. Consideremos a toda la gente que vio el libro de Eva Baltasar en el expositor de una librería y, repelida por ese título absurdo y esa cubierta espantosa, no le prestó la menor atención. Y ahora introduzcamos una pequeña variable: de haber aparecido el nombre de Nicole d’Amonville Alegría en la cubierta, ¿cuántas de esas personas se habrían comprado el libro solo por lo bien que una cubierta así te decora una mesa? ¿Cientos? ¿Miles? ¿Millones? Creo que alguien en el departamento comercial de Penguin Random House debería presentar su dimisión. En serio lo pregunto: ¿cuántas conversaciones como esta se han perdido por no haber puesto en la cubierta de Permafrost el nombre de su traductora?
–Ayer me compré una novela traducida por Nicole d’Amonville Alegría.
–¿Cómo se llama?
–Nicole d’Amonville Alegría.
–No, la novela, digo.
–Ah, no me acuerdo.
–¿Te has comprado una novela y no sabes cómo se llama?
–Tenía un título muy raro. Termofrost, creo que era.
–¿Termofrost? ¿Qué título es ese?
–O puede que sea No Frost.
–¿Como las neveras?
–No sé, pero la traductora se llama Nicole d’Amonville Alegría.
–¿Y el autor?
–Eva Melchor.
–¿Eva Melchor?
–O Eva Gaspar, no me acuerdo.
–¿No será Gaspar Melchor de Jovellanos?
–Pues a lo mejor, no lo sé. Lo que sí sé es que la traductora se llama Nicole d’Amonville Alegría.
Inicié la lectura de Permafrost con la esperanza de que la novela me deparara algún deleite, pues, como dijo el bachiller Sansón Carrasco, no hay libro tan malo que no tenga algo bueno. Esta ilusión, no obstante, me duró bien poco, pues desde el principio me quedó claro que lo único bueno de Permafrost era el nombre de su traductora al español: Nicole d’Amonville Alegría. Todo lo demás era un auténtico despropósito.
Ya en la primera página me di de bruces con esta frase:
La capa de ruido pesa como hollín y se mantiene latente, allí abajo, como un ojo de petróleo finísimo, crujiente, una suerte de regalo negro y brillante.
Intenté visualizar un ojo de petróleo finísimo y crujiente y no lo conseguí. Mal empezamos, pensé. Seguí leyendo y más adelante me encontré con esto:
Imponer infancia de una forma tan irresponsable solo puede ser un efecto secundario de la medicación. Hay que ser blando como relleno para acceder a la vida y fajar cada nuevo hijo, de punta a punta, con la seda del propio miedo, madre castradora por naturaleza, cheerleader incondicional.
Consulté el ticket de compra. ¿Cuánto me había costado esta broma? PVP: 16,90 €. Seguí leyendo.
Estoy aquí y veo que pasa, la vida pasa por las vidas de los demás, es un espejismo real e inabarcable que fluye a través de las vidas de los demás, llenándolas como agua, maximizándolas como papadas.
¿Maximizándolas como papadas? ¿Cómo se maximiza una papada? ¿Y quién demonios querría hacerlo cuanto todo el mundo aspira en todo caso a minimizar la suya? De pronto me imaginé a Eva Baltasar compitiendo en el mítico concurso de televisión Un, dos, tres:
MAYRA GÓMEZ KEMP: Por 58 pesetas, cosas que se pueden maximizar. Por ejemplo, los beneficios de una empresa. Un, dos, tres, responda otra vez.
EVA BALTASAR: Los beneficios de una empresa.
MAYRA GÓMEZ KEMP: Los beneficios de una empresa.
EVA BALTASAR: Mmmmhhh…el espacio disponible en una casa.
MAYRA GÓMEZ KEMP: El espacio disponible en una casa.
EVA BALTASAR: Eeehhh… El rendimiento académico.
MAYRA GÓMEZ KEMP: El rendimiento académico.
EVA BALTASAR: Mmmmhhh… Ah, sí, las papadas
¡¡¡¡NIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIINNNNNNN!!!! [Ruido de sirena]
Seguí leyendo.
Soy una mujer imperfecta, resistente como regaliz, arbustiva y molesta como cuña de hueso de conejo incrustada entre dos muelas.
Llegados a este punto, decidí abandonar la lectura para preservar mi salud mental, que no tiene la resistencia del regaliz. O sí, quién sabe. ¿Ser resistente como regaliz es ser muy resistente o poco resistente? Ahí queda la duda.
Dejé el libro en mi mesilla de noche, con el nombre de Nicole d’Amonville en la página de la portada, y me levanté para echar a la papelera la cubierta arrancada. Al hacerlo, vi que colgaba de ella una faja de color azul en la que se leía en mayúsculas: Uno de los mejores libros del año. La frase no venía atribuida a un periódico, sino a cuatro de ellos: Babelia, La Vanguardia, El Periódico y eldiario.es. Cuatro periódicos diferentes habían dictaminado al unísono que Permafrost era uno de los mejores libros del año. ¿Cómo era posible?
La única explicación que se me ocurrió es que ninguno de esos críticos se había leído el libro y que todos se habían regido por los principios del padre de mi amigo Chema, los cuales fueron enunciados el día en que su hijo le dio a leer un artículo que le iban a publicar en una revista académica. El padre de Chema leyó tan solo el primer párrafo y, al chocar con aquella prosa farragosa de frases interminables (maximizadas como papadas) y sintaxis abigarrada (molesta como cuña de hueso de conejo incrustada entre dos muelas), le devolvió a Chema el artículo y dictaminó:
–Es aburrido y no se entiende nada: es bueno.
Al igual que el padre de Chema, es probable que los críticos de los suplementos culturales abriesen una página al azar de Permafrost y, tras leer tan solo un par de frases, cerrasen el libro y pensasen:
–Es aburrido y no se entiende nada. Voy a decir que es uno de los mejores libros del año, que para eso soy crítico literario.
De hecho, se me ocurrió que no solo los críticos no se habían leído Permafrost, sino que nadie, pero absolutamente nadie, se había leído la novela y que Permafrost, como el traje nuevo del emperador, era un libro que todos alababan sin haber leído por miedo a que un grupúsculo de snobs los tachase de profanos. Sin embargo, al posar de nuevo la mirada sobre la página de la portada, comprendí que sí que había unas cuantas personas que se habían visto obligadas a leer todo el libro para poder traducirlo, entre ellas Nicole d’Amonville Alegría. La imagen me partió el corazón. Vi a Nicole d’Amonville Alegría atravesando el erial literario de Permafrost, sufriendo para verter todas sus frases disparatadas al castellano, luchando por ultimar un texto que, para colmo, nadie había de leer. No pude evitar compadecerme de ella y exclamé:
–¡No voy a dejarte sola en esto, Nicole! ¡Voy a leerme tu traducción! ¿Somos un equipo o no somos un equipo?
Y así, por solidaridad con Nicole d’Amonville Alegría, me leí de principio a fin Permafrost. Fue entonces el turno de mi descenso a los infiernos. Me hallé tropezando a cada frase del libro, tratando de abrirme paso a machetazos en cada uno de sus párrafos. Al girar cada página, sentía la desesperación de Sísifo al ver rodar cuesta abajo la bola que había arrastrado una y otra vez a lo alto de la cima: de nuevo debía enfrentarme a la tarea titánica de acabar la siguiente página. De este modo se fue prolongando mi suplicio hasta que llegué al capítulo 37, en la página 130, donde se produjo lo que podríamos denominar “el efecto Tolkien”.
Una tarde cualquiera, en los años 30 del siglo pasado, Tolkien se encontraba realizando una de las tareas más ingratas para un profesor: la corrección de exámenes. Corregía una prueba tras otra, tratando de sobrellevar la desgana de aquella lectura soporífera, cuando dio con un examen que el alumno había dejado en blanco. Solo un profesor puede comprender la contradicción que se operó en el ánimo de Tolkien. Por un lado, ese examen en blanco era la constatación de un fracaso, pero, por el otro, traía aparejado el enorme regocijo de no tener que corregirlo, y fue tal el alborozo de Tolkien que le dio por escribir en ese folio una frase que, sin saber por qué, le acababa de acudir a la mente: En un agujero en el suelo vivía un hobbit.
Ese gozo ante la página en blanco, que dio origen a una de las mayores sagas de la literatura fantástica, fue el mismo que yo sentí al llegar a la página 130 de Permafrost, una página compuesta por apenas 10 palabras que no alcanzaban a completar una línea. Y de aquella alegría inesperada por todo el texto que no tendría que leer nació esta bibliocrónica cuando, llevado por el entusiasmo, escribí esta frase que se me acababa justo de ocurrir: Lo mejor de Permafrost, de la escritora catalana Eva Baltasar, es el nombre de su traductora al español: Nicole d’Amonville Alegría.
Los días perfectos (Jacobo Bergareche)

Tengo una teoría acerca de por qué Jacobo Bergareche se fue a vivir a Texas. En la nota biográfica que aparece en la solapa de Los días perfectos, se nos dice que se trasladó a Estados Unidos para investigar la correspondencia de varios escritores en el Harry Ransom Center de Austin, pero yo creo que el verdadero motivo de su viaje es muy diferente y que su marcha fue más bien una huida.
Creo que todo empezó hace muchos años, el primer día de curso en un nuevo colegio, cuando Jacobo Bergareche se presentó en clase con su mochila cargada de libros y con el firme propósito de hacer amigos. Me lo imagino ataviado con polo y pantalones cortos, y peinado con raya con colonia Nenuco. Lo veo adentrarse en la sala y ocupar un puesto en la primera fila, sin percibir los codazos que se dan los veteranos del lugar, que acaban de encontrar un nuevo blanco de sus burlas. Y ahí está el pequeño Jacobo, escuchando atentamente cómo pasa lista el profesor y ajeno por completo al nubarrón que se ha formado encima de su cabeza y que está a la espera de la menor ocasión para descargar un aguacero sobre él.
Ocasión que se presenta justamente cuando el profesor pronuncia su nombre (“¿Jacobo Bergareche?”) y, en el preciso instante en que Jacobo levanta la mano, un repetidor grita desde la última fila: “¡Jacobo en escabeche!”. Un huracán de risas se desata en torno al recién llegado, que se queda petrificado con la mano en alto, y un escalofrío de terror le recorre la espalda cuando otro repetidor mejora la mofa del primero al vociferar: “¡Sanjacobo en escabeche!” Y ahora sí estalla la tormenta perfecta, toda el aula es un griterío desenfrenado, un clamor enloquecido que brama al unísono: “¡Sanjacobo en escabeche, Sanjacobo en escabeche!”.
Así es cómo se rompen los sueños en el momento mismo de nacer, transformándose en una pavorosa pesadilla, que es como cabe calificar los años que Jacobo Bergareche pasará en ese colegio, donde en cada discusión en la que participe, en cada debate que intente ganar, siempre habrá un gracioso de turno que le espetará: “¡Tú te callas, Sanjacobo en escabeche!” Y ahí sabes que has perdido el debate para siempre porque da igual cuán buenas sean tus razones; como alguien te suelte esa frase, no tienes nada que hacer.
Fue seguramente en una de esas disputas de amargo final cuando Jacobo Bergareche tomó la decisión que cambiaría su vida al jurarse a sí mismo:
–Voy a aprender bien inglés y, cuando sea mayor, me iré a vivir a Estados Unidos. Y así ya nadie me llamará Sanjacobo en escabeche.
Esa es la razón, creo yo, que explica que Jacobo Bergareche acabase en Texas husmeando en los archivos del Harry Ransom Center. Visitar esos archivos no era por tanto el objetivo de su viaje, sino más bien la consecuencia de encontrarse en Texas, tras poner un océano de por medio con su apodo, sin tener nada que hacer. Y, como la fortuna sonríe a los audaces, en esos archivos encontraría Jacobo Bergareche el material para Los días perfectos, la novela que consagraría su carrera de escritor.
Pero, como la fortuna también es una hija de puta, tras saborear las mieles del éxito, un domingo cualquiera (que es el día de la semana que los escritores dedican a meter su nombre en Google para ver qué se dice de ellos), Jacobo Bergareche, tras leer numerosas reseñas elogiosas de su novela, daría con esta maldita bibliocrónica en la que, para su desdicha, un escritorzuelo petulante desvelaría al mundo el ridículo apodo que le arruinó la vida.
Me imagino a Jacobo Bergareche lívido frente a la pantalla del ordenador mientras una gota de sudor frío le recorre la espalda y unos ecos fantasmales del pasado le martillean los oídos: “¡Sanjacobo en escabeche! ¡Sanjacobo en escabeche! ¡Tú te callas, Sanjacobo en escabeche!”. Y me imagino también a su mujer –que no sé si tiene ni cómo se llama, pero imaginemos que sí tiene y que se llama Merche (sólo porque rima con Bergareche)– entrando en el despacho y teniendo con él esta conversación:
–¿Jacobo? Jacobo, ¿no me oías? Te estaba llamando.
–¿Eh? ¿Qué… qué pasa?
–Jacobo, ¿estás bien? Te veo muy blanco.
–¿Qué es lo que pasa, Merche?
–¿Que qué es lo que pasa? Pasa que es la hora de comer.
–Ah, sí. Enseguida voy.
–He pensado que mientras se acaban de hacer las lentejas podemos picar algo. He sacado unas aceitunas y una lata de mejillones en escabe…
–¡No!
–¿No qué?
–¡No lo digas!
–¿Que no diga el qué: mejillones en esca…?
–¡He dicho que no lo digas!
–Pero Jacobo, ¿qué mosca te ha picado? ¿A santo de qué te pones así?
–¡No me hables de santos! Por favor te lo pido, Merche, ¡no me hables de santos!
Así acabaría esta escena, con Jacobo Bergareche sobrecogido frente al ordenador, sintiéndose cercado por una horda de enemigos invisibles, y con Merche alejándose por el pasillo y maldiciendo su mala ventura:
–¿Quién me mandaría a mí casarme con un escritor? Ya me lo decía mi madre: Un ingeniero o un médico, nena. Nada de escritores.
* * * * *
Hasta aquí la idea que tenía para esta bibliocrónica, que me fue insuflada por las musas un domingo por la mañana cuando estaba en la ducha. Diez minutos antes había consultado mis redes sociales y había visto un tuit de Libros del Asteroide sobre Los días perfectos, la última novela de un escritor del que jamás había oído hablar: Jacobo Bergareche. Me llamó la atención ese nombre tan sonoro y, tras beberme el café, me fui rumiándolo a la ducha. Mientras me enjabonaba, pensé que Jacobo me recordaba a Sanjacobo, que era el plato que más odiaba de niño en el comedor de la escuela, y pensé también que Bergareche se parecía a Escabeche. Entonces me vino a la mente la imagen de Jacobo Bergareche en el patio del colegio rodeado por una multitud que le gritaba: “¡Sanjacobo en escabeche, Sanjacobo en escabeche!”, y me imaginé a Jacobo Bergareche intentando decir algo y que alguien le decía: “¡Tú te callas, Sanjacobo en escabeche!”, y, tal vez porque había dormido muy poco ese día, me entró la risa con esta idea tan estúpida y, cuanto más lo pensaba, más me reía de la chorrada que se me acababa de ocurrir, y supe que ya tenía tema para una nueva bibliocrónica, y a punto estuve de salir de la ducha gritando como Arquímedes: “¡Eureka, eureka!”, y si no lo hice fue porque, de tanto reírme a carcajadas, me entró champú en la boca y me puse a toser y también me entraron ganas de vomitar y me dio un mareo y acabé de rodillas en la ducha sin fuerzas para levantarme. Fue una escena bastante lamentable.
Como en otras ocasiones, se me había ocurrido la bibliocrónica antes siquiera de leer el libro y, como en aquellas ocasiones, me leí el libro únicamente para poder anclarlo a la bibliocrónica. Solo que esta vez la tarea se reveló imposible desde las primeras páginas.
Los días perfectos es una novela de amor en dos partes: las dos cartas que envía Luis, un periodista español que acaba de llegar a Austin (Texas) para asistir a un congreso. La primera va dirigida a Camila, su amante, con quien había planeado encontrarse en el congreso y que acaba de romper con él. La segunda se la escribe a su mujer, con quien comparte desde hace años una existencia rutinaria dominada por el tedio. En ambas cartas, Luis compara su relación con la que mantuvieron el escritor William Faulkner y su amante Meta Carpenter, cuya correspondencia ha podido consultar en el Harry Ransom Center.
Conforme avanzaba en la lectura de la novela, se me hacía más evidente la inviabilidad de mi propósito. ¿Cómo demonios iba a poder articular una bibliocrónica que enlazase esa escritura amorosa, con ecos de Pedro Salinas, con la chorrada descomunal de que a Jacobo Bergareche lo llamaban Sanjacobo en escabeche? Iba por la página 115 de las 177 que tiene la novela cuando sentí la tentación de arrojar la toalla porque no me sentía capaz de armar mi bibliocrónica, a menos…
–A menos –pensé– que aparezca en el libro la palabra escabeche.
Y ahora os pregunto: ¿qué probabilidades había de que en una novela amorosa, con un tono encendidamente sentimental, apareciera escabeche? En serio, ¿cuánto os habrías jugado vosotros a que en las 62 páginas que me quedaban saldría esa palabra? No os habríais jugado nada, cobardones. Yo, en cambio, decidí jugármelo todo. Eso fue exactamente lo que hice.
–¡Me la juego! –grité. Y pasé a la página siguiente.
De pronto me vi en un casino imaginario donde un crupier animaba a apostar en una ruleta gigantesca que contenía todas las entradas del diccionario.
–¡Hagan juego, señores, hagan juego! ¿Qué palabra aparecerá en Los días perfectos? ¡Hagan juego!
Alrededor del crupier, varios grupos de jugadores se amontonaban para marcar sus apuestas. Los más apasionados colocaban sus fichas en las casillas de flechazo, frenesí y arrebato ante la mirada desdeñosa de un par de libertinos, que se inclinaban por adulterio, pecado y sodomía. Los cursis optaban embelesados por cariño, abrazo y corazón, mientras que los más procaces repartían sus apuestas entre polla, coño y mamada. Un señor calvo y canoso, con patillas, mostachón y anteojos, distribuía sus fichas entre respeto, fidelidad y matrimonio. Junto a él, un joven con aire lúgubre y una mirada desprovista de toda esperanza se jugaba todas las suyas a una única palabra: desengaño.
–¡Hagan juego, señores, hagan juego! –repetía el crupier.
Una pelirroja deslumbrante, con vestido de raso y guantes de terciopelo, observaba la escena mientras daba caladas a un cigarrillo sostenido por una larga boquilla. Uno a uno, los jugadores fueron agotando sus fichas.
–¡El juego va a empezar! –anunció el crupier–. ¡El juego va a em…!
–¡Un momento! –dije–. Yo también quiero apostar.
Un rumor de extrañeza se fue elevando en la sala mientras yo me abría paso hacia la mesa con mi esmoquin de americana blanca y un clavel en el ojal. Me planté ante el crupier, saqué del bolsillo unas cuartillas manuscritas y, con gesto decidido, las arrojé sobre una casilla libre de cualquier ficha.
–Me juego esta bibliocrónica a que aparece la palabra escabeche.
Durante un instante se produjo un absoluto silencio y a continuación el estupor generalizado se transformó en una cascada de improperios.
–¡Valiente estupidez!
–¡No se puede ser más ser necio!
–¡Pobre imbécil!
La pelirroja había dejado de fumar y me clavaba una mirada atónita que no supe si era de admiración o de desprecio. Le hice una seña al crupier para que comenzara. Tras un instante de duda, pareció salir de su desconcierto y volver en sí. Dio un impulso a la ruleta y lanzó la bolita.
–¡Empieza el juego!
A mis espaldas continuaban los murmullos desdeñosos sobre mí. Murmullos que se fueron acallando según la bola perdía velocidad y que enmudecieron por completo cuando finalmente, y ante el asombro de todos, se posó en su destino.
–Escabeche –dijo el crupier–. Habemus bibliocronicam.
Todos los jugadores parecían haber perdido el habla, como si no acabaran de creerse que sus apuestas se hubiesen evaporado por aquel inconcebible párrafo de la página 146 en el que se había detenido la bola:
[.. ] y entonces llega el domingo por la tarde, con su tedio insoportable y yo, completamente solo ante ese tedio, desmonto el carburador de una moto, pongo el último vinilo que me he comprado y cuezo un conejo de monte para preparar un escabeche […]
En cuanto a mí, no perdí ni un minuto más en aquella sala. Recogí mis cuartillas, le guiñé un ojo a la pelirroja (definitivamente, su mirada no era de desprecio) y me vine raudo a publicar esta bibliocrónica que estáis leyendo, porque ¿qué otra cosa podía significar escabeche, metida con calzador en la novela, sino la confirmación de que mi teoría era cierta? Resultaba evidente que Jacobo Bergareche había introducido esa palabra en Los días perfectos como un guiño oculto a sus antiguos compañeros de colegio, una forma de reafirmarse ante ellos y demostrarles que ese apodo no había logrado erosionar su autoestima. Meter esa palabra en la novela que tanto éxito le depararía sería como decirles:
–Os reíais de mí y me llamabais Sanjacobo en escabeche, pero ahora la vida ha puesto a cada uno en su lugar. Mirad en lo que os habéis convertido: no sois más que vulgares directivos de multinacionales, mientras que yo soy escritor y Vargas Llosa ha publicado una reseña de mi novela en Babelia. ¿Quién es ahora el fracasado, eh? ¡¿Quién es ahora el fracasado?!
Eso gritaría Jacobo Bergareche, en el colmo del paroxismo, desde el diván en el que estaría recostado, y a continuación oiría las tapas de un cuaderno que se cierra y la voz de su psicoanalista, que le diría:
–Por hoy hemos terminado. Nos vemos el próximo jueves a la hora de siempre.
Y si Jacobo Bergareche pretende venir a desbaratar mi bibliocrónica aduciendo que estoy equivocado y que esa palabra cumple en la novela una finalidad narrativa, no pienso atender a ninguna de sus razones. Simplemente cerraré los ojos, me taparé los oídos con las manos y me pondré a gritar:
–¡Tú te callas, Sanjacobo en escabeche!
Vidas baratas. Elogio de lo cutre (Alberto Olmos)

Me compré Vidas baratas. Elogio de lo cutre porque Alberto Olmos es un escritor de un ingenio incisivo cuya voz literaria se alza como el grito de toda una generación que… blablablá. Paparruchas. No me compré Vidas baratas por eso. Me compré Vidas baratas para completar un pedido de Amazon y que me saliesen gratis los gastos de envío.
Lo que de verdad quería comprarme era un organizador de calcetines, de esos que se cierran con una cremallera por debajo y forman una cuadrícula. Ya estaba harto de tener todos mis calcetines revueltos en el cajón. Me parecía algo muy cutre. Aunque, por algún extraño motivo, la idea de un organizador de calcetines me parecía también algo cutre. Es como si los calcetines estuviesen rodeados por un halo de cutrerío, sea cual sea su estado.
El caso es que fui a comprarme mi organizador de calcetines y vi que si me gastaba más dinero en el pedido me saldrían los gastos de envío gratis. Así que gasté con la idea de no pagar. Un gasto cutre.
Fue el propio Amazon el me sugirió Vidas baratas para completar mi pedido. Decía: “Otros productos que también podrían interesarte”. Y ahí estaba Vidas baratas. Elogio de lo cutre. ¿Qué clase de algoritmo relaciona un organizador de calcetines con un ensayo sobre lo cutre? Solo puede ser un algoritmo cutre.
Unos días después me llegó el paquete con mi organizador de calcetines y con el libro Vidas baratas. ¡Qué contento me puse al ver mi organizador! De inmediato lo desplegué y lo metí en el segundo cajón de mi sifonier, y aquí fue cuando me dio el bajón porque descubrí que, como el cajón no se abría por completo, la última fila del organizador quedaba oculta, inaccesible. De esta forma la cuadrícula de 6×4 se había reducido a una de 5×4, con la consiguiente pérdida de cuatro espacios para calcetines. Esto me pasa por tener un sifonier cutre.
Acto seguido coloqué todos mis calcetines en el organizador y el resultado fue este:

Obsérvense esos calcetines amarillos que se han quedado huérfanos, sin cubículo donde ser almacenados por culpa de una cajonera cutre que les impide encontrar su lugar en este mundo. Nótese también cómo esos calcetines solitarios, desamparados, rompen toda la estética del cajón y destruyen la sensación de orden, provocando una imagen de dejadez, de negligencia, de cutrerío.
De hecho, ¿por qué tengo unos calcetines de ese amarillo chillón? ¿En qué momento se me ocurrió que sería buena idea comprármelos? Nunca me los he puesto y está claro que nunca me los pondré. ¿No sería esta la ocasión para deshacerme de ellos? ¿No es una señal el hecho de que no hayan encontrado su espacio en el organizador? ¿No debería tirarlos sin contemplaciones y dejar así un cajón bien dispuesto, pulcro, intachable? Sí, podría hacerlo, pero no lo voy a hacer. ¿Y por qué no lo haré? Simplemente porque soy un cutre.
Después de organizar mis calcetines, me fui a tomar café y me llevé conmigo Vidas baratas. El bar al que fui está regentado por un tipo que lleva la mascarilla bajada y que te hace las cuentas en un papelucho sucio, uno de esos bares en los que es mejor abstenerte de tu deber cívico de pedir factura, no vaya a ser que la próxima vez te escupan en el café. Un bar cutre, en definitiva.
El bar está en la primera planta de un edificio antiguo y desde su ventana se aprecia esta vista cutre:

En ese bar cutre, junto a esas persianas achacosas atadas con desgana con un precario cordel, empecé a leer Vidas baratas.
Lo primero que noté al abrir este libro es que se había producido un cambio en el tratamiento al lector. Si en sus artículos de El Confidencial Alberto Olmos nos trataba de usted, ahora nos trata de tú, lo cual tiene todo el sentido. En un ensayo sobre lo cutre no puedes tratar al lector de usted. Tienes que darle un tratamiento más de andar por casa. Un tratamiento cutre.
Lo segundo que me llamó la atención es esta tesis que Alberto Olmos formula en la primera página:
Lo cutre se encuentra cada vez más presente en nuestras vidas, está casi de moda y sus adeptos no paran de crecer, muy orgullosos, además. Lo cutre asoma en las películas, en las canciones y en los anuncios; se hace política cutre y gusta, se hace comida cutre y también gusta. La tele cutre es la única que se ve. Hay cada vez más gente que encuentra en lo cutre una tabla de salvación para no ser simplemente pobre, o simplemente rico. Ser cutre está por encima del capitalismo y sus extremos. Es una opción de vida y, como tal, parece una buena idea.
Si bien es innegable que lo cutre está de moda, no estoy de acuerdo con que sea una moda reciente, sino que pienso más bien que lo cutre jamás ha dejado de estar de moda. Ya en el siglo XIX, Larra, en su artículo ¿Quién es el público y dónde se le encuentra?, se propuso examinar aquellos rasgos que caracterizan al público (es decir, a la gente) y tuvo que enfrentarse a la verdad desoladora de que lo que al público le gusta es lo cutre. Larra se pasea por Madrid y va tomando nota de esta singular afición a lo cutre. Va, por ejemplo, a una fonda cochambrosa, con pésimo servicio y peor comida, y ve al público feliz, como pez en el agua (o como cerdo en su pocilga), y dictamina:
El público gusta de comer mal, de beber peor, y aborrece el agrado, el aseo y la hermosura del local.
Así que, como vemos, este gusto por lo cutre es algo que nos viene de antiguo, un defecto de fábrica que está enraizado en nuestro ser. Lo cutre es algo muy nuestro. De hecho, este hozar complaciente en lo cutre es la variable sociológica que determina que pasemos de ser meramente público, gente, a no ser más que chusma, turba, populacho, que es lo que somos la mayoría de todos nosotros.
Si Larra certificó en un artículo el gusto del público por lo cutre, Vidas baratas tiene su origen en otro artículo de hace tres años donde Alberto Olmos exponía, no ya la fascinación de los demás, sino la suya propia, por el cutrerío desacomplejado como forma de vida. Ese artículo se titulaba Lo Pagán: unas vacaciones en el lugar más cutre (y divertido) de España y en él contaba las vacaciones que pasó en una casa prestada en aquella población murciana de nombre tan inverosímil. Cuando Alberto Olmos entra en esa casa, con grifos que gotean, paredes con gotelé, cuadros de ciervos y persianas perezosas, siente que nada de esa casa le es ajeno, que adentrarse en ella es una vuelta a los orígenes. Esa casa, que es para Olmos como la magdalena de Proust, le hace vislumbrar una verdad insospechada: lo cutre –piensa Olmos– es la felicidad porque lo cutre es la infancia.
Lo malo es que aquel artículo no sentó nada bien en aquellos lares, y así hubo mucha gente de Lo Pagán (gente con escasa comprensión lectora, todo hay que decirlo) que se enfureció al ver que un forastero mostraba al mundo sus vergüenzas, sin entender que aquella oda a lo cutre no era una invectiva, sino una apología de un modo de vivir, un canto a la infancia perdida. Es la misma gente que, al leer estas líneas, no sabría qué significan invectiva ni apología. Todo esto es para deciros que, si vais de vacaciones a Lo Pagán, es probable que os encontréis la cara de Alberto Olmos en un cartel de Se busca. O Se vusca, que es mucho más cutre.
Escarmentado por aquella experiencia, Olmos decide cubrirse las espaldas en Vidas baratas y evita desvelarnos el nombre de su propio pueblo:
[…] ambos crecimos en el mismo pueblo de Segovia, un pueblo que nos alimentó y nos lo enseñó todo, especialmente –pensándolo después– a ser cutres. No lo nombro porque las pequeñas localidades españolas tienen más orgullo que el imperio de Japón, y a nada se cabrean y le ponen precio a tu cabeza y a la de tus hijos.
El problema es que setenta páginas después, Olmos descuida sus precauciones y nos revela el nombre de ese pueblo:
Ahora, cuando vuelvo por Usera, me siento allí como en mi auténtico lugar de origen. Al visitar Fuentepelayo, el pueblo segoviano donde me crie, no me sucede lo mismo.
Ahí has tenido un desliz fatal, Alberto Olmos. Ya no volverás a comerte un cochinillo con tranquilidad.
Siendo el artículo sobre Lo Pagán el germen de este libro, se comprende que el mejor capítulo de este ensayo sea el que está dedicado a las casas cutres, entre ellas la casa de Lo Pagán. La casa cutre, con su mobiliario cutre, es un hallazgo literario. Siempre me han resultado tediosas las descripciones de casas y de muebles en las novelas del siglo XIX. Ahí están las veinte primeras páginas de Los Maia, de Eça de Queirós, o los minuciosos inventarios de muebles de Balzac. Esas páginas soporíferas son el peaje que pagamos por las partes más jugosas de la novela. Pero en este caso sucede lo contrario. La casa cutre es el plato fuerte de este libro. Así que este sería mi consejo para los lectores cutres (aquellos que no se leen los libros enteros): leer el capítulo 4, que se titula “Segundas residencias, museos de lo cutre”.
Y ya que os ponéis, también es muy divertido el prólogo, a pesar de que Olmos se sienta obligado a justificarse por haberlo escrito: “De hecho, yo siempre he pensado que un prólogo en un libro es una cosa cutre. Es por eso que este libro debía llevar uno.” Por mi parte, siempre he pensado que poner fotos en una bibliocrónica es una cosa cutre. Y por eso esta debía llevarlas.
Adiós, señor Chips (James Hilton)

Querido señor Dannet:
Han pasado 27 años desde que usted fue mi profesor y no sé si se acordará de mí, aunque tal vez la peculiaridad de mi nombre le despierte algún recuerdo dormido en el tiempo (no creo que haya tenido en su vida muchos alumnos que se llamen Celso). Si hoy nos encontráramos no me reconocería, pero quisiera pensar que, si volviese a ver la foto que nos hicimos todos sus alumnos en el patio de la escuela, sí podría usted reconocer mi cara entre todas las de mis compañeros, pues como dice el señor Chipping en Adiós, señor Chips:
[…] sobre todo recuerdo las caras. Nunca las he olvidado. Tengo miles de caras en la memoria […]. Si vienen a verme dentro de unos años, como espero que hagan todos, intentaré recordar la cara que tenían años atrás, pero es posible que no pueda y que un día, si me ven en algún sitio y no los reconozco, se digan: “El viejo profesor no se acuerda de mí.” […] Pero me acuerdo de ustedes… tal como son ahora. Esa es la cuestión. En mi cabeza, ustedes no crecen. Nunca.
Han pasado ya casi tres décadas de aquella mañana de septiembre de mi primer día de cuarto de primaria, pero el recuerdo permanece más vívido en mi mente que el de la mañana de ayer. Estábamos todos los alumnos en el patio frente a una plataforma, formando fila en parejas en nuestros nuevos grupos, esperando a que llegasen las profesoras con las que habríamos de sobrellevar aquel curso. Los conserjes iban llamando a cada grupo y les anunciaban el nombre de la profesora que les había tocado. La profesora subía entonces a la plataforma y, revestida ya de toda autoridad por la altura desde la que nos miraba, hacía un gesto a su grupo para que caminase tras ella hacia un aula del edificio principal.
En aquella época, casi todas las maestras de esa escuela francesa respondían a un mismo patrón: mujeres de edad avanzada, con gafas de concha y de gesto adusto. Iban apareciendo, una tras otra, como sargentos que viniesen a hacerse cargo de un pelotón de infantería y cuya primera orden era: “Seguidme”. El patio se iba vaciando conforme aquellos pelotones abandonaban la escena, marchando con paso nervioso al ritmo que les marcaban, y, más de una vez, los que permanecíamos a la espera respiramos aliviados al comprobar que nos habíamos librado de alguna maestra de severidad afamada.
Finalmente llegó nuestro turno y, tras una señal del conserje, apareció usted. Una estupefacción general se apoderó de nosotros y de la primera a la última fila se fue repitiendo una frase que condensaba en tres palabras la magnitud de nuestra sorpresa:
–¡Es un hombre!
Usted era un hombre, sí, y no solo eso, sino que además era joven. Pensé en aquella actividad que habíamos hecho en cursos anteriores de Busca al intruso, en la que nos daban una lista de palabras y teníamos que buscar aquella que, por algún motivo, era distinta a las demás. Usted, un hombre joven en medio de tanta maestra cercana a la jubilación, era el intruso de la lista. ¿De dónde diablos había salido?
Todos los profesores hombres que habíamos visto en el patio, mucho más viejos que usted, daban clase en secundaria, en los cursos de los mayores, y la prueba de ello era que portaban aquel elemento que siempre diferenció a los profesores y profesoras de secundaria de las maestras de primaria: un maletín en la mano. Y ahora descubríamos que un hombre sin maletín iba a ser nuestro profesor y las preguntas se sucedían en nuestra mente. ¿Desde cuándo había maestros de primaria hombres en aquella escuela? Sin duda usted debía de ser el único. ¿Cómo sería dar clase con un hombre? Y lo más importante de todo: ¿qué clase de hombre era usted?
Todas esas preguntas las responderíamos más tarde, pero de momento tan solo sabíamos que nuestro nuevo profesor era ese tipo que nos observaba desde la plataforma ataviado con unos náuticos, una camisa estampada y… unos pantalones cortos. ¡Un profesor en pantalones cortos! Ese hecho de por sí ya era pasmoso, pero más aún lo era la dignidad que conseguía tener vestido con ellos. No he visto a nadie en toda mi vida a quien le sienten unos pantalones cortos mejor que a usted. En todo caso, no tuvimos tiempo de prestarle mucha atención a sus pantalones porque el comentario atónito de un compañero nos hizo desviar la mirada hacia arriba:
–¡Lleva un pendiente!
Ese detalle eclipsó a todas las sorpresas anteriores y nos produjo una fascinación sin igual. Hoy no tendría la menor importancia que un profesor llevara pendiente, pero hace 27 años, en aquella escuela de normas tan rígidas, aquello nos pareció lo más rompedor que habíamos presenciado y de inmediato nos sentimos afortunados de ser sus alumnos. Usted era alguien que desafiaba las normas, que iba por libre, y era nuestro profesor. ¿Tenían los otros alumnos un profesor con un pendiente? Por supuesto que no, solo nosotros lo teníamos, y fue tanta la admiración que este hecho nos provocó que, durante los meses siguientes, cuando algún adulto nos preguntaba cómo era nuestro profesor, siempre tratábamos de epatarlos respondiendo con orgullo la misma frase:
–Es un hombre y lleva un pendiente.
Aquel primer día de clase supimos que usted era diferente, pero tuvo que pasar un tiempo para que pudiésemos apreciar la verdadera dimensión de esa diferencia. Si el pendiente nos había dejado descolocados, no fue menor nuestra sorpresa cuando, pasados los calores de septiembre, se presentó en clase con la ropa con la que sin duda más a gusto se sentía y con la que siempre lo recuerdo cuando pienso en usted: pantalones vaqueros, un cinturón con una gran hebilla plateada, botas de cantante de rock y una chupa de cuero. Y, por si eso no bastara, nuestro deslumbramiento fue completo el día en que descubrimos que usted tenía una moto. Sí, entre todos los coches aparcados a la salida del colegio, aquella moto solitaria, envuelta en un aura de aventura, le pertenecía a usted. Un nuevo motivo de orgullo para nosotros, otra singularidad de la que alardear ante los demás: nuestro profesor venía a clase en moto. Y alguna vez sucedía, al final de la jornada, cuando estábamos en el patio a la espera de tomar el autobús de vuelta a casa, que se oía una voz que anunciaba: “¡Va a subirse a la moto!”, y al momento nos arremolinábamos todos frente a la verja para verlo a usted ponerse el casco y subirse a su moto, cual si fuera un caballero medieval que se colocase el yelmo con celada y montase a lomos de un brioso corcel.
Sin embargo, todos estos elementos de su apariencia no eran más que meras anécdotas frente al verdadero cambio que marcó aquellos dos años que pasamos juntos, aquel punto de inflexión que supuso en nuestra vida de colegiales la naturaleza serena de su carácter. En Adiós, señor Chips, cuando el joven profesor Chipping llega al vetusto internado de Brookfield, el director le alerta sobre la importancia de saber mantener la disciplina: “Adopte una actitud firme desde el principio, ese es el secreto.” Ese era el secreto de Brookfield y también había sido siempre el de nuestra escuela, pero, por algún extraño motivo, usted no parecía estar al tanto de ese secreto, y tampoco parecía necesitarlo, pues tenía el suyo propio, que era todavía mejor. Usted no se ganó nuestra obediencia con un tono autoritario o con la amenaza de castigos, sino que con su temperamento afable y su inagotable gentileza se ganó para siempre nuestro corazón.
Usted siempre nos trató con la mayor cortesía y había algo de cautivador en su persona, en su apacible entereza, que nos hacía sentir por usted el mayor de los respetos. Creo que el secreto era que nos sentíamos felices en clase y que, si no hubo nunca problemas graves de disciplina, fue, más que por miedo a las represalias, por temor a defraudarlo. Éramos felices gracias a usted y por eso también queríamos que usted lo fuera. Solo hubo una ocasión, en los dos años en que estuvimos juntos, en que usted levantó la voz, un día en que se produjo un gran barullo en clase. Digo que levantó la voz porque aquello no llegó ni siquiera a la categoría de grito. Nos quedamos tan asombrados de que alguien tan sosegado como usted pudiera llegar mínimamente a irritarse que esa sorpresa bastó para que nos calláramos todos de inmediato.
Además de su carácter, otro de los elementos que lo diferenciaban era la importancia que usted concedía en sus clases a la música. Uno o dos días por semana, usted acudía con su guitarra a la espalda y eso significaba que aquella tarde, al final de la clase, cantaríamos juntos una canción. Fueron muchas las canciones que aprendimos con usted y mis favoritas fueron siempre las de amor, aquellas que aún hoy me siguen acompañando y que a aquella edad constituyeron mi primera educación sentimental. Las había risueñas y desenfadadas, como Aux Champs-Elysées, que describía el encuentro de dos desconocidos en las calles de París, o Des jonquilles aux derniers lilas, que trataba de unos amores clandestinos en una granja que siempre se veían sorprendidos por el padre de la chica. Pero había también canciones de otro género, teñidas de una profunda melancolía, como Il faut que je m’en aille (de Graeme Allwright), que hablaba de dos antiguos amantes que se vuelven a ver al cabo de muchos años. Ahora los dos están casados y tienen hijos. Celebran su reencuentro, recuerdan aquel pasado feliz y brindan por la amistad, el amor y la alegría, pero tras ello deben despedirse para volver a sus vidas. Esa fue tal vez la canción que más me marcó, porque supuso la constatación temprana de que la vida, al contrario que los cuentos, no acababa siempre con un “y vivieron felices y comieron perdices”.
Pero la presencia de la música en nuestra clase no se limitaba tan solo a esas tardes semanales. Había al fondo del aula un viejo magnetofón con unos cascos y un par de cassettes. Si un alumno acababa una actividad antes del tiempo fijado para ello, tenía derecho a abandonar su mesa, ir a sentarse junto al magnetofón y escuchar canciones mientras los demás alumnos terminaban la tarea. Como solo había espacio para uno, había que ser rápido si se quería escuchar música, y estoy seguro de que nadie en esos dos años visitó tantas veces aquel rincón como lo hice yo. A menudo tenía que rebobinar la cinta hasta dar con las canciones que me gustaban, y en esas ocasiones siempre dirigía una mirada inquieta a mis compañeros, deseando que tardasen lo más posible en resolver los problemas para que a mí me diese tiempo a escuchar mi canción. Mi favorita de todas, y que repetía una y otra vez sin cansarme, era Ça je ne l’ai jamais vu (de nuevo de Graeme Allwright), en la que un hombre llegaba todas las noches borracho a casa y se encontraba a su mujer en compañía de su amante y, al pedirle explicaciones, ella siempre trataba de convencerlo de que el alcohol le nublaba los sentidos y que nada de lo que veía era realmente lo que parecía.
Al escribirle estas líneas y recordar aquellos tiempos, me ha apetecido volver a escuchar esa canción, así que la acabo de buscar en Youtube y esto me ha servido para descubrir otra canción de Graeme Allwright que nunca había escuchado. Se titula Qu’as-tu appris à l’école? y supongo que usted ya la conocerá. Trata de las respuestas que da un niño cuando su padre le hace la pregunta que da título a la canción:
¿Qué has aprendido hoy en la escuela, hijo mío?
He aprendido que la guerra no está tan mal,
que hay algunas grandes y especiales,
que a menudo uno lucha por su país
y que quizás yo también tendré mi oportunidad.
Eso es lo que me han dicho en la escuela, papá.
Eso es lo que me han dicho en la escuela.
Al escuchar esta canción he pensado en cuán diferente era usted al profesor del que nos habla nuestro querido Graeme, porque si aquellas canciones que usted nos enseñó fueron un disfrute para nosotros es precisamente porque nunca nos parecieron una actividad escolar. Si aprendimos tanto con ellas es porque no parecían querer enseñarnos nada, no solo porque usted nos eximió de cualquier fastidiosa tarea de explotación didáctica, sino porque jamás incurrió en uno de los pecados capitales de la pedagogía, que es tratar la literatura no como un fin en sí misma, sino como medio para transmitir unos valores, y envilecer así el arte transformándolo en moraleja.
Cuando usted nos enseñó Le déserteur, de Boris Vian, no nos dijo, como he sabido mucho después, que era una canción contra la guerra de Argelia, no nos explicó quién demonios era Boris Vian, no nos contó qué opinaba usted de las guerras en general ni de ninguna guerra en particular. Tan solo nos repartió a cada uno una hoja con la nueva canción, sacó su guitarra y todos juntos la cantamos. Cuando aprendimos Sacrée bouteille, en la que un alcohólico va pidiendo dinero a la gente para poder pagarse una copa, usted no aprovechó la ocasión para alertarnos de los peligros del alcohol, no se le pasó por la cabeza ponernos al protagonista como ejemplo de lo mal que se puede acabar por culpa de una adicción. Jamás nos consideró usted tan estúpidos como para que, más allá de explicarnos alguna palabra desconocida, necesitásemos que alguien tuviese que interponerse entre nosotros y la canción para conjurarnos de los posibles males que nos pudiese causar o para realzar las enseñanzas morales que podían habernos pasado desapercibidas. Para usted el arte siempre fue arte, nunca catequesis, y solo espero que en estos tiempos de moralina que nos ha tocado vivir, especialmente en el ámbito educativo, pueda usted seguir cantando con sus alumnos aquellas viejas canciones con la misma libertad que tuvo con nosotros.
Al pensar en aquellos dos años que pasamos con usted, me vienen a la mente recuerdos de muchos de mis compañeros de entonces: historias sobre sus familias, sus visiones de la vida o sus sueños de futuro. Pero me doy cuenta de que no sabíamos prácticamente nada de usted. Nos sucedía con usted como en Adiós, señor Chips, en que el señor Chipping es el profesor más querido de la escuela, pero sus alumnos apenas saben nada de su vida. ¿De qué parte de Francia era usted? ¿Tenía hermanos? ¿Cuánto tiempo llevaba en España? ¿Siempre había querido ser profesor?
Lo poco que sabíamos de usted era que jugaba al tenis porque más de una vez había venido a clase con una raqueta. Es extraño llegar a querer tanto a alguien de quien se sabe tan poco, aunque, desde que me convertí yo también en profesor, tengo la impresión de haber ido conociéndolo cada vez mejor. Ahora sé, por ejemplo, que aquel primer día de clase, en que usted parecía tan tranquilo, estaba en realidad muerto de miedo, pero era un miedo que usted no podía mostrar, no por arriesgarse a perder su autoridad desde el principio, sino porque sabía que, si usted tenía miedo, nosotros teníamos mucho más, y debía mostrarse sereno para que nosotros también nos sosegáramos. Sé también que los primeros días con nosotros fueron como cuando uno templa las cuerdas de una guitarra, días en los que fue tomándole el pulso a la clase, aprendiéndose nuestros nombres, acostumbrándose a nosotros, hasta que hubo un momento en que los nervios desaparecieron, en que se encontró cómodo en nuestra compañía y sintió que la guitarra ya estaba bien afinada y podía empezar nuestra canción. Hubo un día, como en años anteriores, en que al acabar una clase, se dijo: “¡Cómo me gusta ser profesor!” Y hubo un domingo, al preparar la cena en casa, en que pensó: “¡Qué ganas tengo de volver a verlos!”
Pero sé también, señor Dannet, que no todo en su vida fueron alegrías. Sé que hubo momentos exultantes y momentos de decepción, instantes en los que se sintió pleno de confianza y otros en los que dudó de su propia capacidad, tardes en las que se le pasaron las horas volando y otras en las que miró con disimulo el reloj deseando que acabara la clase.
Sé también la importancia capital que adquiere en nuestro trabajo el factor humano, cómo repercute nuestro carácter en nuestros alumnos, pero cómo afectan también sus vidas a las nuestras: cómo nos regocijamos con sus alegrías y cómo se nos desgarra el corazón cuando descubrimos que uno de ellos está gravemente enfermo o se le ha muerto el padre o la madre. Todo eso lo sé.
Usted no tenía hijos cuando nos conocimos. Yo tampoco los tengo, pero tal vez la experiencia más cercana a la dicha y al dolor de la paternidad que pueda tener alguien como nosotros sea ejercer nuestra profesión. Como dice el viejo señor Chipping en Adiós, señor Chips:
–Creo que los oí… a uno de ustedes… decir que era una lástima…, hum, una lástima que no hubiera tenido hijos…, ¿no?… Pero los tengo, saben…, los tengo…
Los demás sonrieron sin decir nada y, después de una pausa, Chips empezó a reírse poco a poco, débilmente.
–Sí…, hum…, los tengo –añadió con una risa temblorosa–. Miles de hijos…, miles de hijos…
Y, del mismo modo que solo quien tiene un hijo puede llegar a percibir lo mucho que lo han querido sus padres, solo al convertirme en profesor he podido saber el inmenso cariño y el profundo respeto que usted nos tenía. Sabía que nos estimaba, señor Dannet, pero no podía imaginar que nos quisiese tanto.
Tampoco sospechaba entonces algo que ahora sí sé, y es que el cariño que siente el profesor por sus alumnos no se limita solo a sus estudiantes más brillantes, sino que se extiende también a los más haraganes. Hay una palabra en francés para referirse al estudiante vago, el que no trae nunca los deberes hechos y a veces ni siquiera el propio libro o un simple boli. Esa palabra es cancre, y la aprendí con usted gracias a un poema de Jacques Prévert con ese título (Le cancre) que usted nos hizo aprender de memoria. Una de las mayores sorpresas de mi vida fue descubrir cuánto cariño se puede llegar a sentir por algunos de esos cancres, esos alumnos a los que uno se ve obligado a suspender, pero por los que no puede evitar sentir una gran simpatía.
En El profesor, Franck McCourt nos habla de unos de sus muchos cancres, un alumno que se pasaba todo el tiempo mirando por la ventana, que se ponía a hacer bromas al resto de la clase cuando había que hacer una redacción y que no tenía el menor interés en aprobar porque su única aspiración en la vida era ser granjero. Seis años después McCourt se cruza con él en Lower Broadway:
Hizo una pausa y se me quedó mirando.
–Señor McCourt, a usted no le caía bien, ¿verdad?
–¿Qué no me caías bien, Bob? ¿Estás de broma? Era una alegría tenerte en mi clase. Jonathan decía que ahuyentabas la tristeza.
Díselo, McCourt, dile la verdad. Cuéntale cómo te alegraba los días, cómo hablabas de él a tus amigos, lo original que era, cómo admirabas su estilo, su buen humor, su sinceridad, su valor, cómo habrías vendido el alma a cambio de tener un hijo como él […], cuánto lo querías entonces y cuánto lo quieres ahora. Díselo.
Se lo dije, y se quedó sin habla, y a mí me importó un comino lo que pensara la gente que pasaba por Lower Broadway cuando nos vieran fundidos en un largo abrazo, al profesor de secundaria y al grandullón judío afiliado a los Futuros Granjeros de América.
Lo que muestra esta anécdota de Franck McCourt es que quien más lejos está de pensar que un profesor pueda sentir cariño por el cancre es el propio cancre, y se me ocurre que el traernos a clase aquel poema de Jacques Prévert fue su manera sutil de decirle al cancre de nuestro grupo que, a pesar de que sus notas no fueran buenas, él también era importante para usted, tanto como para protagonizar un poema tan espléndido que mereciese que toda la clase se lo aprendiera de memoria.
Hay una última cosa, en todo este tiempo, que he podido aprender sobre usted, y es cómo debió de sentirse cuando, tras dos cursos seguidos en nuestra compañía, debió, como Mary Poppins, decirnos adiós para ir a hacer felices a otros niños. Sé lo dolorosas que son estas despedidas porque me toca vivirlas año tras año. Cuando llega ese momento, siempre recuerdo una de las canciones más tristes que usted nos enseñó, Adieu Monsieur le Professeur, que trata del último día antes de jubilarse de un viejo maestro. Antes de abandonar la escuela, se sienta por última vez en el aula vacía. Piensa en todos los alumnos que ha visto pasar por allí y una lágrima le cae en la mano. Lo terrible es que esta pesadumbre no es exclusiva de la jubilación, sino que se repite todos los años al final del curso y se ve agravada al recibir las muestras de reconocimiento por parte de los alumnos, como en el estribillo de la canción:
Adiós, señor profesor.
Nunca lo olvidaremos.
Y en el fondo de nuestro corazón
estas palabras están grabadas con tiza.
Le ofrecemos estas flores
para decirle cuánto lo queríamos.
Nunca lo olvidaremos.
Adiós, señor profesor.
Ahora sé, señor Dannet, que la clase más difícil de un curso para un profesor no es la primera, sino la última. Lo sé desde que me tocó impartir mi primera última clase, hace 13 años, en una universidad de Pekín. Sabía que se esperaba que pronunciase un discurso de despedida, así que me preparé unas frases en casa. Aquella primera experiencia profesional había sido crucial para mí. Había pasado un año a miles de kilómetros de mi casa, sin familia ni amigos y en un país cuya lengua no hablaba. Pero todo eso daba igual, porque las clases en la universidad me habían salvado la vida. Y eso era lo que quería decirles a mis alumnos: gracias por salvarme la vida.
Entré en la sala más serio de lo habitual y tampoco ellos me recibieron con las sonrisas de costumbre. Me estremeció la atmósfera de funeral que reinaba, como si una desgracia colosal se hubiese abatido sobre todos ellos. Intenté mantener el tipo durante las dos horas de clase y finalmente llegó el momento de la despedida.
Empecé mi discurso mirando al suelo y, cuando me atreví a alzar la vista hacia ellos, me encontré con la desolación de sus rostros. Se me cortó la voz y me quedé mirándolos fijamente, tratando de dominar la emoción que me desbordaba. El silencio se rompió unos segundos después, cuando ellos empezaron a aplaudir, y aquel aplauso largo, sentido, quebró por completo mi dique de contención y me eché a llorar sin remedio. Qué ridículas me parecieron entonces las palabras que tenía ensayadas. Quería a mis alumnos. En aquella aula había pasado algunos de los mejores momentos de mi vida y ahora tenía que despedirme de ellos para siempre. ¿Qué otra cosa podía hacer sino llorar?
Cuando logré serenarme, me dijeron:
–Tenemos un regalo para ti.
Era una camisa tradicional china de seda roja que me maravilló por lo delicada y lo hermosa que era.
–Me la pondré en una ocasión importante –les dije, sin aclararles, que ocasión sería esa, pero en aquel momento me juré a mí mismo que no me pondría la camisa hasta el día del acto de presentación de mi primera novela. ¿Qué ocasión podría haber más importante para mí, y más digna de esa camisa, que la publicación de la novela con la que llevaba soñando tantos años y que había empezado a escribir allí mismo, en Pekín?
Han pasado 13 años de aquel día y la camisa sigue sin estrenar. La tengo guardada en un cajón donde conservo los obsequios que he ido recibiendo de mis alumnos a lo largo de mi carrera. En su mayoría son cartas. Porque sucede, señor Dannet, que en varias ocasiones, al acabar el curso, recibo alguna carta de un alumno donde me da las gracias por mi tarea y me cuenta lo mucho que ha disfrutado de mis clases. Esas cartas son uno de mis mayores tesoros y, cuando me invaden las dudas, o la angustia, o la tristeza, o cuando recibo una nueva carta de rechazo de las editoriales y me pregunto qué demonios hago yo en este mundo, releo alguna de esas cartas y me reconcilio conmigo mismo.
Cuando era niño, leí una serie de relatos policiacos de Isaac Asimov que se llamaba El club de los viudos negros. En estos relatos un grupo de hombres se reunían a cenar una vez al mes y en cada ocasión uno de ellos traía a un invitado al que siempre le hacían la misma pregunta: “¿Cómo justifica usted su existencia?” Esto daba pie a que el invitado contase algún caso misterioso que le había ocurrido y, a partir de ahí, se sucedían las distintas hipótesis que los miembros del club iban haciendo para resolver el caso hasta que, al final de la velada, el mayordomo, Henry, daba siempre con la solución. Muchas veces he pensado que, si a mí me preguntasen cómo justifico mi existencia, podría mostrar las cartas de mis alumnos, que me hacen creer que no he vivido en vano y que, si bien no he logrado cumplir mi sueño de novelista, mi tarea de profesor no carece de toda trascendencia. Como dice la prometida del señor Chipping en Adiós, señor Chips:
–¡Ah, Chips! Me alegro mucho de que seas lo que eres. Cuando te conocí, temía que fueras abogado, o corredor de bolsa, o dentista, o que tuvieras una empresa de algodón en Mánchester. Ser profesor es completamente distinto, es importante, ¿no te parece? Influir en los que van a crecer, en los que van a ser tan decisivos en el mundo…
Pero sucede también, señor Dannet, que siempre que recibo una de esas cartas, pienso que yo nunca le escribí a usted para darle las gracias por aquellos dos maravillosos años y que debería hacerlo para que supiera lo importante que fue usted para mí, que nunca lo olvidaré y que toda mi vida seguiré escuchando las canciones que nos enseñó. Si he aplazado tanto tiempo la escritura de esta carta es porque me habría gustado hacérsela llegar acompañada de un ejemplar dedicado de mi novela (o incluso, si los hados me hubiesen concedido mi mayor deseo, de su traducción al francés). Quizá empezaría usted a leer mi novela y, al llegar al capítulo en el que hablo de un libro de Roald Dahl que leí en la escuela cuando tenía 9 años (Danny, el campeón del mundo), recordaría aquel tiempo que pasamos juntos en clase disfrutando de las aventuras de Danny. Tal vez entonces esbozaría una sonrisa al pensar que uno nunca puede augurar los frutos de lo que siembra, y que quién habría podido imaginar que ese niño al que usted, sin saberlo, tanto le dio recordaría aquella experiencia muchos años después en su primera novela. Salvando las distancias, yo habría querido que mi carta fuese como la que Albert Camus escribió a su antiguo profesor al poco de ganar el premio Nobel de literatura y que dice así:
Querido señor Germain:
He dejado apagarse un poco el ruido que me ha rodeado estos días antes de venir a hablarle de todo corazón. Acaban de hacerme un enorme honor, que no he buscado ni solicitado. Pero cuando me he enterado de la noticia, mi primer pensamiento, después de mi madre, ha sido para usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que usted tendió al niño pobre que yo era, sin su enseñanza y su ejemplo, nada de todo esto habría ocurrido. No le doy una gran importancia a este tipo de honores, pero este es al menos una ocasión para decirle lo que usted ha sido y es para mí, y para asegurarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted ponía en ello siguen vivos en uno de sus pequeños escolares que, pese a los años, nunca ha dejado de ser su alumno agradecido.Un fortísimo abrazo,
Albert Camus
Lamento que mi carta se haya demorado tanto por mi empecinamiento en acompañarla de mi novela, pero ahora, cuando tras innumerables intentos he perdido definitivamente la esperanza de que mi libro vea algún día la luz, me he decidido de una vez por todas a escribirle. Me avergüenza un poco presentarme ante usted con las manos vacías, sin ningún triunfo que ofrecerle, pero al fin y al cabo el objetivo de esta carta que le escribo no es que usted se sienta orgulloso de mí, sino que se sienta orgulloso de usted.
Adiós, señor Dannet. Deseo que en todos estos años y en los que vendrán la vida le haya tratado y le siga tratando tan bien como usted nos trató a nosotros.
Un fuerte abrazo de su alumno,
Celso
Berta convive con el coronavirus (Liane Schneider)

Mi amiga Andrea, que tiene dos hijas pequeñas, me mandó por whatsapp una foto de un expositor de la Fnac en la que aparecía la cubierta de Berta convive con el coronavirus. Después añadió un emoticono de vómito y eso fue todo. De inmediato me metí en internet y me compré un ejemplar antes de que fuese demasiado tarde, que en cuanto te descuidas alcanzamos la inmunidad de grupo, se acaba la pandemia, deja de editarse este libro y te quedas sin saber cómo convivió Berta con el coronavirus.
Este libro es una maravilla. Podríamos decir que es la gran novela alemana sobre el coronavirus. Y lo más fascinante es cómo Liane Schneider intenta convencerte de que estar confinado en tu casa por culpa de una pandemia es lo mejor que te puede ocurrir en la vida. Por ejemplo, Berta está encantada de que su padre ahora tenga más tiempo para leerle cuentos. No importa que la historia que le cuenta papá trate sobre un monstruovirus que ataca al mundo y que eso no le permita alejar su mente ni un solo segundo de la pandemia en la que se halla inmersa. Todo eso da igual. Lo importante es que ahora papá tiene más tiempo para estar con ella. Pues que sepas, Berta, que si tu padre tiene más tiempo para leerte cuentos es porque está en un ERTE. Sí, Berta, tu padre está en un maldito ERTE y ya va siendo hora de que aprendas la verdad. ¿Que qué significa esa palabra? Ya te la explicará Liane Schneider en El papá de Berta malvive con un ERTE.
Pero la nueva vida de Berta en confinamiento domiciliario no solo se nutre de cuentos víricos, sino que está repleta de actividades fascinantes. Por ejemplo, Berta prepara las gomas de las mascarillas que mamá cose para una residencia de ancianos, corta fruta y verdura para la cena, cocina tortitas, y esta sublimación del trabajo infantil llega al paroxismo cuando Berta, para imitar a mamá, se sienta en una mesa con lápiz y papel y, henchida de felicidad, juega a teletrabajar. Y ahora quiero dirigirme a todos los padres que están leyendo esta bibliocrónica para decirles algo muy importante: no intentéis repetir este experimento en casa en compañía de un niño, porque si lo hacéis fracasaréis estrepitosamente.
Imaginemos a esos padres a los que se les ha caído el mundo encima con la pandemia y están desesperados sin poder salir de casa, teniendo que teletrabajar y al mismo tiempo ayudar a sus hijos con las clases a distancia (hijos con los que están 24 horas al día porque ya no los pueden dejar en casa de los abuelos), y esos padres, que se preguntan cada vez más a menudo si el sueño de formar una familia no se habrá transformado en pesadilla, ven de repente cómo uno de sus hijos pequeños se sube por las paredes y se echa a llorar porque quiere salir al parque a jugar, anhelando la libertad que la pandemia le ha arrebatado. Tal vez esos padres, deseosos de lograr media hora de tranquilidad, sientan la tentación de decirle a su hijo, con la entonación sobreactuada con la que hablan los adultos a los niños:
–¡Eh, tengo una idea!
En ese momento el niño rebajará levemente la intensidad de su llanto, picado de una incipiente curiosidad. ¡Una idea!
–¡Vamos a jugar a un juego muy divertido!
Ahora sí el niño deja de llorar por completo y escucha con atención. Se avecina el remedio para sus males. ¡Van a jugar a un juego muy divertido!
–Vamos a jugaaaar…
Máxima expectación.
–…¡a teletrabajar!
Durante unos segundos el niño se quedará atónito y a continuación se echará a llorar de nuevo y con más ahínco que la vez anterior. Los padres habrán fracasado en su intento, y lo peor de todo es que no comprenderán jamás qué es lo que acaba de ocurrir, porque esos pocos segundos en los que el niño escucha la promesa que le hacen sus padres, evalúa fríamente su contenido y se vuelve a echar a llorar son unos instantes determinantes en la vida de todo ser humano. Porque es en esos escasos segundos cuando comprendes que los adultos, personas de cuya honestidad jamás habías dudado, son gentuza dispuesta a engañarte a la menor ocasión. Ese momento en que tus padres te dicen “Vamos a jugar a teletrabajar” (o, en su versión más tradicional, “Vamos a jugar a ordenar la habitación”) es el momento en que vislumbras por primera vez lo que Elena Ferrante llama La vida mentirosa de los adultos. Es el momento en que comprendes que crecer es aprender a mentir, que hacerse mayor es convertirse en un mentiroso y que el largo camino hacia la vida adulta es una senda de falsedades. Y por eso el segundo llanto no es una continuación del primero, sino un nuevo llanto de naturaleza distinta. Es el llanto por la pérdida de la inocencia, por el principio del fin de la arcadia feliz de la infancia, porque has comprendido que para sobrevivir en ese mundo de mentirosos tú también tendrás que convertirte en uno de ellos, que como ellos tendrás que aprender a mentir.
Pero dejémonos de filosofías y volvamos a la historia de Berta, porque además de papá y mamá hay otros dos personajes en este libro, que son el gato Miau y un osito de peluche que es un burdo imitador de Winnie-the-Pooh (y que se llama Teddy, pero a partir de ahora lo llamaremos Winnie-the-Fake). La relación dispar que Berta mantiene con estos dos personajes queda reflejada en la imagen de la cubierta. Observad cómo Berta da la espalda a Miau mientras se dispone a jugar a la pelota con Winnie-the-Fake. Observad también cómo Winnie-the-Fake lleva una mascarilla, mientras que Miau está sin ningún tipo de protección y sonriendo ingenuamente sin saber la que se le viene encima ahora que Berta se ha quitado su propia mascarilla. Miau está a un tosido de Berta de pillar el coronavirus. ¿Cómo se llamará el próximo volumen de la serie? ¿Berta entierra a su gato?
Al principio del libro, papá le explica a Berta qué es el coronavirus, y lo primero que hace Berta es vestirse de doctora y hacerle un test de Covid a Winnie-the-Fake. Pero afortunadamente, como dicen en el libro, a los ositos de peluche no les afecta el coronavirus. Es muy alentador que Liane Schneider nos aclare este dato, por si no lo sabíamos, pero lo que sí sabemos es que los gatos sí que son susceptibles de contraer el coronavirus. ¿Le hace Berta una prueba a Miau para saber si tiene Covid? Por supuesto que no. Berta solo tiene ojos para Winnie-the-Fake, con el que hace todo tipo de actividades, mientras que Miau es el gran olvidado de esta historia. Tanto es así, que al pasar varias páginas y ver que nunca aparecía, me llegué a preguntar si efectivamente estaría muerto, pero respiré con alivio cuando al final del libro, en un momento en que Berta está lavándose las manos en el tiempo que tarda en cantar dos Cumpleaños feliz, se nos dice de pasada: Incluso Miau se asea con más cuidado que antes. Y esta es una de las grandes enseñanzas de este libro: que cuando nadie se preocupa por ti, te toca apañártelas como puedas. De hecho, el nombre del gato es un homenaje a Miau, la novela de Galdós protagonizada por un personaje desamparado que tiene que buscarse la vida.
Berta convive con el coronavirus es un libro tan formidable que solo tengo dos pequeñas pegas que ponerle, pero que no son más que eso, nimiedades que no empañan el lustre de esta obra magna que entronca con la gran tradición alemana de novelas sobre enfermedades (como La montaña mágica, de Thomas Mann).
La primera pega es que le hayan cambiado el nombre original a la protagonista del libro (que se llama Connie). Connie convive con el coronavirus suena mucho mejor y sería la ocasión perfecta para que los padres culturetas les dijesen a sus hijos: “¿Te has fijado en cómo se repite CO? COnnie COnvive COn el COronavirus? Eso es una aliteración y se repite cuatro veces, así que podemos decir que es una cuádruple aliteración”. Cuádruple y aliteración: dos palabras muy útiles para convertir a tu hijo en un filólogo en potencia y en un apestado social en la escuela en el acto.
La segunda pega que le pongo a este libro es que tenga un final tan abrupto como este: Berta está deseando que la escuela vuelva a funcionar con normalidad y poder jugar con todos sus amigos. La historia se acaba justo cuando iba a empezar lo más interesante porque la vuelta al cole de Berta en plena pandemia habría dado lugar a episodios descacharrantes como el que le sucedió a Claudia, la hija de 4 años de mi amiga Andrea (gracias a la cual supe de la existencia de este libro).
A finales del pasado agosto, poco antes de empezar el nuevo curso, todos los padres del colegio privado de Claudia recibieron un email de la dirección donde intentaban tranquilizarlos y despejar cualquier duda relacionada con la seguridad de los niños en el centro educativo. En el email se les informaba de que se evitaría a toda costa cualquier tipo de contacto físico, pero que eso no supondría ninguna merma en la calidad de la enseñanza ni en la efectividad del aprendizaje, pues –y así acababa el email– “nuestros profesores están plenamente motivados y son poseedores de un vasto repertorio de recursos creativos”. Yo al leer esta frase ya habría empezado a desconfiar, porque si hay un epíteto con el que jamás se me ocurriría calificar a un profesor ante la perspectiva de un inicio de curso en medio de una pandemia es justamente el de “plenamente motivado”.
Lo del vasto repertorio de recursos creativos solo supimos qué era cuando, al empezar el curso, el profe de gimnasia de Claudia se presentó en clase y les dijo a los niños: “Vamos a ponernos todos en círculo, pero cuidado porque tenemos que estar todos separados de los compañeros para no tocarnos. ¿Ya estamos? Bien, pues ahora vamos a jugar a pasarnos la pelota de uno en uno. Empezamos.”
–¿Dónde está la pelota? –preguntó un niño.
–Ahí está lo mejor de todo –respondió el profesor–. Como no podemos tocar ningún objeto que haya tocado otra persona, vamos a jugar con una pelota invisible.
Y moviendo las manos en el aire, añadió:
–Aquí está la pelota. Toma, te la paso.
Yo me imagino a ese profesor en su cama la noche antes de aquel día, sin poder dormir, nervioso por la chorrada que iba a hacer al día siguiente y repitiéndose a sí mismo:
–Yo les digo que la pelota es invisible. Tengo que decirlo con confianza. Y si cuela, cuela.
Y coló, pues los padres del grupo de Claudia recibieron un vídeo en el que se veía a los niños en círculo pasándose una pelota invisible. Según me contó Andrea, todos quedaron muy satisfechos del vasto repertorio de recursos creativos del profesor, y supongo que reenviarían ese vídeo a todos sus contactos para que viesen la categoría del colegio al que iban sus hijos, sin darse cuenta de que lo que estaban haciendo todos esos niños ricos era jugar a ser pobres que ni para una pelota tenían. Y tal vez fue esa novedad en sus vidas, el hacer de pobres, lo que logró captar su interés. Tú propones esta actividad en una escuela de Carabanchel y a ver quién te la acepta.
Yo fui uno de los contactos de Andrea que recibió aquel vídeo por whatsapp, y en este caso no añadió un emoticono de vómito, sino que hizo algo mucho mejor: me contó el final de la historia. El vídeo que habían enviado a los padres tenía 24 segundos, pero, al igual que el libro de Berta convive con el coronavirus, se acababa justo cuando iba a empezar lo mejor, porque poco después del segundo 24 sucedió algo completamente inesperado. Un niño, no sé si porque se metió demasiado en el papel de la pelota invisible o bien, todo lo contrario, porque ya sabía qué clase de gente son los adultos y quería fastidiar al profesor por mentiroso (y no sé cuál de las dos explicaciones me gusta más), se echó a un lado con un grito, se llevó la mano a la cabeza y, con la otra mano, señaló al niño que le acababa de “pasar” el balón:
–¡Me ha dado un balonazo!
Y acto seguido le dio un puñetazo en toda la cara al otro niño, y ese otro niño reaccionó abalanzándose sobre él y tirándole de los pelos, y tras esto muchos otros niños, sin duda deseosos de contacto físico después de tantos meses sin tocarse, se lanzaron sobre ellos para pegarles también y se formó una trifulca de mucho cuidado, mientras el profesor les gritaba que parasen e intentaba separarlos únicamente con sus gritos, sin llegar a tocarlos, hasta que el que grababa el vídeo le dijo: “No te preocupes, que esto luego lo corto”, y entonces ahí sí el profesor pudo dar rienda suelta a su cabreo y estalló con un grito de: “¡Me voy a cagar en la puta pelota invisible de los cojones!”, y empezó a coger uno a uno del cogote a los niños que se peleaban y los separaba del grupo de un empujón y a cada empujón decía: “¡Quieto ahí parao, cagüentó!” Y todo esto lo sé porque el profesor que grababa el vídeo es amigo de Andrea y se lo contó ese día después de hacerle prometer que no se lo iba a contar a nadie, y naturalmente lo primero que ella hizo fue contármelo a mí, después de hacerme prometer que no se lo iba a contar a nadie, y ahora yo os pido que me prometáis lo mismo a todos vosotros.
Como veis, episodios como este demuestran la gran oportunidad que perdió Liane Schneider al no incluir la vuelta al cole de Berta en su libro sobre el coronavirus. Creo que, si lo hubiera hecho, Berta convive con el coronavirus pasaría automáticamente de ser el segundo al mejor libro que me he leído en mi vida.
Una última cosa antes de despedirme: todo lo que os he contado del balonazo invisible y de la pelea de los niños es absolutamente mentira. Me lo he inventado para darle un final más redondo a la historia de la pelota (aunque ya era redonda de por sí). Y si os confieso esto es por dos razones: la primera es para que os admiréis de mi vasto repertorio de recursos creativos. Y la segunda es para que aprendáis de una vez que los escritores, como todos los adultos, no somos más que una panda de mentirosos.
Jude el oscuro (Thomas Hardy)

Jude el oscuro es la última novela que escribió Thomas Hardy y la primera que he leído de él. Tenía dos novelas de este escritor en mi biblioteca: Jude el oscuro y Tess, la de los d’Urberville, así que podría haber elegido cualquiera de las dos para iniciarme con este autor. Me imaginé alardeando de que estaba leyendo a Thomas Hardy y diciéndole a la gente: “Eh, ¿sabéis que estoy leyendo Tess, la de los d’Uber… la de los d’Ubriville… Tess de las d’Ubre…?” Decidí que sería mejor empezar por Jude el oscuro.
Si le dices a alguien que estás leyendo una novela que se llama Jude el oscuro, sabes que lo primero que le viene a la mente a esa persona es “Hey, Juuude, don’t make it bad. Take a sad sooong and make it better!” Reconoce que tú también lo has pensado. ¿No lo has pensado? Entonces debo decirte que no tienes ninguna cultura musical.
De Thomas Hardy había oído que sus libros estaban llenos de fatalidades y que provocaban una honda pesadumbre en el lector, pero me adentré en la lectura de Jude el oscuro desarmado y a pecho descubierto, como si yo estuviera a salvo de los peligros de la literatura, con la misma presunción con la que de niño decía: “¡Yo soy inmune a la varicela!” Hasta que, como los demás, acabas pillando la varicela y hasta que, como a los demás, Jude el oscuro te clava una lanza en el costado.
Fue en el tercer capítulo cuando me vi obligado a interrumpir la lectura. Desde la primera frase me había atrapado el estilo de Hardy y me interesaba la historia que me contaba, pero noté cómo el abatimiento se iba apoderando de mí y cómo un agudo pesar me oprimía el corazón. Esta sensación, sumada al hecho de que llevaba meses confinado y sin vida social por culpa de una maldita pandemia, me empezó a resultar asfixiante, así que decidí hacer un parón y leer algo más alegre, algo que me liberara de esa atmósfera opresiva que no me dejaba respirar. No interrumpí por tanto la lectura de Jude el oscuro por su escaso mérito literario, sino todo lo contrario, pues el que un libro fuese capaz de provocarme un efecto semejante constituía una prueba de su valía. Simplemente necesitaba leer algo más optimista, una historia que me hiciese reír.
El libro que elegí para contrarrestar la amargura de Jude el oscuro fue una novela de la que no sabía nada y en cuya cubierta aparecía una fotografía graciosa de un niño con unos cuernos, lo que le daba al libro un aire desenfadado. La novela me la había recomendado mi hermana tiempo atrás sin darme ningún detalle sobre el argumento.
–Este libro está muy bien. Te gustará –me había dicho.
La novela anti-Jude trataba de un niño cándido de once años que vive en un hogar disfuncional y que sufre acoso escolar por ser gay y que un día, tras descubrir que su padre es un narcotraficante, mata en defensa propia a otro chaval de un navajazo y después cuenta su historia desde un reformatorio en el que lleva años sin ver a sus seres queridos.
Tras esta novela, decidí dejarme de más experimentos y acabar de una vez la lectura de Jude el oscuro.
En Jude el oscuro encontramos una crítica a la desigualdad de oportunidades y un ataque furibundo a la institución del matrimonio. Es una novela dolorosa, clarividente y subversiva, lo cual, unido al talento literario de Hardy, debería convertir a Jude el oscuro en un libro extraordinario. Y, sin embargo, acaba pinchando en hueso. O, como me dijo con menor delicadeza un miembro del tribunal de mi trabajo de fin de máster (que se presentó a mi defensa con pantalones cortos, chanclas y barba de tres días): “¡Esto es un coitus interruptus! ¡No acabas de ligar la mayonesa!”
Uno de los aspectos más irritantes de Jude el oscuro, y que se repite a lo largo de todo el libro, es que a un personaje le ocurra algo y después hable con otro personaje y le cuente con detalle lo que le ha sucedido, que es algo que el lector ya sabe. Cuando te topas con uno de estos pasajes te dan ganas de decir:
–Oiga, señor Hardy, que esto que está contando el personaje ya me lo sé, que ya lo he leído hace unas cuantas páginas. Que ya es la tercera vez que me hace la misma jugada, señor Hardy. No estará usted haciendo esto para llenar páginas, ¿eh, señor Hardy? ¿Señor Hardy? Señor Hardy, ¿está usted ahí? ¡Señor Hardyyyyyy!
Con todo, estas repeticiones son una minucia frente al elemento que provoca que todo el edificio de la novela se derrumbe. O, por usar una metáfora más acorde al miembro del tribunal de mi TFM, frente al elemento que provoca que Jude el oscuro sea un auténtico gatillazo.
Si hay algo que no faltan en Jude el oscuro son las desgracias. Tantas son que, conforme avanzamos en la lectura, acabamos por insensibilizarnos, por lo que el autor, para lograr hacernos mella, se ve obligado cada vez a subir la apuesta. Así, de desgracia en desgracia, llegamos a la traca final, a la desgracia descomunal, la desgracia supina, la desgracia definitiva de la novela. Y es aquí justamente donde la novela se viene abajo porque la reacción de los personajes ante esa desgracia resulta tan extemporánea (con una ristra de citas de autores clásicos) que el lector desconecta de inmediato de la historia que está leyendo.
Para no destripar el libro, diré que el problema de Jude el oscuro es semejante al que encontramos en La Celestina, cuando Pleberio se presenta ante su mujer con el cuerpo despedazado de su hija, que se acaba de arrojar desde una torre, y se pone a despotricar del amor diciendo:
¿Qué me dirás de aquel Macías de nuestro tiempo, cómo acabó amando, cuyo triste fin tú fuiste la causa? ¿Qué hizo por ti Paris? ¿Qué Helena? ¿Qué hizo Hipermestra? ¿Qué Egisto? Todo el mundo lo sabe. Pues a Safo, Ariadna, Leandro, ¿qué pago les diste? Hasta David y Salomón no quisiste dejar sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo que mereció, por creerse de quien tú le forzaste a darle fe. Otros muchos que callo porque […].
Y se tira así cuatro páginas.
Este discurso de Pleberio me estropeó La Celestina porque no pega nada que un padre se ponga a alardear de erudición mientras le muestra a su mujer los restos sanguinolentos de su hija. Cuando lees este discurso de Pleberio te dan ganas de decirle:
–Pero ¿qué me estás contando, Pleberio?, que tu hija la acaba de palmar de un castañazo, Pleberio, ¿qué narices haces hablando de Ariadna, de Leandro y de quien sea, Pleberio?, que aquí lo único que importa es Melibea, Pleberio, que tu única hija, Pleberio, te ha dicho que ha mancillado el lecho y después se ha suicidado, Pleberio, que eso es un doble pecado mortal y tú te has quedado como si nada, Pleberio, deja de chupar cámara, Pleberio, que la obra se llama Tragicomedia de Calisto y Melibea y no Tabarra de Pleberio, que tú aquí eres un segundón y no el protagonista, Pleberio, no te gustes tanto, Pleberio, que me acabas de cortar toda la emoción con tu discurso, Pleberio, pero vamos a ver, Pleberio, ¿qué haces ahí hablando con un brazo y una pierna de Melibea, Pleberio?, ¿no ves que las otras partes del cuerpo están desparramadas por la calle y algún perro se estará comiendo ahora los ojos de tu hija, Pleberio?, déjate de peroratas y vete con una carretilla a recuperar los restos de Melibea, Pleberio, pero a ver si te enteras, Pleberio, que vives en el siglo XV y no se han inventado los retretes, Pleberio, que en cualquier momento alguien va a asomarse a una ventana y al grito de “¡Agua va!” va a verter un orinal lleno de mierda sobre los sesos de tu hija, Pleberio, ¿pero qué cojones estás diciendo de Egisto y Salomón, Pleberio?, que la obra me estaba encantando y me acabas de joder el clímax con tu maldito discurso, Pleberio, deja de mirarme como un pasmarote y pírate de una vez, Pleberio, que me tienes contento, Pleberio, que ahora me toca leer quince notas a pie de página para saber de quién coño estás hablando, Pleberio, vete a tomar por saco y que no te vuelva a ver el pelo en otra obra, Pleberio.
Cuando te ocurre una desgracia colosal, no puedes ponerte a soltar citas clásicas para lucirte, sino que tienes que tirarte de los pelos, rasgarte las vestiduras, llorar literalmente a moco tendido. Diría incluso que, cuando te ocurre una desgracia así, tienes la obligación moral de hacer el ridículo, como hizo Jorge Berrocal en Gran Hermano 1.
Justo hoy hace 21 años de la primera edición de Gran Hermano, pero su recuerdo me acompañará para siempre (que un 23 de abril me dedique a poner a parir La Celestina y a celebrar el estreno de Gran Hermano ya os indica el nivel de este blog literario). Si hay un ejemplo perfecto de cómo reaccionar ante una desgracia para provocar la catarsis en el espectador, ese ejemplo lo encontramos en la primera expulsión de Gran Hermano, cuando Jorge, quien tras una vida de penalidades había por fin encontrado (o eso pensaba él) al amor de su vida, vio cómo su paraíso estallaba en pedazos cuando Mercedes Milá anunció el nombre de la primera expulsada del concurso: “La audiencia ha decidido que debe abandonar la casa… María José Galera.” En ese momento, Jorge, ataviado con unos vaqueros y un jersey que parecía que le habían dado en una organización benéfica, se echó las manos a la cabeza, se puso a pasear por el salón como una bestia enjaulada, bufó un par de veces, intentó proferir alguna frase pero no lo consiguió y finalmente se derrumbó en el sofá con todo el peso de su infortunio y clamó al cielo: “¿Quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza? ¿Quién?”
Y España entera contuvo el aliento.
Es imposible que no te conmueva esa escena. Que levante la mano quien no sintió cómo se le ponía la carne de gallina al escuchar esa frase, ¿eh?, que levante la mano. ¿Has levantado la mano? ¿Sí? Me da exactamente igual porque no te estoy viendo.
Este comportamiento de Jorge, con todo su patetismo, es justo lo que uno espera de un personaje a quien la suerte le acaba de propinar un guantazo, y no la forma en que se comportan Pleberio o los personajes de Jude el oscuro. ¿Se puso Jorge de Gran Hermano a rememorar los amores trágicos de Hero y Leandro o a recitar una octava real de Luis de Góngora y Argote? Por supuesto que no. Y no lo hizo por dos razones. La primera es porque Jorge no tiene ni puñetera idea de qué es una octava real ni quién es Luis de Góngora y Argote, y piensa que Hero es una marca de mermelada. Pero la segunda razón por la que no hizo nada de todo esto es simplemente porque no tocaba, y por eso todos nos conmovimos con su dolor: porque era un dolor humano, demasiado humano. Si Jorge se hubiese puesto a citar a autores clásicos en el preciso instante en que tenía que separarse de su amada, todos habríamos pensado que estaba siguiendo un guión porque ese comportamiento sería del todo inverosímil. Y eso es justamente lo que no puede permitirse la literatura realista: la falta de verosimilitud.
Decía Oscar Wilde que la vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida, hasta que Woody Allen le enmendó la plana cuando dijo que la vida no imita al arte, la vida imita a la mala televisión. De lo que se deduce que una obra realista (donde el arte busca imitar a la vida) debería imitar a la peor de las telebasuras. Así que este es mi consejo para los escritores realistas: menos Pleberio y más Gran Hermano.
A pesar de que la lectura de Jude el oscuro no ha sido del todo satisfactoria, creo que Thomas Hardy, con sus fallas, es un escritor con grandes dosis de talento, por lo que no descarto leer otras novelas suyas como Tess la de los d’Ullivil…, Tess la de los d’Urbrevil…, Tesla de Uber Vips…, Tess la… Creo que el próximo libro de Hardy que leeré será Lejos del mundanal ruido.
Canto yo y la montaña baila (Irene Solà)

Es lamentable la cantidad de padres que no se toman en serio el nombre de sus hijos. En China los padres dedican meses a la elección del nombre de sus descendientes. Analizan minuciosamente los distintos caracteres, su sonido y sus significados hasta dar con la denominación exacta, ya que piensan que el nombre imprime un temperamento a quien lo posee, tal vez incluso un destino. Pero en España los padres llaman a sus hijos con el primer nombre que se les pasa por la cabeza, un nombre que le encasquetan al recién nacido porque les gustaba de una canción o de una telenovela o, en la mayoría de los casos, simplemente porque había una abuela o un tío que se llamaba así. Son nombres que se ponen al tuntún, sin pararse a pensar en las consecuencias, y de esta forma hay padres en España que llaman a sus hijas Angustias o Dolores y después esos mismos padres les dicen a esas mismas hijas que lo más importante en la vida es ser feliz. No tiene ningún sentido.
Son contados los casos que encontramos de gente que demuestra buen juicio a la hora de poner un nombre. Un ejemplo lo encontramos en Teresa, la hija única de tres años de una de mis primas. En cierta ocasión, mi prima le preguntó:
–Teresa, si tuvieras un hermanito, ¿cómo lo tendríamos que llamar?
Y Teresa no tardó ni medio segundo en responder:
–Dos.
Eso es poner un nombre con criterio.
Otros que lo clavaron al poner un nombre fueron los padres de Narcís Garolera. Tal vez, infelices de vosotros, no sepáis quién es Narcís Garolera. Yo tampoco lo sabía hasta que me apareció un tuit suyo en catalán, que os transcribo a continuación en castellano:
Como catedrático (emérito) de filología catalana, con 40 años de docencia universitaria y un centenar de libros publicados, desaconsejo la lectura de la novela de Irene Solà. Por amor a la (buena) literatura.
Al leer este tuit, le puse a su autor un comentario que decía: “Hay gente cuyo nombre es el espejo de su alma.” Eso fue el 21 de agosto. Me sorprende que a día de hoy el catedrático (emérito) Narcís Garolera no le haya dado “Me gusta” a mi comentario. Supongo que estará muy ocupado escribiendo uno más de sus libros (tal vez el volumen que le falta para llenar un hueco de su estantería), pero estoy seguro de que, en cuanto termine ese libro, le dará su aprobación a mi comentario. La prueba de que está de acuerdo conmigo es que su foto de perfil es un narciso. Además, se trata de un narciso amarillo, lo cual es muy conveniente cuando uno trabaja en la función pública en Cataluña.
Hubo varias cosas que me llamaron la atención del tuit del catedrático (emérito) Narcís Garolera. Lo primero que pensé fue: ¿cómo es posible que alguien haya publicado un centenar de libros y jamás haya oído hablar de él hasta ahora? ¿Cómo es que nunca nadie me ha aconsejado (o desaconsejado) alguno de sus libros por amor a la buena (o a la mala) literatura? Lo primero que se me ocurrió es que si nadie me había aconsejado o desaconsejado ninguno de esos cien libros era simplemente porque nadie los había leído. Después pensé que esta idea no tenía ningún sentido y que es el tipo de cosas que se te ocurren cuando tienes el estómago vacío y tu cabeza no da para mucho. Así que fui a desayunar y volví a pensar en este enigma, pero hasta ahora no he conseguido resolverlo.
Otra de las cosas que me llamó la atención es que el tuit del catedrático (emérito) de filología catalana Narcís Garolera contenía una errata. Una de las grafías características del catalán es ŀl, dos eles con un punto que se eleva por encima del punto normal. Sin embargo, el catedrático (emérito) de filología catalana Narcís Garolera había escrito novel.la en vez de noveŀla. Esta falta de ortografía, que sería un oprobio para un estudiante de primero de filología catalana (y que debiera ser penada, a mi juicio, con la expulsión inmediata de la universidad y la condena a tres años de trabajos forzados rellenando cuadernos de caligrafía), me parece totalmente disculpable en el caso de un catedrático (emérito) de filología catalana con cuarenta años de docencia universitaria. Pensemos por un momento en la ansiedad que embargaba a Narcís Garolera a la hora de escribir ese tuit. Acababa de terminar la novela de Irene Solà y sintió la llamada de un deber ineludible: tenía que comunicar al mundo que esa novela no debía ser leída. No había tiempo que perder. ¿Pensáis que podía detenerse en ese instante a escribir correctamente noveŀla en vez de novel.la? ¿Os habéis parado a pensar en todos esos lectores que estaban en ese preciso momento haciendo cola en la Fnac con la novela de Irene Solà bajo el brazo y que consultaron su Twitter en el móvil justo antes de pagar y pudieron leer a tiempo el mensaje de Narcís Garolera alertándolos de que no debían comprarla? En serio, pensad en toda esa gente que salió de inmediato de la cola, devolvió el libro al expositor y respiró aliviada por haberse ahorrado los 16,90 euros de una novela que no debía ser leída. ¿Creéis que a toda esa gente le importa que el mensaje contuviera una falta de ortografía? No seáis ridículos, por favor.
La tercera cosa que me sorprendió del tuit de Narcís Garolera es que mencionase que tenía en su haber cuarenta años de docencia como prueba de su competencia profesional. Si uno trabaja en una empresa privada (donde te pueden echar a la calle en cualquier momento), tiene sentido que uno alardee de los años que lleva sacando adelante esa empresa. Pero si eres funcionario, no significa nada cuántos años lleves en tu puesto porque nadie puede despedirte. Así, sería perfectamente posible que un profesor universitario de filología catalana se pasase cuarenta años de su vida escribiendo en la pizarra novel.la en vez de noveŀla sin que eso le acarrease ningún problema.
Por si el abogado (en ejercicio) del catedrático (emérito) Narcís Garolera está leyendo estas líneas, quiero dejar meridianamente claro que en ningún momento estoy sugiriendo que el profesor Garolera haya cometido faltas de ortografía en sus clases. Es más, estoy seguro de que en sus cuarenta años de docencia universitaria jamás cometió una sola falta (ni siquiera en las frases precedidas de un asterisco) y de que todas sus clases fueron absolutamente excepcionales. Simplemente quería comentar, así en general, que no tiene sentido que un funcionario esgrima sus años de experiencia como prueba de su valía. Salvo que ese funcionario sea el catedrático (emérito) Narcís Garolera, en cuyo caso me parece un argumento incontestable.
La cuarta cosa que me llamó la atención del tuit del catedrático (emérito) Narcís Garolera fue el uso de los paréntesis. ¿Por qué había decidido poner dos palabras (emérito y buena) entre paréntesis? Pensé que, en mis clases de español de nivel inicial, suelo escribir en la pizarra frases como: ¿De dónde es (usted)? / (A mí) me gusta el chocolate. En esos casos siempre les digo a mis alumnos: “Lo que está entre paréntesis significa que es opcional. Lo podéis decir o no. Las dos formas son correctas.” Y entonces se me ocurrió esta idea para explicar el porqué de los misteriosos paréntesis del tuit del catedrático (emérito) Narcís Garolera. Pensé que tal vez Narcís Garolera, que había dedicado su vida a la docencia universitaria y a escribir un centenar de libros publicados, no era una persona ducha en las redes sociales. Pensé que tal vez sabía que Twitter tenía una determinada limitación de caracteres por tuit. Y se me ocurrió que, quizás por deformación profesional filológica, había pensado: “Yo pongo este tuit así y marco entre paréntesis lo que es menos relevante. Y, si me paso de caracteres, ya la propia aplicación eliminará estas partes.”
Ya sé que estaréis pensando que esta explicación no tiene ni pies ni cabeza. Me diréis: “¿Cómo va a ser esa la explicación de los paréntesis? ¡Pero si Twitter está diseñado para que lo sepa usar cualquier idiota!” Claro que sí. Y ese es precisamente el problema: que Twitter se diseñó para que lo usara cualquier idiota, no para que lo usara cualquier catedrático (emérito) de filología catalana con cuarenta años de docencia universitaria y un centenar de libros publicados. Y esa es la razón por la que Twitter está lleno de frases estúpidas de gente que te dice que se va a echar una siesta después de pegarse una paella y no de comentarios esclarecedores sobre la poesía de Ausiàs March o el Llibre d’Evast e Blanquerna de Ramon Llull.
Ahora bien, si damos por cierta esta hipótesis, se abre ante nosotros un nuevo interrogante: ¿por qué la palabra publicados no aparece entre paréntesis? ¿Significa que su uso no es opcional, que la información que aporta es relevante? ¿Significa eso entonces que Narcís Garolera, además de su centenar de libros publicados, tiene más libros (tal vez otro centenar) que no han sido publicados? Si esto es así, ¿qué demonios hacen las editoriales publicando libros como el de Irene Solà en vez de dar a la imprenta todos los manuscritos relegados al cajón del olvido de ese fénix de los ingenios llamado Narcís Garolera? ¿Nos hemos vuelto todos locos?
Pero si hubo una cosa, por encima de todas las demás, que me sorprendió del tuit del catedrático (emérito) Narcís Garolera fue el motivo aducido para desaconsejar la lectura del libro de Irene Solà. Desde su púlpito tuitero, Narcís Garolera nos exhortaba a nosotros, sus humildes feligreses, a abstenernos de leer esa novela por amor a la (buena) literatura. Como siempre que nos encontramos ante un planteamiento profundamente innovador, tardé un tiempo en percibir el verdadero alcance de esta recomendación hasta que me deslumbró el resplandor de una sorprendente revelación: la idea de que tu amor a la (buena) literatura –y por ende tu cultura literaria– viene determinada no solo por los libros que has leído, sino también por aquellos que no has leído.
Esta es una idea revolucionaria que nos permite aumentar de un plumazo la cultura literaria de toda la sociedad. Pensadlo bien: la gente, además de trabajar, dedica sus horas del día a la familia, a hacer cursos de inglés, a las redes sociales, a ver series en Netflix, a hacerse selfies… Esto hace que la gente cada vez tenga menos tiempo para leer y que su cultura literaria sea enormemente limitada. Pero a partir de ahora ya no debemos inquietarnos por este hecho. Dejémonos de tanta campaña fracasada de animación a la lectura y celebremos la nueva senda cultural que marca el tuit del catedrático (emérito) Narcís Garolera, una senda basada en una simple constatación nunca antes formulada: sí, la gente tiene cada vez menos tiempo para leer, pero todo el mundo tiene tiempo para no leer.
¿No te has leído El Quijote, La montaña mágica o Crimen y castigo y te sientes mal por ello? ¿Te avergüenza confesar que ni siquiera te has leído El principito? No te preocupes. No tienes más que entrar en un librería y buscar la novela Canto yo y la montaña baila de Irene Solà. Si, cuando la encuentres, apartas altivamente tu mirada del libro y exclamas “¡Jamás!”(y a continuación diriges tus pasos a la sección de novela rosa o simplemente abandonas la librería), ese simple hecho bastará para aumentar tu cultura literaria y tu amor a la (buena) literatura como si te acabaras de leer la Divina comedia o los siete tomos de En busca del tiempo perdido.
Por ello, ruego desde aquí al catedrático (emérito) Narcís Garolera que, en su afán por ilustrarnos con su inmensa sabiduría, no se limite a un simple tuit, sino que vaya más allá. Del mismo modo que Pierre Bayard escribió Cómo hablar de los libros que no se han leído, Narcís Garolera debería escribir, por el bien de los iletrados que pueblan esos caminos de Dios, un libro titulado Qué libros decir que no se han leído (y con un subtítulo que dijera: Por amor a la (buena) literatura). Sería únicamente un listado de quinientos libros que te hacen ser más culto por el mero hecho de no haberlos leído. Ni siquiera haría falta una sinopsis de cada uno de ellos o una justificación de por qué no hay que leerlos, pues para mí no puede haber razón de mayor peso para negarme a leer un libro que la palabra de un catedrático (emérito) de filología catalana con cuarenta años de docencia universitaria y un centenar de libros publicados.
Imaginad lo que sería presentaros en un ateneo literario o en un casino de provincias con el libro de Narcís Garolera y decirles con orgullo a las gentes allí reunidas: “¿Ven ustedes esta lista de quinientos libros? Pues no me he leído ni uno. Pero ni uno solo, ¿eh? ¡Ni uno!” Imaginad la admiración que suscitaríais entre aquellas egregias personas que juegan al cinquillo y esnifan rapé. “¡Qué cosa más extraordinaria! –dirían–. Lo nunca visto. Con la cantidad de libros que hay en esa lista y no se ha leído uno ni por asomo. ¡Cuánto amor a la (buena) literatura!” Imaginad lo que sería eso. Y ahora imaginad que en esa lista de quinientos libros estuviese el centenar de libros publicados del propio Narcís Garolera.
A pesar de la advertencia del catedrático (emérito) Narcís Garolera contra Canto yo y la montaña baila (o tal vez precisamente por ella), debo confesaros –ay, pecador de mí– que sentí una repentina curiosidad por el libro de Irene Solà y que, con un profundo sentimiento de culpa, me compré el libro de inmediato. Antes de continuar debo hacer una puntualización. Confío plenamente en el criterio del catedrático (emérito) Narcís Garolera, y por eso quiero que quede claro que, si tras ver su tuit decidí leer Canto yo y la montaña baila, no fue en ningún caso por amor a la (buena) literatura. Si lo hice fue tan solo por amor a una buena bibliocrónica.
Sin embargo, me preocupaba el daño que esta malsana curiosidad pudiese provocar en mi cultura literaria, porque lo que no puede ser es que dedique horas de mi vida a aprenderme de memoria el monólogo de Segismundo de La vida es sueño y después venga Irene Solà con su novela a hacerme perder puntos en el ránking del amor a la (buena) literatura. Por tanto, para paliar los estragos que Canto yo y la montaña baila pudiese provocar en mi cultura literaria, pensé que, antes de enfrentarme al libro de Irene Solà, sería conveniente leer una gran obra de la literatura universal. Decidí que esa obra sería la Ilíada y debo decir que me encantó.
Tras los veinticuatro cantos de la Ilíada, le llegó el turno a Canto yo y la montaña baila. Leí el primer capítulo y me gustó. Leí el segundo y tuve ganas de leer el tercero. El cuarto me hizo querer continuar con el quinto y así fui acercándome al final del libro. Sin embargo, no logré disfrutar plenamente de la novela, ya que durante toda su lectura no dejó de reconcomerme una duda: ¿cuáles eran los elementos de la novela de Irene Solà que habían desagradado al catedrático (emérito) Narcís Garolera hasta el punto de desaconsejarla de manera tan categórica?
Al recordar que el narciso de la foto del perfil de Twitter de Narcís Garolera era de color amarillo, se me ocurrió una idea completamente absurda. Pensé que la novela de Irene Solà era un libro escrito originalmente en catalán, pero que después había sido publicado en castellano en Anagrama. Anagrama tiene dos colecciones de narrativa para los libros que publica en castellano: Narrativas hispánicas (de tapa gris), para autores españoles e hispanoamericanos, y Panorama de narrativas (de tapa amarilla), para autores del resto de países. La traducción de la novela de Irene Solà había sido publicada en la colección de tapa gris de Narrativas hispánicas y no en la de tapa amarilla de Panorama de narrativas. ¿Sería este uno de los motivos que habría causado la irritación del catedrático (emérito) Narcís Garolera? Yo mismo soy consciente de lo estúpida que resulta esta teoría. De hecho, me acabo de dar cuenta de que perder mi tiempo escribiendo tonterías como esta en este triste blog es lo que me ha impedido escribir un centenar de libros publicados y ser un triunfador en la vida.
Abandoné por tanto esta idea disparatada y me acabé las pocas páginas que me quedaban del libro. Y fue entonces cuando di con algo que parecía ser la clave de este misterio. En concreto, lo encontré en la hoja de agradecimientos, que decía así:
AGRADECIMIENTOS
Gracias infinitas, Oscar, mamá y papá, Marta Garolera […]
Marta Garolera. ¡Marta! ¡Y no Narcís! ¿Cómo se atrevía una escritora como Irene Solà a agradecerle cualquier cosa a alguien que no fuese un catedrático (emérito) de filología catalana con cuarenta años de docencia universitaria y un centenar de libros publicados? ¿Qué insolencia era esa?
Resuelto el misterio, guardé Canto yo y la montaña baila en la estantería y me puse a pensar en cuál podría ser mi próxima lectura. Estaba la posibilidad de leer cualquiera de los cien libros publicados de Narcís Garolera, pero mi naturaleza pecadora se sentía atraída por una opción mucho más tentadora: reincidir en la culpa y leer un segundo libro de Irene Solà. Lo único que me impedía hacerlo era el miedo al golpe que esa nueva lectura asestaría a mi cultura literaria. Por si acaso, empecé a leerme la Odisea.
Entrevista a Tomás Mazón

Tomás Mazón (Alicante, 1975) es un ingeniero técnico de obras públicas que un día escuchó un podcast sobre la primera vuelta al mundo y tres años después es uno de los mayores especialistas sobre ese viaje. Converso con él sobre su página web (rutaelcano.com), sobre su nuevo libro (Elcano, viaje a la historia) y sobre cómo preparar unas buenas lentejas.
Aviso a navegantes: la parte de la entrevista entre líneas rojas contiene spoilers de los tres primeros volúmenes de Canción de hielo y fuego (y de las tres primeras temporadas de Juego de tronos).
Y todo esto porque una vez escuchaste un podcast.
Ahí empezó todo. Hace unos cuatro años escuché Memorias de un tambor y supe de la existencia del derrotero original que se escribió a bordo de la expedición, donde se contaba el camino que iban siguiendo. Tuve la curiosidad de buscar ese derrotero y empecé a darme cuenta de que esta gente era de un nivel muy superior al que yo tenía preconcebido sobre la gente que se embarcaba en este tipo de expediciones en el siglo XVI. Yo pensaba que eran unos buscavidas, gente que no tenía otra cosa que hacer, y todo lo contrario. Ahí me di cuenta de que eran gente muy capacitada técnicamente, eran grandes marinos, expertos en su oficio que eran seleccionados para ir en las expediciones. Todo esto empezó a hacer que me gustara mucho estudiar las fuentes históricas y ahí empecé a darme cuenta de más cosas. Al final lo que ha pasado es que ellos nunca me han defraudado. Siempre los he admirado cada vez más y más.
A partir de ese derrotero creaste un mapa del camino seguido por la expedición.
Lo primero que me enganchó fue el derrotero. La curiosidad que se despertó en mí fue la de saber cuál era la precisión que ellos conseguían obtener con la instrumentación tan básica con la que contaban. Me di cuenta de que era muy alta y eso me llamó muchísimo la atención. Desarrollar el mapa empezó siendo un entretenimiento sencillo cuando me sentaba al ordenador y al final se convirtió en una obsesión. Me di cuenta de que era posible completar el viaje de la vuelta al mundo y cada vez lo enriquecí más, añadiéndole texto. Me tiré tres meses para hacerlo trabajando en fines de semana.
En ese mapa sobrecoge ver el número de bajas que se van produciendo a lo largo del viaje.
Muchas veces se piensa que la travesía del Pacífico fue la peor, en el sentido de lo mal que lo pasaron, y en el mapa se ve que no es así. En el Pacífico murieron doce personas y luego bastantes más durante el paso de las Filipinas, gente que venía enferma y que no se consiguió recuperar. Pero hubo después travesías mucho peores, como la de Elcano desde las Molucas hasta España. Y mucho peor aún fue la de Gonzalo Gómez de Espinosa con la Trinidad al intentar volver hacia Panamá.
A partir de aquí montaste tu página web, que ha ido creciendo continuamente, y has dedicado prácticamente todo tu tiempo libre a este tema. ¿Cómo una persona que vive lejos de las comodidades del mundo académico y que llega cansada a su casa después de estar todo el día en la obra tiene tiempo para todo esto? Porque estás constantemente creando mapas y aportando nuevas investigaciones. Incluso has aprendido paleografía para leer manuscritos del siglo XVI.
Mi trabajo es muy esclavo. Es raro que termine de trabajar antes de las ocho de la tarde. Siempre trabajo fuera de casa y por lo general siempre estoy en hoteles. Entre semana, cuando llego al hotel me dedico a este tema y los fines de semana también. Ese es el tiempo que le puedo dedicar, no tengo otro. Pero como todo esto a mí me gusta y me sirve de asueto y de entretenimiento, a lo mejor mientras a otro le gusta ver la tele, yo estoy leyendo cosas de estas.
Tu fascinación por la historia de este viaje me hace pensar en esa canción de reggaetón que decía: “No es amor, lo que tú sientes se llama obsesión”. Y por eso te pregunto: ¿Qué tiene esta historia para que, a los 40 años, decidas dedicar tu vida a ella? ¿Por qué esta historia y no cualquier otra?
Son varios motivos. Un motivo es la admiración que me despierta la gente que iba allí, que es creciente cuanto más sé de ellos. Encontrar que fue en ellos en quienes se despertó la motivación para convertir el viaje de Magallanes a la Especiería en el de la primera vuelta al mundo es un matiz que enriquece la historia muchísimo. La historia por sí misma es muy rica. Hay mil y una aventuras y sucesos, todos matizables. Hay una riqueza de fuentes extraordinaria que también hace que, cuando uno busca conocer la verdad de cada episodio, las tendrás que leer y eso te ocupe mucho tiempo, pero es un tiempo disfrutado. Mientras todo esto lo hace uno, si además la gente se fija en ello, te anima y encuentras todos los días motivos por los que estar orgulloso y contento de lo que vas haciendo, pues todo se junta.
Esta es una historia de marineros y tu padre hizo el servicio militar en la Marina. ¿Crees que eso puede haber influido en tu interés por esta historia?
Probablemente sí. Siempre me ha atraído desde mi infancia ser marinero. Desde que de niño leí Un capitán de quince años, yo quería ser marinero. Luego cuando maduré no es algo que tuviera en la cabeza, pero ahora sí que me habría gustado.
Pero tú nunca has navegado, ¿no?
¡Qué va!
¿Hiciste la comunión vestido de capitán?
No, yo la hice de marinero raso.

Hablemos de Elcano, viaje a la historia. Este libro tiene una rara virtud y es que puede contentar a dos públicos muy distintos. Por un lado, es un excelente libro divulgativo, que hará disfrutar de la historia al lector común que no la conoce, pero, por otro lado, es un libro que también satisfará a los especialistas, ya que tiene un grandísimo rigor historiográfico.
He pretendido que fuera así. Al gran público desconocedor de la historia es a quien más me interesaba atrapar porque hace falta que la gente conozca la historia de la expedición. En cuanto eres consciente de lo que se hizo y de cómo se hizo, este viaje te engancha. Pero además de enganchar también he querido profundizar para que la gente que conoce la expedición encuentre detalles que puedan gustarle, porque el libro amplía la información que se cuenta en la historia común del viaje. Este viaje tiene una historia oficial entre comillas. Hay una narración estándar del viaje de la que, en cuanto te metes a profundizar, ves que te tienes que salir. A lo mejor hay veces en las que vuelves a esa rama general, pero las fuentes te tratan de sacar de ella. Y ahí es donde creo que alguien experto va a encontrar lo bonito del libro. Me ha interesado siempre el enfoque humano y que se den cuenta de la clase de gente que iba allí. Eso es lo que más me ha gustado. Darme cuenta de cómo era aquella gente es la faceta más bonita de la investigación.
Uno de los grandes atractivos de este libro es que, a través de los distintos testimonios de la época, haces hablar a los marineros de esos barcos. Es como si hicieras hablar a los personajes de una novela.
Siempre me ha gustado leer en las fuentes originales porque me aportan una gran riqueza y expresividad, con ese castellano recio de la época. Y ese gusto mío lo he trasladado al libro porque le da más veracidad. Creo que la mejor manera de contar una historia es que los propios que estuvieron allí te vayan contando lo que pasó con citas textuales. Como en esta historia tenemos tantas fuentes, qué mejor que usarlas para que sean ellos los que nos la cuenten. A mí me encanta leer propiamente a aquellos marinos.
Como he dicho antes, este libro tiene un gran rigor, pero hay muchas ocasiones en las que no puedes evitar manifestar tu admiración por esos hombres o tu tristeza por sus desgracias. Se nota que tienes una gran implicación personal con estos marineros y que hay momentos en los que no puedes contener la emoción por lo que estás contando.
Eso es un toque personal. Me alegra lo que me dices, que hayas percibido que mis emociones se traslucen en lo que estoy contando. Creo que no es lo que uno espera de un ensayo histórico riguroso, pero ocultar mi admiración por esta gente es algo a lo que renuncié hace ya tiempo.
Como dices al principio del libro: “Nadie les había pedido que dieran la vuelta al mundo.”
Ellos fueron en busca de las islas de la Especiería, que estaban al otro lado del mundo, a las que los portugueses ya estaban empezando a llegar. Uno de los que llegó era un amigo de Magallanes, que le escribió diciéndole: “Vente para acá, que aquí nos haremos ricos”. Como Magallanes discutió con su rey, pasó a Castilla y enseguida convenció al rey, el joven Carlos I, para acudir allí, pero diciéndole que lo haría a través del hemisferio occidental del mundo, a través de América, porque el mundo estaba repartido en dos mitades según el tratado de Tordesillas. Le dijo que el viaje no lo haría por la parte conocida del mundo, que era la portuguesa, sino por la parte desconocida, que era la castellana. Solo ese viaje merece colocar a Magallanes a la altura de la fama que tiene porque hay que ser muy audaz para buscar esto. Él iba a necesitar recorrer casi medio mundo de mapas en blanco, y el arrojo y la determinación que demostró fueron extraordinarios.
Magallanes le cuenta al rey el camino que va a seguir, pero se lo oculta a la tripulación, lo cual le crea bastantes problemas.
Esa visión se sale de la rama clásica de la historia del viaje, pero yo sostengo que Magallanes ocultó a los demás la intención del camino a seguir hacia la Especiería, que les dijo que irían por el cabo de Buena Esperanza, por el camino conocido. Quizá Magallanes no se fiaba de la gente que iba con él. Y ese fue en realidad el mayor error de Magallanes, pensar que él era el más audaz de todos los que había en ese grupo, cuando, después de que murió, fíjate la barbaridad que esa gente se impuso como nuevo objetivo: dar la vuelta al mundo. No se dio cuenta de que con él iba gente como él.
Solo por haber descubierto el estrecho de Magallanes, este ya sería un viaje histórico.
Solo descubrir ese paso, a la Corona española le había costado muchas expediciones. Llevaban casi veinte años tratando de conseguirlo. Las expediciones cada vez llegaban más al sur, pero aquello era difícil, y más todavía en las latitudes en las que se metió Magallanes porque el invierno era muy duro y necesitó hacer invernada en la Patagonia porque las condiciones climáticas eran ya muy fuertes. Solo por el descubrimiento del estrecho habría valido la pena la expedición. De hecho, así lo consideraron los de la nao San Antonio, que después de llegar al estrecho se volvieron a España y dijeron: “Esto ya merece que alguien lo cuente.”

Tras el paso del estrecho, se adentran en el océano Pacífico, donde pasan un hambre atroz.
Comen de todo porque la navegación dura un poco más de lo que esperaban y porque no habían podido zarpar del estrecho de Magallanes con provisiones suficientes. Se comen el serrín, las ratas, el cuero que tienen que dejar tres días remojándolo en agua de mar, un bizcocho lleno de gusanos… Lo pasaron mal. Un poco más y se comen las velas.
Aquí tenemos una de las principales aportaciones que haces a la historia de este viaje. En tu libro demuestras que la visión que tenía Magallanes del tamaño de la Tierra era mayor de la que se pensaba.
Por un texto atribuido a Magallanes antes de partir, inferimos cuál era el tamaño del mundo que él tenía preconcebido antes de hacer el viaje. Una vez hallado, nos damos cuenta de que la dimensión del océano Pacífico que él esperaba encontrar era muy grande. No tan grande como conocemos, pero al menos dos tercios de su anchura Magallanes sí sabía que se iba a encontrar. Hay otras fuentes que respaldan esto. Esteban Gómez, en el estrecho, decía que con comida solo para tres meses, si encontraran tormentas o calmas, perecerían todos en ese gran mar que se iban a encontrar. Hay que desmentir esa visión de que en aquel momento todavía prevalecía el dimensionamiento del mundo que le había valido a Colón para lanzarse al Atlántico. Colón se había lanzado al Atlántico argumentado que Asia no estaba muy lejos de Europa. Que él así lo creyera o que sus cálculos estuvieran trucados para convencer a los reyes es otra cuestión, pero ha prevalecido esa idea colombina de un mundo pequeño. Pero al examinar los documentos podemos determinar cuál era el tamaño que Magallanes daba al mundo antes de salir, que es un 13% menor del actual. Es una visión del mundo más pequeña, pero no tan pequeña como pensábamos que tenían.
Magallanes no logra llegar a la Especiería porque muere en una batalla en Mactán. Y aquí tenemos uno de los momentos álgidos de esta historia. La forma en que narras ese episodio es muy gráfica, hace que uno tenga la sensación de estar leyendo una novela de aventuras.
La parte de la muerte de Magallanes es muy rica. Tenemos muchísimas fuentes que nos hablan de ella. Esa parte de la historia siempre me ha gustado. Se la imagina uno muy bien, en esa playa con el agua por las rodillas, una multitud de gente contra ti, tú agobiado disparando tus arcabuces, que son lentos, y eso es lo único que mantiene a raya a tus enemigos, cuando baja la intensidad del disparo ellos se acercan y puedes morir… El momento de la muerte de Magallanes tuvo que ser difícil, y además con la opinión contraria de la mayoría de la gente que había allí, que pensaba que no tenían necesidad ninguna de estar haciendo eso, que ellos no habían ido allí a someter a nadie, que tenían que llegar a las islas de las especias y Magallanes se había empeñado en esa batalla que no lo llevaba a nada y en la que, como decía Ginés de Mafra, había mucho que perder y poco que ganar.
En realidad, si esto fuera una novela y uno no conociese el final de la historia, el lector se quedaría desconcertado porque de repente matan al personaje principal. Como cuando matan a Ned Stark en Juego de tronos y piensas: “Bueno, ¿y esto ahora cómo continúa?”
Es cierto, muere el protagonista porque todo pasaba por él. Ahí solo se hacía su voluntad.
Solo que después, como en Juego de tronos, va a aparecer un nuevo personaje fascinante, que en este caso es Elcano.
A la muerte de Magallanes se empiezan a erigir varios que encuentran cancha, pero incluso en ese momento aún no surge la figura de Elcano. Es un hombre discreto, que todavía no tiene ese peso entre los demás y que se va ganando su confianza poco a poco hasta que lo terminan poniendo en el puesto de capitán.
Después de la muerte de Magallanes, tenemos también un episodio que a los lectores de Juego de tronos les recordará a la Boda Roja.
Sí, ahí caen la mayoría de hombres principales. Cuando muere Magallanes, el rey de Cebú invita a una supuesta comida de desagravio a los hombres principales de la expedición. Aunque todos recelan, Duarte Barbosa, familiar de Magallanes, se empeña en que vayan y los terminan matando. Pero no solo eso, sino que la gente que está en las naos percibe el griterío, no sabe qué pasa y los indígenas traen al capitán Juan Serrano desnudo y maniatado a la orilla, pidiendo rescate por él. Juan Serrano les dice que los demás han muerto, entre ellos su propio hijo. Ahí estaba el hombre desnudo, herido, y les dan a los indígenas lo que pedían, pero no liberan a Juan Serrano. Aquel momento tuvo que ser muy amargo, el tener que marchar y dejar allí al capitán.
Aquí tenemos también un detalle muy novelesco. En Juego de tronos, cuando están en la boda, Catelyn Stark le toca el brazo a uno de los hombres y ve que lleva debajo la cota de malla, y ahí comprende lo que se avecina. Aquí también tenemos un hecho singular que le hace ver a uno de ellos la que se les viene encima.
Ahí fue muy astuto Juan Carvalho. Cuando se dirigía a ese convite, un indígena que había sufrido una enfermedad y se había curado milagrosamente, algo por lo que estaba muy agradecido a los castellanos, le pidió al sacerdote de la expedición que se metiera en su tienda. Esa es la cota de malla debajo del vestido de la que hablas. Juan Carvalho lo vio y sospechó que el indígena estaba queriendo proteger al sacerdote de algún mal que se les iba a avecinar a los demás
Ahí se dio cuenta de que los van a pasar a cuchillo.
Sí, y se volvió a la nao y acabó siendo el capitán.
Tras esto logran llegar a las islas de la Especiería y se aprovisionan de grandes cargamentos de clavo. Tengo que decirte que, después de leer tu libro, hacerme unas lentejas ya nunca ha sido lo mismo. Ahora cuando echo el clavo pienso: “Yo he comprado esto en el súper de la esquina y hubo unos tipos que se pasaron tres años en un barco, jugándose la vida cada día, para conseguir esto que a mí no me ha costado nada.”
¿Tú le echas clavo a las lentejas?
Sí, lo pincho en un trozo de cebolla y lo echo a la olla para darles sabor. Así es como las hace mi madre.
Mañana mismo tengo que tomarme unas lentejas con clavo. Yo lo que tengo es un montón de clavo en el despacho, que es como un ambientador y cuando entro parece la bodega de la nao. Es muy aromático y me sirve para evocar toda esta historia.
Tras cargar el clavo en las naos, llega el momento decisivo. La nao Trinidad tiene una vía de agua y decide volver por el Pacífico, mientras que Elcano decide volver en la nao Victoria por el Índico. Tú dices que esa decisión no tiene otra justificación que la de la gloria de ser los primeros en dar la vuelta al mundo.
Hay quien opina que el viaje de Elcano fue algo sobrevenido, que era continuar con el mismo viaje que ya traían. O que esa ruta era más corta, cómoda o segura, que era mejor viaje en definitiva que darse la vuelta por donde habían venido. También hay mucha gente que dice que Elcano volvió por la ruta conocida portuguesa. Todas esas interpretaciones restan mérito a la decisión, creo yo, verdadera de Elcano, que es optar por la ruta más arriesgada, pero que le iba a llevar al objetivo de dar la primera vuelta al mundo. Volver hacia América –no hacia el estrecho de Magallanes, sino a Panamá–, habría supuesto un atajo y tener ayuda a mitad de camino. Sin embargo, Elcano decide adentrarse en territorio rival e ir por la zona que pertenecía a Portugal según el Tratado de Tordesillas, lo que le obligaba a volver a España sin escalas. Solo este hecho de tener que atravesar medio mundo sin tocar tierra para evitar el riesgo de ser detectado y apresado por un navío portugués, le confiere un grado de épica impresionante y que en general no es comprendido.
Hacer ese viaje era una completa locura.
Es un viaje que él ya sabe que le puede llevar siete meses, y tenía una opción en la que podía esperar obtener ayuda a mitad de camino, que era la de Panamá. Hacer un viaje por un mar desconocido en la parte en la que él quiso adentrarse del océano Índico, en la que podía haberse encontrado cualquier cosa y tenía que navegar de noche pendiente de lo que tenía delante, supone que Elcano hizo todo esto con el fin de dar la vuelta al mundo. Tenía otras maneras de resolver la situación, pero que no lo hubieran llevado a este grado de épica y de entrar en la Historia. También podría haber vuelto por la India, tras esperar en las Molucas a que alternara el ciclo del monzón, a riesgo de ser apresado, sí, pero probablemente hubiera vivido pese a ello. El hecho de meterse en el Índico pretendiendo navegar hasta España en siete meses es una auténtica barbaridad. Si a día de hoy ese viaje es arriesgado para cualquier navío de vela, imagínate en aquella época con aquellos navíos tan rudimentarios. Los portugueses iban bordeando la costa africana, pero nadie se había adentrado por el Índico Sur en alta mar.

Uno de los grandes méritos de esta vuelta al mundo es que la dan por territorios desconocidos. No es lo mismo dar la vuelta al mundo sabiendo cómo es el mundo, que darla sin saber cómo es.
Más de la mitad del viaje navegan por donde nunca nadie antes se había hallado. Día a día están en la vanguardia del mundo conocido, lo están metiendo ellos en el mapa constantemente.
Cuando están remontando el Atlántico para volver a España, sucede algo que nos remite de nuevo a la literatura. Me estoy refiriendo a La vuelta al mundo en ochenta días. Phileas Fogg da la vuelta en el sentido inverso a Elcano y al final descubre que ha ganado un día. En este caso, les sucede lo contrario.
Aquí lo pierden. Pese a la intención de navegar a España, la gente se estaba muriendo de hambre y terminaron votando acudir a las islas de Cabo Verde a pedir ayuda a los portugueses que había allí. Al llegar descubren que los portugueses van un día adelantados. Al principio no lo entienden y creen que se han equivocado, pero al final comprenden que le han ido ganando terreno al sol todos los días.
Hay un detalle sorprendente, que se ve muy bien en la ruta que plasmas en el mapa, y es que cuando van a llegar a España, y están a punto de morirse de hambre, se desvían hacia el norte, a la altura de Galicia, pero no hacen escala allí, sino que ponen rumbo a Sanlúcar. Podrían haber hecho escala en el norte antes de llegar a Sanlúcar y eso no habría sido ningún desdoro a su gesta. Pero no lo hicieron.
El objetivo no era llegar a España como fuera, querían volver al punto de partida del viaje para que nadie dudara de que se había completado la primera vuelta al mundo. Estaban determinados desde hacía mucho tiempo a ese objetivo por honor.
Al llegar a España, Elcano le escribe una carta al rey, y en esa carta hay una frase que para ti es la clave de todo: Saberá tu Alta Magestad lo que en más avemos de estimar y tener es que hemos descubierto e redondeado toda la redondeza del mundo.
Es la clave porque en esa carta Elcano le cuenta al rey que han cumplido el objetivo de la expedición, pero después le dice que eso no es lo importante que ellos han hecho, sino que lo que más deben estimar es que han dado la vuelta al mundo. Esta es la gran frase de esta historia porque pone de relieve de manera evidente y rotunda cuál era el deseo de esos marinos cuando estaban tratando de conseguir volver y que cuantos esfuerzos hicieron para dar la vuelta al mundo merecían la pena para ellos.
A mí lo que me gusta de esa frase es precisamente lo mal escrita que está porque hay una repetición que es cacofónica (redondeado / redondeza), pero ahí está su encanto porque se ve que Elcano es un hombre de acción, que acaba de hacer un viaje de tres años jugándose la vida cada día y no está para florituras verbales.
Fíjate que cuando llegaron a Sanlúcar, que es donde escribió la carta, ni siquiera quiso detenerse allí. Todavía quiso continuar sin parar hasta Sevilla. Elcano era tremendo. Y esta forma tan ruda que tiene de escribir aquí es porque él en el fondo era un marino, con un dominio absoluto de su oficio, pero no del arte de las letras.
Porque si uno piensa en Neil Armstrong pronunciando su famosa frase al llegar a la luna, nos imaginamos que la llevaba ya preparada por un equipo de publicistas. Suena tan bien esa frase que le resta autenticidad. Pero la frase de Elcano es más auténtica. Suena mejor porque suena peor.
Es auténtica, esa es la palabra. Elcano era alguien auténtico. Tuvo que ser una persona muy especial. Además, esa carta al rey es muy descarada. Nadie escribía al rey directamente. El hecho de escribir la carta demuestra que Elcano estaba muy seguro de sí mismo y de que lo que le iba a contar al rey lo iba a recibir bien. Además trata de tú al rey, lo cual es muy sorprendente.
Esto me recuerda una anécdota que le escuché a Fernando Savater, que dijo que de joven conoció en México a Octavio Paz, que era alguien al que todos reverenciaban. Y él estaba tan tranquilo hablando con él y todos lo miraban sorprendidos, y cuando acabó le preguntaron: “¿Has tratado de tú a Octavio Paz?”. Y él dijo: “Ah, no sé, los vascos tratamos de tú a todo el mundo.”
Algo de eso puede haber porque Elcano era guipuzcoano, de Guetaria.
Antes he mencionado a Neil Armstrong. ¿Crees que el viaje a la luna y el viaje de Elcano son comparables?
Para mí el de la luna no se le acerca a este porque los riesgos no son comparables. Era fácil que un astronauta muriera porque cualquier cosa podía fallar, pero eso mismo pasaba todos los días a bordo de las naos. En el viaje a la luna, el problema estaba en salirse un milímetro de lo planificado, mientras que en este eras tú quien tenías que construir la historia porque te encontrabas un mapa nuevo delante de ti constantemente. Ambos son hitos de la historia de la humanidad. En eso sí son comparables, pero la audacia y la valentía necesarias para este viaje, buscando siempre el “y ahora más”, y llegar a ese punto extremo de decidir dar la vuelta al mundo y conseguirlo, aporta una riqueza a esta historia que la del viaje a la luna nunca podrá tener.
En ambos casos tenemos a dos potencias rivales enfrentadas.
En eso se parecen mucho, una rivalidad entre las dos principales potencias del momento que hace que haya una carrera por conseguir un objetivo. Entonces los reinos de España y Portugal eran los principales sin discusión en cuanto a capacidad marinera y de exploración. Llevaban ya lanzados desde años atrás en una carrera por ganar cada vez nuevos territorios y este viaje es la punta de lanza de toda aquella época.
Un día te llamaron desde Lisboa y era el Jefe del Estado Mayor de la Armada portuguesa que te invitaba a que fueras a comer con él.
Ese hombre tuvo la grandísima amabilidad de invitarme a comer al cuartel general de la Armada portuguesa para interesarse por mi trabajo de investigación y difusión de la primera vuelta al mundo. No hablamos de la polémica surgida aquí en España por la implicación de Portugal en la conmemoración. Él hablaba de las cosas que se consiguieron juntos en aquella época. Estaba orgulloso evidentemente de la Marina portuguesa, pero trataba esto en el sentido de lo que se consiguió hacer entre unos y otros, que es una historia común que nos une, y no bajo la visión de aquella rivalidad que entonces imperaba. Fue una persona amabilísima y fue un honor estar allí con él.
Es un gesto de nobleza por parte de ese hombre porque él es el sucesor de aquella Armada portuguesa que intentó impedir la primera vuelta al mundo. Es como si el jefe de la agencia espacial rusa invitara a comer a alguien que tiene una web sobre Neil Armstrong.
Así lo veo yo exactamente. ¿No crees que sería muy bonito y todo el mundo entendería que, dentro de quinientos años, a las conmemoraciones por la llegada a la luna se uniera Rusia? Yo creo que sería lo que todo el mundo esperaría. España y Portugal tenemos una relación de hermandad. ¿Por qué no podemos conmemorar esto juntos y poner en valor, ya no solo el viaje de la primera vuelta al mundo, sino toda aquella época en la que ambos reinos dieron todo de sí para la humanidad? Porque al final de todo esto se ha beneficiado la humanidad entera.
En ambos casos fue la rivalidad de uno con el otro lo que hacía que cada uno tuviera que superarse.
Y aprovecharse de las ventajas que cada cual iba ganando. Cosa que en este viaje ocurre en especial con la presencia de Magallanes, persona que ya había estado en Asia en su juventud, que conocía todo lo que había que conocer sobre los descubrimientos portugueses, y que en un momento dado decide venir a España y el rey aprovecha todo ese bagaje de conocimientos para ponerlo a su servicio. Y como él hubo muchos portugueses que terminaron viniendo aquí y se incorporaron como vasallos del rey de España con toda naturalidad.

Tu vida ha dado un vuelco desde que creaste aquel primer mapa de la expedición. Ahora te llaman de todas partes para dar conferencias, has aparecido en numerosos medios de comunicación, tienes miles de seguidores en Twitter. ¿Elcano te ha cambiado la vida?
Sí, mucho. Lo que más valoro es las personas que ahora conozco y antes no. A mí me ha enriquecido todo esto con muchas y grandes amistades, y con la percepción del cariño de mucha gente. Uno de los momentos más especiales fue cuando di una conferencia en el Archivo General de Indias y estuve luego con los asistentes recorriendo la exposición de “El viaje más largo”. Ahí sentí que después de ese día podía apagar todo esto, que yo había cumplido, que no podía aspirar a nada mejor. La sensación de culminación fue enorme.
¿Cuáles son tus próximos proyectos?
No hay nada en firme, pero esto me ha gustado de un modo en el que creo que no tengo vuelta atrás. Continuar con ello implica seguir investigando, no ya este viaje, sino los posteriores, en especial los de la exploración del Pacífico, que son de una riqueza inabarcable. Como ves no me aparto del camino que he tomado, sino que trato de continuarlo hasta que no sabe uno dónde acaba.
Que los vientos te sean propicios.
Esperemos que no tenga ni encalmadas ni grandes tormentas, que sea una navegación más o menos tranquila y controlada. Que navegar sea disfrutar.
Canadiana (Juan Claudio de Ramón)

Durante mucho tiempo pensé que Juan Claudio de Ramón se llamaba Juan Cla. Me aparecían comentarios suyos en Twitter y me hacía gracia ese nombre: Juan Cla (no Juancla, sino Juan – espacio – Cla, como si Cla fuese el apellido). Luego descubrí su verdadero nombre y me llevé una decepción porque Juan Cla tiene mucha más pegada que Juan Claudio de Ramón.
Juan Cla suena a alma de la fiesta, a ese amigo que aparece en mitad de una celebración, con un par de erasmus y una caja de cervezas en cada mano, y le levanta los ánimos a todo el mundo con sus brindis, sus chascarrillos y sus bailes a voz en grito:
–¡Que el ritmo no pare, no pare, no! ¡Que el ritmo no pareee!
Juan Claudio de Ramón, en cambio, suena a hombre adusto, a ese vecino de abajo, de cuya puerta suele emanar un desagradable olor a coliflor hervida, que toca al timbre (ataviado con pijama, pantuflas y batín de cuadros) para ponerle punto final a esa fiesta, diciendo que ya está bien, que la gente decente como él tiene que madrugar para levantar este país y que como no dejemos de hacer ruido va a llamar a la policía. Juan Claudio de Ramón es ese señor mayor que usa expresiones como “sanseacabó” o “aquí paz y después gloria”, y que acaba sus peroratas sobre la pérdida de valores de la juventud con una frase del tipo:
–Yo no sé de qué os sirve ir a la universidad si no os enseñan un mínimo de educación.
Todo esto es para decir que, a lo largo de esta bibliocrónica, me referiré a Juan Claudio de Ramón como Juan Cla, que es como debería haber firmado sus libros.
Cuando ves la foto de Juan Cla en su perfil de Twitter (o en la solapa de Canadiana), lo primero que piensas es: “Este hombre de joven fue delegado de clase en el instituto.” Todos los elementos de su fisonomía y su vestimenta –hasta su forma de mirar a la cámara– componen la imagen inconfundible del antiguo delegado de clase. Tal vez incluso Juan Cla fue delegado sin desearlo, como me sucedió a mí al llegar al instituto cuando, en los primeros días de curso, la profesora de Ética lanzó esta pregunta a la clase:
–¿Qué escribió Sócrates?
Se produjo un silencio sepulcral hasta que yo alcé la voz para contestar:
–Nada.
–Muy bien –dijo la profesora–. ¿Cómo te llamas?
Ese “nada”, pronunciado con confianza, sirvió para dos cosas: para que todo el mundo supiera cómo se llamaba ese chico con gafas que se sentaba en la primera fila y para que todos decidieran en ese instante que yo iba a ser el delegado de la clase.
Así, unos días después, cuando hubo que celebrar las elecciones a delegado, la profesora preguntó quién quería presentarse. No se alzó ninguna mano, pero todas las miradas se dirigieron a mí. Me miraba la profesora, esperando que yo diera el paso, me miraban todos los alumnos, pero yo no quería ser delegado. De pronto, uno de los bandarras de la clase me señaló con su índice acusador y profirió una única palabra:
–Tú.
Acto seguido, y sin que yo diera mi consentimiento, la profesora escribió mi nombre en la pizarra y se celebraron unas elecciones que, obviamente, gané. Y de ese modo acabé convertido en delegado de unos tipos a los que no tenía el menor interés en representar.
Cuando pienso en aquel episodio, veo que hay una lección que podemos extraer, y es que ese bandarra, que me despreciaba y alguna vez me esperaría a la puerta del instituto para darme una hostia, sabía algo que después olvidaría cuando alcanzase la mayoría de edad y se convirtiese en ciudadano con derecho a voto: que al elegir a tus representantes políticos no debes escoger a aquel candidato, como dicen los estadounidenses, con el que te tomarías una cerveza (yo ni siquiera bebía cerveza), sino que debes elegir a alguien que tenga más conocimientos que tú, alguien que como mínimo sepa que Sócrates no escribió nada. Solo por saber eso, aquel bandarra se merecería haber sacado una matrícula de honor en la asignatura de Ética.
Juan Cla no solo sabe que Sócrates no escribió nada, sino que sabe una infinidad de cosas más, pues es un ilustrado, un hombre que viene a remendar aquel siglo XVIII que, como dijo Ortega y Gasset, España se saltó. A esta profunda sabiduría se une una riqueza de vocabulario que resulta casi intimidatoria para el lector. Yo en un solo artículo suyo aprendí cuatro palabras: vexilología, bochinche, chafarrinón, lábaro. Juan Cla debe de ser de los pocos que pueden leer a Gabriel Miró sin tener que usar el diccionario.
Habrá quien piense que es normal que Juan Cla tenga tanta cultura, ya que es diplomático. A mí me sucede lo contrario: me sorprende que Juan Cla tenga tanta cultura precisamente porque es diplomático. He vivido en varios países y he coincidido en muchos actos con los embajadores españoles de turno, y nunca me pareció que ninguno de ellos (fieles a ese desprecio secular que suelen sentir las élites españolas por la cultura) tuviera las menores dotes para la oratoria. No me imagino a un embajador español diciendo Tres tristes tigres tragaban trigo en un trigal sin que se le trabe la lengua.
–Hombre, ahí estás exagerando. Una vez conocí a un embajador español y dijo esa frase de principio a fin sin pestañear.
–¿Ah, sí? ¿Y Pablito clavó un clavito. ¿Qué clavito clavó Pablito? también lo dijo sin pestañear?
–Pues no, ahí tienes razón. Al llegar al final se trabó y dijo clavito en lugar de Pablito.
Además de ser un ilustrado, o precisamente porque lo es, Juan Cla es un hombre alejado de todo sectarismo, incapaz de suscribir ningún discurso en el que no le sea dado introducir siquiera un matiz. Juan Cla pertenece a la tercera España, aquella a la que, como dijo Chaves Nogales, cualquiera de los dos bandos habría fusilado en la Guerra Civil, aquella que sabe que en España no hay nada más revolucionario que la concordia. Juan Cla es ese hombre que ve cómo empiezan a cavarse las trincheras y trata, con modales corteses, de hacer entrar en razón a quien ya no atiende a razones. “¡Rojo!”, le gritan unos. “¡Fascista!”, le escupen los otros. Cuando empiezan a silbar las balas, Juan Cla se ve indefenso en tierra de nadie, denunciando el sinsentido de todo aquello, pero el problema es que usa palabras que nadie entiende (como vexilología), lo cual los irrita aún más, y unos y otros apuntan y disparan hasta acabar con él. Los de un lado le disparan a la cabeza, mientras que los del otro lado (¡ay, los del otro lado!) le disparan directamente al corazón.
Tras leer varios artículos de Juan Cla, me apeteció leer una obra suya de mayor enjundia y fue entonces cuando descubrí Canadiana, un libro sobre un país del que yo no sabía nada o, más bien, del que sabía únicamente dos cosas.
Lo primero que yo sabía de Canadá es que forma parte de un grupo de países (junto con Marruecos, Suiza, Brasil o Australia) con cuyas capitales debes tener cuidado si no quieres perder el quesito azul en la pregunta de geografía del Trivial.
–Atención, pregunta: ¿cuál es la capital de Canadá?
–Montreal [o Toronto] –respondes tú muy ufano, acercando ya tu mano al ansiado quesito.
–Pues no, te la acabas de comer. La respuesta era Ottawa. Siguiente.
Lo segundo que yo sabía de Canadá es que forma parte de un segundo grupo de países, entre los cuales se encuentran Islandia, Dinamarca, Nueva Zelanda o –de nuevo– Suiza. En este caso, todos ellos son países en los que no ocurren estas cosas. “Estas cosas” son todo lo malo que puedas imaginar: el paro, la corrupción, el enchufismo laboral, las listas de espera en sanidad, la gente que tira las colillas al suelo o los autobuses que llegan tarde y sin aire acondicionado. Estos países, como todo el mundo sabe, han sido marcados por la divinidad como un espacio libre de todas “estas cosas”.
Curiosamente, otro de los lugares en los que no ocurren estas cosas es Europa. “En Europa no pasan estas cosas”, oímos decir a menudo a muchos españoles. Nótese que a los españoles que dicen esta frase hay tres elementos que los caracterizan:
–que, por algún extraño motivo, no consideran que España forma parte de Europa.
–que tampoco consideran Europa a países como Italia, Portugal, Bulgaria o la propia Grecia (que fue quien inventó la palabra Europa), sino que su visión de Europa se restringe a países donde la gente es mayormente rubia y de piel muy blanquita. Una Europa aria, para entendernos.
–que ninguno de ellos, que tanto parecen conocer Europa, sería capaz de nombrar a siete jefes de gobierno de la Unión Europea.
En todo caso, sean cuales sean las fronteras reales o imaginarias de Europa, todo el mundo tiene claro que Canadá forma parte del grupo de países en los que no ocurren estas cosas. Ahí sí que no hay debate posible. Si habéis visto el documental Bowling for Columbine, de Michael Moore, ya sabréis que Estados Unidos es un país de descerebrados dispuestos a pegarte un tiro a la menor ocasión, mientras que, si cruzas la frontera norte, los canadienses no solo no tienen armas, sino que ni tan siquiera se molestan en cerrar la puerta de casa. De hecho, si abres esa puerta, no sienten el menor desasosiego por el hecho de que un desconocido penetre en su hogar, sino que lo invitan a pasar alegremente y le sirven un té con pastas. ¿Y todo esto por qué? Simplemente porque Canadá es un país en el que no ocurren estas cosas. Canadá es diferente, amigos. Un embajador canadiense nunca diría clavito en lugar de Pablito.
Con estos dos únicos conocimientos sobre Canadá, me dispuse a leer Canadiana, un paseo, de la mano de Juan Cla, por la geografía y por la historia (“discreta y memorable”) de un país tan vasto como ignorado. Su lectura me ha valido para aprender unas cuantas palabras nuevas (feraz, morrena, estocástica, impetrar, espiráculo, refitolera) y para disfrutar con la prosa de un escritor que, como dijo Alfonso Reyes, es, “para de una vez decir palabras fatales, clásico en suma”. Sirva como muestra de ello este párrafo, que bien podría constituir el inicio de una novela del siglo XIX:
A la provincia de Saskatchewan convendría llegar en tren muy despacio, permitiendo que la vasta pradera –sus trechos verdes, amarillos, rojizos o pardos– pueble la mirada del viajero hasta el hastío. Una entrada así, majestuosa y flemática, es el privilegio del turista ocioso.
Si hay algo que te queda claro al leer Canadiana, por si no se te había ocurrido, es que en Canadá hace un frío que pela. El lema de Canadá, como he aprendido al leer este libro, es A mari usque ad mare, pero bien podría ser sustituido por el lema de la casa Stark de Invernalia: Se acerca el invierno.
–Se acerca el invierno y no estáis preparados –les dicen a Juan Cla y a su mujer todos sus vecinos, pues una de las aficiones de los canadienses es meter miedo en el cuerpo a los recién llegados sobre lo que les espera.
Lo que les espera a Juan Cla y a su mujer en Canadá son “cuatro años y cinco inviernos (el último nos pareció tan atroz que lo contamos dos veces)”, y uno se los imagina tratando de sobrevivir en aquel rincón helado del mundo poniéndose una capa de ropa tras otra hasta alcanzar el volumen de dos muñecos de nieve. Así que, si viajas a Canadá en invierno, ya sabes que no puedes ir allí a lo Antonio Machado (“ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”), sino que no vas a tener maletas suficientes para meter todo lo que necesitas.
El equipamiento que se precisa es más variado de lo que uno puede imaginar: guantes y mitones, gorros y orejeras, abultados abrigos y gruesos calcetines de lana merina, botas, cubresuelas y bandejas para botas, calzones largos, mallas y calentadores, termos, braseros, estufas, palas, rasquetas, sopladoras de nieve, lonas para cubrir plantas y muebles de jardín, caucho para sellar puertas y ventanas, pesados sacos de sal para derretir el hielo, bidones de líquido anticongelante, y, en general, cualquier artefacto de uso ordinario diseñado para funcionar a bajas temperaturas. Súmense a eso artículos deportivos, como esquís, patines, sticks, trineos, raquetas y su respectiva impedimenta.
La lectura de Canadiana me ha servido, entre otras cosas, para confirmar mi propósito de no viajar nunca a Canadá. Me ocurre con este país lo mismo que con los países nórdicos: admiro el grado de civilización que han alcanzado, pero me ahuyenta de ellos el tedio que esa civilización conlleva. Esos transportes públicos que llegan a su hora, esos vecinos que te saludan con educación, esas elevadísimas cotas de bienestar…, ¿dónde está la diversión? Leo Canadiana y me maravillan los logros sociales de ese país, pero al mismo tiempo hay algo que echo de menos y que no sé muy bien qué es: alguien que escupa o tire un chicle al suelo, un coche que aparque en doble fila, algún atraco a mano armada en un callejón solitario. Tal vez lo más apasionante que puedas hacer en Canadá sea escribir un libro sobre Canadá. Y si ese libro ya está escrito, no tiene ningún sentido que yo vaya allí a hacer lo mismo.
A fin de cuentas, como dice Juan Cla, Canadá es “el país más civilizado del mundo, y donde a menudo felicidad y aburrimiento se emparejaban como cerezas.”
El trigo tierno (Colette)

Yo tenía dieciocho años y un día fui al teatro.
Yo tenía dieciocho años, me había mudado a Madrid para estudiar Ingeniería de Caminos y me sentía como mi maestro, Gabriel García Márquez (según nos cuenta Plinio Apuleyo Mendoza en Aquellos tiempos con Gabo), cuando se mudó a la capital de su país para estudiar una carrera que, al igual que yo, ya se adivinaba que jamás había de terminar. Como él, yo había empezado a ser para muchos un caso perdido.
Mientras el tranvía aquel avanzaba lento en la soleada tarde de domingo, por calles que las multitudes aglomeradas en el estadio de fútbol o en la plaza de toros habían dejado vacías, el caso perdido (me lo contaría muchas veces), con sus dieciocho años maltratados por ansiedades y frustraciones ardientes, tenía la impresión de ser el único en aquella ciudad sin mujer con quien acostarse, el único que no podía beberse una cerveza, el único sin amigos ni familia. […] Sin embargo, en el fondo era un tímido; un solitario, que prefería Kafka a los tratados de Derecho y que escribía cuentos sigilosos en su cuarto de pensión, cuentos que hablaban de su pueblo bananero, de alcaravanes de madrugada y de trenes amarillos.
Y un día fui al teatro.
Se trataba de una obra realizada por estudiantes aficionados y que se representaba en un colegio mayor vecino al mío. Estaban programadas tres sesiones en días consecutivos y asistí a la primera de ellas. Era una comedia sin importancia pero con algún gag ocurrente. Trataba de un barco que naufragaba y cuyos viajeros debían sobrevivir en una isla poblada por caníbales. La obra transcurría a buen ritmo y contaba con la complicidad del público, pues casi todos conocían a alguno de los actores. Hubo risas y aplausos compartidos, pero de pronto sucedió algo que me hizo sentirme único en medio de toda esa gente. Empezó a sonar una melodía, en un francés entreverado de italiano, y tuve la impresión de que la voz de aquella mujer, entre aquella multitud, se dirigía exclusivamente a mí. Sentí que solo yo era el destinatario de aquella canción.
Con la mirada abatida, la cara triste y las mejillas pálidas, no duermes nada, no eres más que la sombra de ti mismo. Vagas solo por la calle como un alma en pena, y todas las noches se te puede ver bajo su ventana. Ya sé que la adoras y que tiene ojos bonitos, pero aún eres demasiado joven para jugar al amor. […] Puedes cantar todo lo que quieras. Ella no te toma en serio.
Hoy me habría resultado sencillísimo identificar una canción desconocida, pero en aquella época no tenía fácil acceso a internet, por lo que me dediqué a tararear la canción a mis compañeros de colegio mayor (con el problema añadido de que mis pésimas dotes para la música hacían que cada nueva versión difiriera aún más de la original) para ver si alguno de ellos la conocía. Mis esfuerzos fueron en vano: nadie tenía la menor idea de qué canción era esa.
Ante la imposibilidad de descubrir su autoría, tan solo me quedaba una opción. Me sentía tan fascinado por aquella canción y era tanto mi deseo de volver a escucharla que decidí asistir de nuevo al teatro los dos días siguientes.
Al tercer día, ya me sabía la obra de memoria, pero toda ella me daba igual. Desde que ocupaba mi asiento, me quedaba a la espera de un único instante, aquel que justificaba mi asistencia reiterada a aquella representación. Aguardaba con ansia el momento en que sonaría la música y aquella voz de mujer volvería a cantar para mí las verdades últimas de mi vida, pero cuando se empezaban a sentir los primeros compases, mi ansiedad se redoblaba porque entonces sabía que, con cada nueva frase, la canción estaba más cerca de terminarse. Al finalizar aquel fragmento musical, veía el resto de la obra sin el menor interés, intentando retener en mi memoria aquella melodía y el tono cautivador de aquella voz. Mientras el público seguía con atención el desenlace de la obra, yo seguía escuchando aquella canción mucho después de que hubiese acabado.
La noche del tercer día, para celebrar su pequeño éxito, los actores y el director salieron al jardín a fumar y a beber unos tragos. Decidí unirme a ellos con el único objetivo de despejar la duda que me corroía desde hacía tres días. Tras unos instantes de vacilación, le pregunté al director cuál era la canción que sonaba en el segundo acto de la obra.
–Bambino –me respondió–. Es de una cantante que se llama Dalida.
Desde aquella noche, el nombre de Dalida está grabado en una estrella en mi particular paseo de la fama, aquel que recorre mi biografía sentimental. Esa canción, Bambino, es tan solo la primera de tantas otras suyas que, desde entonces, escucho con asiduidad. Ahí está, por ejemplo, Parole, parole, en un dueto memorable con Alain Delon (cuya versión en francés siempre he preferido a la versión italiana con Mina y Alberto Lupo). También está Gigi l’amoroso, una maravillosa oda a la derrota de quien se atreve a volar más alto y que soy incapaz de escuchar sin que se me salten las lágrimas, al igual que me siguen emocionando las dos sencillas frases que Dalida escribió en un papel cuando decidió despedirse de este mundo con una sobredosis de somníferos en su casa de Montmartre: La vida me resulta insoportable. Perdonadme.
Me siento vinculado de por vida, por distintas razones, a todas estas canciones de Dalida, pero, si hay una que logra imponerse a las demás, esa es, sin ninguna duda, Il venait d’avoir dix-huit ans [Acababa de cumplir los dieciocho] porque el motivo que me une a ella es el más potente de todos.
La canción narra un encuentro fugaz entre un joven que se estrena en la vida adulta y una mujer que le dobla la edad.
Acababa de cumplir los dieciocho. Era hermoso como un niño, fuerte como un hombre.
En aquella época, yo tenía el proyecto de escribir una novela que trataba de la relación entre un hombre joven y una mujer con esa misma diferencia de edad y, desde que la escuché por primera vez, aquella melodía pasó a formar parte de la banda sonora de la novela que tardaría tanto tiempo en escribir. Una y otra vez, a lo largo de los años, escuchaba esa canción e imaginaba a mi personaje –y me imaginaba a mí mismo– en los brazos de aquella mujer.
Hace unos meses tomé un avión desde Lisboa para pasar un fin de semana en Madrid. El motivo de mi viaje era asistir a la boda de mi amigo Chema, un compañero de la facultad al que conocí cuando cambié los estudios de Ingeniería de Caminos por los de Filología Hispánica. Unos meses antes de tomar el avión, mientras tomaba café en una terraza del centro de Lisboa, había recibido una llamada suya y de inmediato supe de qué se trataba.
–¡Hey, Chema! –le dije nada más descolgar–. Te vas a casar, ¿no?
–¿Cómo lo sabes?
–Llevo años sin recibir una llamada tuya. Solo podía ser eso.
–Pues sí, me voy a casar. Es en septiembre. ¿Podrás venir?
–Por supuesto que sí.
Así que un viernes de septiembre, después de las clases, aterricé en mi querido Madrid para asistir a la boda de mi amigo. Me fui directo al hotel para pasar la noche. A la mañana siguiente, me dirigí a la Plaza de Castilla, donde nos esperaba el autobús para los invitados a la ceremonia. Allí me encontré con David, mi otro amigo de la carrera, recién llegado de Bélgica, acompañado de su mujer italiana, Mara, y de su bebé de tres meses. Hubo besos, abrazos, carantoñas a la pequeña Giulia, y solo cuando el autobús hubo arrancado y el paisaje urbano empezó a transformarse en rural, David se aventuró a preguntarme por algo cuya respuesta ya imaginaba.
–¿Alguna novedad?
–No, nada.
No le hizo falta ser más específico en su pregunta, pues se estaba refiriendo naturalmente a mi novela, aquella que había empezado a imaginar a los dieciocho años.
Decía Borges, cuando le preguntaban en qué momento decidió que sería escritor, que desde siempre era algo que todo el mundo en su familia había dado por hecho. En mi caso sucedía algo parecido. Todo el mundo pensaba –o quería pensar– que algún día escribiría una novela. Pero los años pasaban y yo no producía nada. Durante muchos años fui un escritor que no escribía. La novela, no obstante, seguía ocupando cada día de mi vida y asaltaba mi pensamiento a cualquier hora y en cualquier lugar: al hacer la compra en el supermercado, al beber una copa en la barra de un bar, al caminar por la calle de la mano de una mujer.
Todos sabían que algún día escribiría una novela, pero nadie tenía la menor idea de sobre qué la iba a escribir. Solo hubo tres personas en toda mi vida (ni mi familia, ni mis amigos de infancia) a las que me atreví a revelarles el tema del que trataba. Una de esas tres personas fue David.
Meses antes de volver a vernos en la boda de Chema, le había pedido a David su dirección para poder enviarle (sin que él lo supiera) el manuscrito. Mi intención inicial había sido enviarle la novela ya publicada para darle la sorpresa, pero la cruda realidad me había hecho torcer los planes.
En mi ingenuidad, yo había pensado que la única dificultad en la escritura de una novela consistía en ponerle el punto final a la obra, que después bastaba con enviarla a las editoriales y que estas reconocerían, en cuanto leyeran el primer párrafo, la gran obra maestra que era y descolgarían de inmediato el teléfono para llamarme y adelantarse a los sellos de la competencia.
Solo después de acabar mi novela descubrí que lo difícil no era escribirla, sino tan solo conseguir que un editor se tomase la molestia de abrir el email en el que se la habías enviado. Llegaron entonces los meses de silencio, de ansiedad, de abrir el correo electrónico más de cien veces al día para enfrentarme a la misma evidencia: a nadie le importaba un carajo mi novela.
En aquellos meses de agonía empecé a hacer lo que había decidido que no haría: dar a leer mi novela a la gente antes de ser publicada. Lo hice no tanto por saber sus opiniones, sino porque ser leído, aunque fuera por tres, cuatro o diez personas, era la única forma de sentir que mi novela estaba viva y de que yo, a pesar de todo, era un escritor.
Cuando tenía nueve años, recuerdo que mi padre, después de cenar, me dibujó en un papel una boca y una oreja, y me dijo:
–Si esta boca está en el desierto y dice una frase, pero no hay ningún oído que la reciba, es como si esa boca estuviera muda. El sonido solo existe cuando alguien lo escucha.
Dar a leer mi novela a la gente era una forma de que la novela no estuviera muda, de que, en aquellos meses de silencio por parte de las editoriales, alguien escuchara mi voz.
¿Por qué tardé entonces tanto tiempo en enviársela a David? Tal vez porque en su caso era diferente. Tal vez porque su opinión era la única que realmente me importaba.
A menudo se pregunta a los escritores quién es el lector ideal en el que pensaban cuando estaban escribiendo un libro. Yo siempre quise creer que ese lector ideal era yo mismo, que había escrito aquella novela para impresionar a alguien que se pareciese a mí. Pero en el fondo, sabía que eso no era totalmente cierto. Yo sabía que esa novela había tenido siempre dos lectores ideales: uno era yo mismo; el otro era David. Con cada nueva frase que escribía, con cada diálogo, con cada cierre de capítulo, me preguntaba: ¿qué diría David al leer esto?
De ahí mi profundo desasosiego cuando, desesperado por tantos meses sin respuesta de las editoriales, y ante la imposibilidad de mandarle la novela publicada, me armé de valor y metí el manuscrito de mi novela en un sobre con dirección a Bruselas. El “testigo” de mi vida iba finalmente a leerla. ¿Que qué es el “testigo”? Sándor Márai nos lo explica en su novela La mujer justa:
Mucho tiempo después mi marido me dijo que aquel hombre era el “testigo” de su vida. Trató de explicarme lo que quería decir con eso. Dijo que en la vida de todos los seres humanos hay un testigo al que conocemos desde jóvenes y que es más fuerte. Hacemos todo lo posible para esconder de la mirada de ese juez impasible lo deshonroso que albergamos en nuestro seno. Pero el testigo no se fía, sabe algo que nadie más sabe. Pueden nombrarnos ministros o concedernos el premio Nobel, pero el testigo tan solo nos mira y sonríe. […] También me dijo que todo lo que hacía una persona en la vida acababa haciéndolo para el testigo, para convencerlo, para demostrarle algo. La carrera y los grandes esfuerzos de la vida personal se hacen ante todo para el testigo.
A los pocos días de enviarle la novela, recibí un whatsapp de David.
–¡Qué sorpresa al abrir el sobre! Cuando me pediste la dirección pensé que era para enviarnos un regalo para Giulia.
–Ese regalo está pendiente. Os lo envío cuando nazca.
–Estos días estoy muy liado, pero el fin de semana la leeré con tiempo y después hablamos.
–Perfecto.
En uno de aquellos días que precedieron al fin de semana, fui a Mister Man, una de las mejores sastrerías de Lisboa, para que me arreglasen un traje que me había comprado en la época en que estudiaba con David y que hacía años que no me ponía. Le mostré el traje al dependiente, Carlos (el hombre más elegante de toda Lisboa y mi principal asesor en materia de dandismo), y él se quedó admirado con la calidad de la tela:
–Es un tejido muy bueno –me dijo–. Pruébatelo para ver cómo te queda.
Mientras me lo probaba, Carlos aprovechó para darme una de sus lecciones sobre el arte de vestir:
–El mayor pecado que puedes cometer es llevar una ropa que no se ajuste a tu cuerpo. Si tienes una tela carísima, pero el traje te viene grande, la gente ve a un hombre mal vestido. Pero si tienes una tela barata y el traje se ajusta perfectamente a tu cuerpo, la gente ve a un hombre elegante.
Estuve a punto de decirle:
–Lo mismo sucede con la literatura: lo importante no es el qué; es el cómo.
Tras ponerme el traje, me calcé los zapatos y me situé enfrente del gran espejo de roble de la sastrería.
Carlos me tiraba de un lado y de otro del traje y me decía:
–Te sobra tela por todas partes. Vamos a ver qué podemos hacer.
Fue tomando un alfiler tras otro y se puso manos a la obra: subió la manga, estrechó la cintura, me metió los bajos del pantalón (¿Así te parece bien? Más largos que esto no deben ser porque hacen arruga. / No, súbelos un poco más, vamos a hacerlo a la portuguesa: que se vea el calcetín y que luzca el zapato. / Muy bien: estás aprendiendo.) y me redujo todo el ancho de la pernera para que quedase más estilizada.
Me volví a mirar en el espejo. A la izquierda era donde Carlos había tomado las medidas. Se veía un traje que se ajustaba a la perfección a mi cuerpo. Un traje elegante, impecable. A la derecha se veía el traje tal como lo había llevado en varias ocasiones en mi época de estudiante en Madrid. Me miraba una y otra vez y no lograba explicármelo: ¿cómo había podido pensar alguna vez que ese traje me quedaba bien cuando ahora me resultaba tan evidente lo contrario? Pensé en las veces en que David me había visto en Madrid con ese traje. Él había sido testigo de aquel traje informe con el que yo me creía tan elegante.
Del mismo modo, David había sido testigo de mis primeros cuentos, aquellos que escribí antes de dominar las técnicas de confección de la prosa. Eran cuentos a los que les sobraba tela por todas partes. Y ahora, muchos años después, le enviaba una novela con la que esperaba demostrarle mi valía, porque es precisamente al testigo de nuestros errores a quien uno quiere demostrarle que ha sido capaz de aprender. El tejido de mi novela era el mismo que le había enseñado en nuestra época universitaria, pero habían tenido que pasar largos años para que yo aprendiera el arte de la sastrería literaria, para saber subirles las mangas a las frases, para cortar los párrafos antes de que se formase en ellos una arruga, para eliminar todo el material sobrante y ajustar las hechuras de la novela hasta dejarla en su medida exacta. ¿Qué diría David de esta novela? ¿Aprobaría mi creación?
La respuesta me llegó en un whatsapp aquel fin de semana:
–Me acabo de terminar la novela. Estoy a punto de llorar porque eres un grandísimo escritor y estoy orgulloso de ti.
En la vida he tenido la suerte de que me dijeran cosas muy bonitas: mi familia, mis amigos, mis profesores, mis alumnos, mis amores. De todas ellas, esta es uno de mis mayores tesoros.
Por eso, cuando meses después íbamos en aquel autobús rumbo a la boda de Chema y David me preguntó “¿Alguna novedad?” y yo le respondí “No, nada”, me sentí más avergonzado que nunca de mi derrota. Escribir y publicar aquella novela había sido el mayor sueño –tal vez el único sueño– de toda mi vida. Había conseguido lo primero pero había fallado en lo segundo. Y David volvía a ser el testigo de mi fracaso.
Llegamos a Cantoblanco, a la finca donde iba a celebrarse la boda. Sin apenas tiempo para nada, ocupamos nuestros asientos y empezó la ceremonia. Al acabar empezaron a pasar camareros con bandejas y yo me di cuenta de todo lo que no podía comer: prácticamente nada. Todo el estrés emocional acumulado por los largos meses de espera de una respuesta por parte de las editoriales se había somatizado en una dolencia estomacal que me impedía beber alcohol, comer fritos, salsas, picante… Así que ahí estaba yo, en mitad de toda esa gente, viendo pasar un plato tras otro y bebiendo vasos de agua. Al menos, pensaba intentando animarme, era agua del grifo de Madrid. Podría haber sido peor.
Al rato vino Chema, ya convertido en un señor marido, y empezó a presentarnos a toda la gente que nos rodeaba. “Este es Celso –decía de mí–, un amigo de la carrera.” Ese simple gesto de cortesía por parte de Chema hizo que se agudizara mi sentimiento de fracaso. “Yo sentiré que he triunfado en la vida –le había dicho un día a David en nuestra época universitaria– el día en que alguien me reconozca en Madrid.” No podía ser Londres, ni París ni Nueva York. Esa persona que debía reconocerme como escritor por la calle tenía que hacerlo en Madrid, en la ciudad que me había visto llegar como un chico asustado de provincias y a la que yo había soñado con conquistar. Por eso, el mero hecho de que Chema tuviera que presentarme al resto de invitados no hacía más que certificar una y otra vez mi derrota literaria: era imposible que nadie me reconociera porque nadie había publicado mi novela. Yo no era Celso, el conocido novelista. Yo no era más que Celso, un amigo de la carrera. “Perdona, ¿me puedes repetir tu nombre? ¿Celso? Nunca lo había escuchado.”
Una de las personas a las que Chema nos presentó fue precisamente a su mujer, a la cual ni yo ni David conocíamos. Recordé entonces que la última vez en que habíamos coincidido los tres amigos en Madrid había sido tres años atrás precisamente en otra boda: la de David y Mara. Al día siguiente de aquella boda, me tocó pasar el día solo en la ciudad porque Chema había quedado con una chica a la que había conocido por internet. Esa chica era la que ahora se acababa de convertir en su mujer. Así pues, de los tres amigos, yo era el único que permanecía sin pareja. Y no solo eso: un vistazo a los invitados me hizo darme cuenta de que yo era el único que había asistido sin acompañante a esa boda (ella, quienquiera que fuese, seguía sin tomarme en serio). Todos ellos parecían felices (aunque tal vez no lo fueran, pero todo el mundo suele aparentar felicidad en las bodas). Y fue en ese preciso instante, en medio de toda aquella gente, cuando tuve la impresión de ser el único en aquel lugar sin mujer con quien acostarse, el único que no podía beberse una copa, el único que nunca formaría una familia, el único que había fracasado en la vida.
Al día siguiente de la boda de Chema, David y Mara habían quedado con unos amigos, así que, como tres años atrás, me tocó pasar la tarde solo en Madrid. Paseé por las calles (donde nadie me reconoció), fui a varias librerías (donde no estaba expuesta mi novela) y después tomé el metro para ir al aeropuerto. Mientras el vagón aquel avanzaba en aquella tarde de domingo, yo, un caso perdido de la literatura, empecé a recordar mis años de juventud en aquel Madrid que no había logrado conquistar. Me vino entonces a la memoria la canción de Dalida (Il venait d’avoir 18 ans), que había sido la melodía de fondo de mi sueño literario, solo que esta vez la visualicé de otra manera. Ya no me identificaba con aquel joven de 18 años, impetuoso y lleno de vida, consciente de todo su poder. Ahora yo era ella, la mujer a quien los sueños se le han ido convirtiendo en cicatrices y que acepta con resignación los amores de una noche. Con mis 36 años a cuestas, me reconocí con fatalidad en los versos finales de la canción:
Me arreglé el cabello, me puse un poco de rímel en los ojos por costumbre. Había simplemente olvidado que yo tenía dos veces 18 años.
Volví entonces a repasar de principio a fin toda la letra de la canción y me quedé pensando en estos versos:
No me habló de amor. Pensaba que las palabras de amor son irrisorias. Me dijo: “Tengo ganas de ti”. Había visto en el cine El trigo tierno.
Me sorprendió comprobar que una canción que me gustaba tanto, que tan importante había sido en mi vida, no me hubiese conducido nunca a ver la película que se menciona en ella, así que decidí que le pondría remedio cuando llegara a Lisboa. Pero también decidí que, antes de ver la película, me gustaría leer el libro de Colette en el que estaba basada. Y fue así como acabé leyendo El trigo tierno.
Los amigos españoles de Oscar Wilde (José Esteban)

En un final de capítulo de El amor en los tiempos del cólera, asistimos a un encuentro frustrado entre Fermina Daza, que está de luna de miel en París con el doctor Juvenal Urbino, y el insigne escritor irlandés Oscar Wilde:
Como consuelo, Juvenal y Fermina llevaban el recuerdo compartido de una tarde de nieves en que los intrigó un grupo que desafiaba la tormenta frente a una pequeña librería del bulevar de los Capuchinos, y era que Oscar Wilde estaba dentro. Cuando por fin salió, elegante de veras, pero tal vez demasiado consciente de serlo, el grupo lo rodeó para pedirle firmas en sus libros. El doctor Urbino se había detenido sólo para verlo, pero su impulsiva esposa quiso atravesar el bulevar para que le firmara lo único que le pareció apropiado a falta de un libro: su hermoso guante de gacela, largo, liso y suave, y del mismo color de su piel de recién casada. Estaba segura de que un hombre tan refinado iba a apreciar aquel gesto.
Cuando leí este párrafo, hace ya más de quince años, contuve por un momento la respiración. Oscar Wilde y Gabriel García Márquez eran mis dos dioses literarios, y ahora uno de ellos aparecía en la novela del otro. ¿Qué diría Wilde al recibir ese guante? O, mejor dicho, ¿qué le haría Gabo decir a Oscar? Desgraciadamente, el doctor Juvenal Urbino se niega rotundamente a que su esposa atraviese el bulevar para reunirse con el escritor, por lo que nos quedamos sin saber la réplica ingeniosa que Wilde habría pronunciado.
Los amigos españoles de Oscar Wilde, de José Esteban, trata precisamente de lo contrario, es decir, de encuentros con Oscar Wilde que sí tuvieron lugar en París. La obra es una recopilación de escritos de varios autores que conocieron a Wilde en sus postreros años de miseria, como Pío Baroja, Manuel Machado, Ramón Gómez de la Serna o Rubén Darío.
Al examinar la solapa de este libro, hay dos cosas que nos llaman la atención. La primera es que su autor, José Esteban, aparece en la foto fumándose un puro. Y menudo puro. No es uno de esos puritos discretos de la marca Café Crème, sino un purazo con vitola como aquellos con los que siempre aparecía Rajoy en las viñetas de Peridis. Es un puro tan enorme que ocupa toda la fotografía. Me imagino la conversación entre José Esteban y el fotógrafo:
–El puro es demasiado grande, don José. No cabe en la foto.
–¿No? Pues me lo voy a ir fumando hasta que quepa, que quiero que me vean con el puro en la foto mis amigos del Café Gijón.
…
–¿Cabe ya en la foto?
–No, sigue siendo demasiado grande.
–Pues yo sigo fumando hasta que tú me digas.
…
–¿Cabe ya?
–No, todavía sobresale un poco.
–Pues aquí sigo yo dándole a mi habano. ¡Guantanamera, guajira guantanamera, guantanameeeeraaaa….!
…
–¿Cabe ya? ¿Cabe o no cabe? ¿Qué pasa, que no dices nada?
–Disculpe, don José, es que me estoy mareando con el humo.
A mí no me parece mal que José Esteban salga fumando en la foto, aunque no estoy seguro de que esté permitido (¿Se considera la solapa de un libro un lugar cerrado? He aquí un vacío legal.). Y a Oscar Wilde tampoco le parecería mal que José Esteban fume. La prueba de ello la encontramos en La importancia de llamarse Ernesto:
LADY BRACKNELL: ¿Usted fuma?
JACK: Sí, debo admitirlo.
LADY BRACKNELL: Me alegro. Todo hombre debería tener una ocupación.
Pero lo que Oscar Wilde no aprobaría bajo ningún concepto es que José Esteban fume puros. La prueba de ello la encontramos en El retrato de Dorian Gray:
Basil, no te permito que fumes puros. Enciende un cigarrillo. Un cigarrillo es el ejemplo perfecto de un placer perfecto. Es exquisito y te deja insatisfecho.
Lo segundo que nos llama la atención al leer la solapa de Los amigos españoles de Oscar Wilde es que José Esteban es autor de un ensayo titulado Breviario del cocido. Me sorprende que en una misma persona puedan aunarse dos devociones tan diversas como son Oscar Wilde y el cocido. Pero, tras el estupor inicial, esta sorpresa se transforma en duda, la duda se transforma en curiosidad y la curiosidad se convierte en un enorme interrogante que ocupa todo mi pensamiento. Ese interrogante es: con tantos amigos españoles que tuvo Oscar Wilde, ¿se comió alguna vez un cocido? ¿Alguno de estos amigos que conoció en París lo llevó a algún local del Barrio Latino donde un madrileño –quizás un liberal en el exilio– hubiese montado un restaurante de cocidos?
En un primer momento, esta conjetura puede parecer descabellada, pues nuestra mente se resiste a asociar a un dandy refinado como Wilde con un plato, no por delicioso menos plebeyo, como el cocido. Y no digamos ya si al cliente le ponen un babero como en la taberna Malacatín de Madrid.
Este rechazo inicial a la idea de Wilde como consumidor de cocidos se ve avalada por La Regenta, una novela contemporánea de Wilde, donde Visitación Olías dice de Olvido Páez: “La de Páez no come garbanzos porque eso no es romántico.”
La cuestión, por tanto, parece quedar zanjada, pero es en este punto cuando surge un nuevo dato que reaviva la hipótesis del cocido wildeano, pues John Rutherford, traductor al inglés de la novela de Clarín, comenta en “La Regenta” y el lector cómplice varios de los problemas que le surgieron a la hora de traducir esta obra. Uno de esos problemas era el de la transferencia cultural, pues un mismo elemento puede interpretarse de forma distinta en la cultura española y en la inglesa. El ejemplo que cita Rutherford es precisamente la frase de Visitación Olías sobre los garbanzos:
En la sociedad española de la Restauración, cuando el garbanzo era aún más que ahora un alimento básico, consumido por la mayoría de los ciudadanos casi a diario, esta humilde legumbre se había convertido en todo un símbolo de lo vulgar, pedestre y prosaico. Era corriente en círculos liberales y progresistas emplear, refiriéndose a España, la frase despectiva: “Esta tierra de garbanzos”. […] Pero en Inglaterra el garbanzo no se cultiva y casi no se conoce, y sólo lo han comido algunos ingleses en restaurantes españoles o griegos. Por consiguiente, su valor simbólico cultural es muy diferente en mi país: representa lo extranjero, lo exótico, lo romántico.
Esto cambia por completo la situación. Con esta nueva aura esplendorosa de los garbanzos, queda despejado el camino de Wilde hacia el cocido. Como veis, tan solo hace falta un cambio de perspectiva para convertir un plato ordinario en un manjar exquisito. Es como si os ofrecen un pisto o una crema de verduras. Tal vez no os seduzca la idea. Pero, ¿y si os ofrecen una ratatouille o un velouté de légumes, que son exactamente lo mismo? Ah, amigos, ahí la cosa cambia. ¿Quién podría resistirse a unos platos con esos nombres, cuyo sonido encierra en sí mismo todo el refinamiento de la dulce Francia?
Del mismo modo, me imagino a Wilde intentando pronunciar la palabra garbanzos («gar-ban-souus«) y hallando en ella todo el romanticismo español de la Carmen de Mérimée. Me lo imagino también poniéndose un babero, con el ademán ceremonioso de quien se encasqueta un gorro de terciopelo con plumas de pavo real, y declarando ante su corte de decadentistas: “Un cocido es el ejemplo perfecto de un placer perfecto. Es exquisito y te deja listo para un siestón de tres horas.”
La hipótesis del cocido wildeano volvía por tanto a plantearse con más fuerza y me adentré en las páginas del libro de José Esteban con el objetivo de validarla de una vez por todas. Comencé a leer un texto tras otro sin seguir el orden del índice, sino más bien el que me dictaba el instinto, y con la esperanza de encontrar la prueba definitiva que confirmara mi hipótesis. Sin embargo, conforme avanzaba en la lectura, esta esperanza iba quedando cada vez más difuminada. Encontré numerosas alusiones al sobrepeso de Wilde (Baroja lo define como “un señor alto y grueso de aire un tanto monacal”, mientras que para Darío es un “hombre de aspecto abacial, un poco obeso”) pero en ningún caso se especificaba si esos kilos de más se debían al consumo inmoderado de cierta legumbre de forma redondeada. Ya estaba a punto de tirar la toalla cuando llegué a un texto de Enrique Gómez Carrillo en el que relata un encuentro literario en el célebre café Calisaya:
Al propio tiempo, Wilde, que había oído el nombre de Galdós, aproximose a nuestra mesa y me dijo quitándose el sombrero e inclinándose con su exquisita distinción de gran señor de Londres:
–¿Me hace usted el favor de presentarme al ilustre autor de Marianela?
Galdós se puso de pie y estrechó en silencio la mano enorme y roja de su admirador británico.
¡Oscar Wilde leyendo Marianela! ¿Quién lo habría imaginado del hombre que dijo que “solo los superficiales no juzgan por las apariencias”? Al leer estas líneas sentí que se me aceleraba el corazón, un acelerón que no estaba motivado por el hecho de que Wilde hubiese leído Marianela, sino por el propio autor de esa novela, Benito Pérez Galdós, a quien Valle-Inclán, por reflejar el habla popular en sus novelas, llamaba nada más y nada menos que… (redoble de timbales)… ¡don Benito el garbancero!
Ya hemos encontrado la pista del cocido, está a punto de desvelarse la verdad, ya la estamos tocando con los dedos. ¿Quién mejor que don Benito, el gran retratista de Madrid, para introducir a Wilde en el noble arte del cocido? Garbancero a tus garbanzos.
Desgraciadamente, el encuentro entre Benito Pérez Galdós y Oscar Wilde concluye sin la posibilidad de que se produzca una nueva cita en torno a la mesa de un restaurante.
–¿Se creía usted tan popular en París, en Europa, mejor digo? –interrogué al maestro cuando nos marchamos del café.
–Son muy amables esos amigos –contestome.
Y un cuarto de hora más tarde, después de un silencio pensativo y suave:
–Muy amables… Wilde y La Jeunesse me interesan, sobre todo… Si no les hubiera dicho usted mi nombre, habríamos vuelto a verlos… A mí me gusta mirar sin que me miren… Pero son amables, eso sí.
De modo que la prueba definitiva que confirmara nuestra hipótesis se nos escapa de las manos en el momento en que estábamos a punto de atraparla y acabamos el libro de José Esteban sin saber si Wilde se tomó o no un cocido alguna vez en su vida. Como se suele decir en los congresos académicos en las ponencias que no concluyen nada, ahí queda abierta una línea de investigación.
Mi maravillosa librería (Petra Hartlieb)

Mi maravillosa librería, que narra las vicisitudes de la propietaria de una librería vienesa, tiene un comienzo trepidante. Tal vez pueda sorprender este adjetivo –trepidante– para calificar las memorias de una librera, cuya vida imaginamos que transcurre de forma apacible tras el mostrador de su negocio, pero no se me ocurre otro mejor para calificar el inicio de este libro. Y es que en menos de una página Petra Hartlieb y su marido Oliver deciden de la noche a la mañana hacerse libreros, pujan por internet por una librería ofreciendo un dinero que no tienen, la consiguen, renuncian a sus empleos y emprenden el traslado de Alemania a Austria. Este cambio repentino no solo les afecta a ellos, sino que también repercute en la vida de otras personas, y así se ven obligados a explicarle “a nuestro hijo de dieciséis años, que es totalmente alemán del norte, y que se acaba de enamorar por primera vez, que nos mudamos a Viena.”
No se me ocurre una estrategia de animación a la lectura más desastrosa por parte de unos futuros libreros. A mí me dicen mis padres a los dieciséis años que me voy a quedar sin novia porque nos tenemos que mudar de país para que se hagan cargo de una librería y no me vuelvo a leer un libro en mi vida.
Lo de que el hijo es “totalmente alemán del norte” no queda claro qué significa hasta 75 páginas más adelante, cuando el chaval, con sus rastas y su crisis existencial a cuestas, hasta las narices de vivir en Viena, le pide a Petra Hartlieb que le permita volver a Hamburgo. Para reforzar sus argumentos, le presenta un documento donde se tratan todos los asuntos relacionados con el proyecto de mudanza: el visto bueno de los padres de un amigo para alojarlo y de la directora del instituto para readmitirlo, así como la confirmación de que seguirá cobrando la beca de estudios y podrá mantener su seguro médico. A este documento le adjunta una tabla de Excel donde se desgranan todos los cálculos del dinero necesario para cubrir los distintos gastos.
Mi hijo, que es incapaz de animarse a cruzar la calle para comprar algo en la panadería, que nunca ha logrado hacerse con un trabajo para el verano, que tiene unos apuntes que parecen sacados de un container para papel, mi hijo, nos entrega un documento con el nivel expositivo y argumentativo del powerpoint que un consultor de McKinsey presentaría como propuesta de reorganización de una empresa. Evidentemente, le respondemos que sí.
Yo también habría aceptado. A ver con qué cara dices que no a una propuesta así.
Pero volvamos al principio de todo, a cuando Petra Hartlieb y su marido deciden comprarse una librería y mudarse a Viena, porque a partir de la segunda página del libro, este deja de ser un thriller trepidante para acercarse al género de esos libros de autoayuda que contienen frases como: “Cuando deseas algo con mucha fuerza, el universo conspira para que lo consigas”. Porque efectivamente aquí todo el mundo se alía para que Petra y Oliver puedan llevar a buen puerto su librería: unos amigos radiólogos los alojan durante meses sin cobrarles un euro; cuando el marido presenta su dimisión, el presidente de su empresa tan solo le hace una pregunta: “Dígame, ¿cómo puedo ayudarlos?”; aparecen amigos para ayudarlos a montar estanterías, pintar las paredes, poner la moqueta y colocar todos los libros en las baldas; un consejero de distrito de Los Verdes, que es aparejador, les presta una escalera para colgar el cartel y después se ofrece para hacerles la reforma del local; el hijo de una vecina va dos veces por semana en tranvía para traer libros de un distribuidor minorista; hay clientes que les traen galletas y chocolate; un neurólogo les trae bocadillos; otra clienta los invita a cenar en su casa para prepararles las recetas que ha aprendido en un libro de cocina que les compró una semana antes; una pareja de clientes –farmacéutica ella y médico él– se encuentran un domingo a Petra en una heladería y deciden cancelar su plan de piscina e irse con ella a la librería a ordenar libros; un vecino trajeado se apea del coche en mitad de la noche y la ayuda a quitar la nieve que se ha acumulado en el toldo; un actor famoso al que han contratado para una lectura de textos de Jonathan Franzen decide renunciar a sus honorarios.
Esta solidaridad se dispara en los días de mayor estrés de la campaña de Navidad: una clienta abogada se ofrece a ir al banco a cambiar dinero y después se mete en la trastienda a envolver libros, el neurólogo de los bocadillos los lleva en taxi a cenar a un restaurante italiano porque los ve muy cansados a la hora de cerrar, aparecen los padres de una empleada con dos bandejas de lasaña (una con carne y otra vegetariana) y, por si fuera poco, los vecinos dan de comer a su hija pequeña y sacan a pasear a su perro. Con tanta buena gente, a uno le entran ganas de irse a vivir a Viena y montar un negocio de lo que sea.
Ahora bien, si hay alguien en este libro que se lleva el premio a la solidaridad, ese es sin duda uno de los ex de Petra Hartlieb, que, justo cuando ella decide comprar la librería, acaba de heredar y le hace un préstamo de 40.000 euros sin intereses. Esta es una de las ventajas de un libro de memorias frente a uno de ficción. En una novela sería inadmisible que la autora se sacase de la manga a un ex que acaba de recibir una herencia y que te soluciona la vida, porque esto sería un deus ex machina en toda regla. Un lector actual no aceptaría a ese personaje salvador que aparece de la nada, pero la no ficción te permite escribir cosas de este tipo, que son reales aunque no sean verosímiles.
Lo peor de todo es que de este ex que suelta la pasta no sabemos nada. Únicamente aparece para prestarle a Petra los 40.000 eurazos y ahí acaba su función. No sabemos ni cómo es él, ni en qué lugar se enamoró de Petra, ni de dónde es, ni a qué dedica el tiempo libre. De hecho, no sabemos ni su nombre.
Del aparejador que le presta a Petra una escalera y después le hace una reforma sí sabemos el nombre: se llama Robert. Sabemos también los nombres de los operarios que se encargan de dicha reforma: se llaman Yusuf, Dragan, Fasgavic y Alí. Sabemos incluso el nombre de un amigo cuya única intervención se reduce a esta frase: “Caminamos hasta el restaurante de nuestro amigo Georg, dos calles más allá.” De las empleadas de la librería también sabemos sus nombres o, en su defecto, sus apodos. A una la llaman The Brain porque es la que tiene una mayor visión de conjunto del negocio. A otra, especialista en encontrar los libros que están fuera de sitio, la llaman “cariñosa y jocosamente cerda trufera”. Ignoro si en alemán cerda trufera puede sonar más cariñoso que en español. A mí me llaman cerdo trufero y se ha acabado el encontrar libros perdidos.
Sabemos pues los nombres y apodos de todo el mundo. Pero, ¿y el ex? ¿Cómo demonios se llama el maldito ex? Nos quedamos sin saberlo. Tan solo pone los 40.000 euros y desaparece. No tiene ni una sola réplica en el guión. No aparece ni como extra ojeando los estantes de la librería. Yo espero que, si algún día le presto 40.000 euros sin intereses a mi ex para que cumpla con su marido el sueño de su vida y ella escribe después un libro de memorias, al menos diga algo de mí que me haga quedar bien ante los lectores en vez de parecer un pardillo. Me gustaría que dijera algo como: “Muchas mujeres dicen que tiene las pestañas muy bonitas”, o “Cuando iba a séptimo de EGB ganó un concurso de matemáticas”, o “Tiene una web llamada Bibliocrónicas que recomiendo visitar”.
En cualquier caso, los lectores de Petra Hartlieb debemos mostrarnos agradecidos a ese ex de nombre desconocido, pues gracias a él, entre otra mucha gente, Petra logró montar su negocio. Y gracias a que lo logró, podemos hoy disfrutar de este libro tan entretenido y repleto de anécdotas divertidas, la mayor parte de las cuales las protagonizan los clientes de la librería.
Como esa mujer joven que pidió, con voz alta y clara, y en medio de la librería llena a reventar, El orgasmo perfecto. Cuando una de mis compañeras le preguntó: “¿Lo necesita usted ya mismo o puede esperar unos días?”, ni siquiera se puso roja. Lo quería ya mismo.
Pero no todo son alegrías en este libro. También se dan cita en estas páginas las pequeñas miserias cotidianas de Petra Hartlieb, sus miedos e incertidumbres, sus dificultades para conjugar la vida familiar y laboral, sus extenuantes jornadas de trabajo, especialmente durante las campañas de Navidad, su lucha por sobrevivir frente a Amazon, sus problemas con el programa informático, que provocan una crisis que casi acaba con su negocio y con su matrimonio. Frente a todo esto, tan solo hay una cosa –su amor incondicional por los libros– que le da la fuerza necesaria para seguir hacia delante.
A seguir hacia delante en unos tiempos en que tiendas tan “anacrónicas” como las nuestras son sentenciadas a muerte una vez por semana. A seguir porque no nos queda más remedio. Porque no hay nada que sepamos hacer mejor. Porque no hay nada que nos guste hacer más.
Aquí y ahora (Miguel Ángel Hernández)

Aquí y ahora, del murciano Miguel Ángel Hernández, es un libro que nunca me habría comprado si lo hubiera visto en la mesa de novedades. Y no me lo habría comprado precisamente por la faja con la que pretendían vendérmelo, ya que las frases que aparecían en ella, firmadas por autoridades del mundo literario, no invitaban en absoluto a la lectura del libro, sino más bien a todo lo contrario.
Estas frases de faja, estas fajafrases, yo sé gracias a Alberto Olmos que se llaman blurbs. En este caso, el primer blurb venía firmado por un escritor de prestigio y decía: “Uno de los escritores europeos más destacados de su generación.” Esto de decir que un escritor es uno de los más destacados de su generación es una de las frases más recurrentes en estos casos y, de hecho, si a mí me pidieran un blurb para la faja del libro de un escritor desconocido, es exactamente la frase que diría. No dedicaría ni medio minuto a hojear el libro. No me leería ni la contraportada. Diría: “Fulano X es uno de los escritores más destacados de su generación”. Y seguiría con lo que estuviese haciendo en ese momento.
–Fulano X es uno de los escritores más destacados de su generación.
– ¿Ah, sí? ¿Y quiénes son los otros escritores de su generación?
–Ahí me has pillado.
El problema de este tipo de frases es que introducen un grado de incertidumbre nada deseable porque no es lo mismo el superlativo absoluto que el superlativo relativo. Así, que Juan sea el más alto de la clase, o uno de los más altos de la clase, no significa necesariamente que Juan sea alto. Y a este problema se añade la inclusión del adjetivo europeos. ¿Qué significa que Miguel Ángel Hernández es uno de los escritores europeos más destacados de su generación? ¿Que es tan bueno que su literatura desborda el ámbito puramente español? ¿O que, si incluyéramos en la lista a los escritores asiáticos o latinoamericanos de su generación, entonces ya no sería uno de los más destacados? Ahí queda la duda.
El segundo blurb era de un crítico de La Vanguardia y decía así: “Un escritor culto con un enorme talento narrativo.” ¿Os imagináis a un escritor inculto sin ningún tipo de talento narrativo? El tercer blurb era de un crítico del ABC y decía: “Un escritor seguro, maduro, cuya literatura tiene mucho que decir.” ¿Os imagináis a un escritor inseguro e inmaduro, cuya literatura no tiene nada que decir? Bueno, a decir verdad, en estos dos últimos casos yo me imagino a bastantes escritores.
Como ya no quedaba espacio en la faja, el cuarto blurb venía en la parte trasera. Yo nunca había visto una faja con texto en la parte de atrás, pero, ya que se ha pagado, me parece bien que se aproveche (que hasta el rabo todo es toro y hasta la trasera todo es faja). Este último blurb lo firmaba Dominik Bloeder, del Badische Zeitung. Como no conocía de nada a este crítico, introduje su nombre en Google y vi que la búsqueda no daba ningún resultado. Durante unos segundos me quedé helado, recordando el caso de una escritora que se inventó una cita elogiosa sobre ella del New York Times. Pero en este caso, afortunadamente, se trataba tan solo de una errata. Se habían olvidado de poner una letra en el apellido, que era Bloedner y no Bloeder. Así que Dominik Bloedner, del Badische Zeitung, sí que existe.
El Badische Zeitung no es el Frankfurter Allgemeine Zeitung, pero tiene de igual modo un nombre que la mayoría de españoles tendrán problemas para pronunciar (y para escribir, y si no que se lo digan a Bloeder o Bloedner), y este hecho por sí solo ya te otorga prestigio. Dominik Bloedner tampoco es Bernard Pivot, pero es un extranjero de la zona euro, que es lo que importa. Para ser considerado un escritor europeo, necesitas como mínimo que un crítico de la eurozona hable de ti. Sin ese crítico de la eurozona no eres más que un señor de Murcia.
La fajafrase de Bloedner decía: “Un pensador inteligente y un escritor estimulante con el que uno quisiera embarcarse en un viaje literario”. Es alentador saber que el autor del libro que tienes en tus manos no es en ningún caso un escritor nada estimulante con el que jamás te embarcarías en un viaje literario.
Es un género complicado esto de los blurbs. Supongo que entre hacer un spoiler del final y escribir una frase que haga pensar que no te has leído el libro tiene que haber un término medio.
A estas alturas os estaréis haciendo todos la misma pregunta: si dices que nunca te habrías comprado este libro por la faja, ¿cómo demonios llegó a tus manos? Y la respuesta es que este libro me llegó por prescripción facultativa.
Sucedió que, tras varios meses de espera, un agente literario (aduciendo una serie de razones que darían para una bibliocrónica) había rechazado el manuscrito de mi novela. Al hablar por videowhatsapp con mi familia, me vieron tan hundido que intentaron levantarme el ánimo por todos los medios. Mi madre y mi hermana me decían frases de consuelo, pero mi padre se mostró más expeditivo y se limitó a decir: “Te voy a mandar un libro.” Me lo dijo con el tono con el que tu médico de cabecera te diría: “Le voy a mandar vitaminas.” O con el que tu psiquiatra te diría: “Le voy a mandar Prozac.” Y entonces me mandó por correo urgente Aquí y ahora, de Miguel Ángel Hernández. La consigna en este caso, en vez de “Tómese esto cada ocho horas”, era: “Léete esto durante ocho horas.”
Como no tenía ni idea de quién era el autor, lo primero que hice al sacar el libro del sobre fue mirar la solapa. En ella aparecía una foto de Miguel Ángel Hernández sentado en una cafetería. En la mesa había una taza de café y un folio. Miguel Ángel Hernández llevaba un bolígrafo en la mano, como si un reportero indiscreto hubiese entrado en la cafetería y lo hubiese sorprendido en el momento justo en que se disponía a escribir (¿tal vez el blurb para una faja?).
Bajo la fotografía del autor, la solapa estaba a rebosar de texto. Como me dio pereza leerlo entero, decidí leer únicamente la primera frase, que decía así: “Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) es escritor y crítico de arte.” Siempre es importante que te especifiquen que quien ha escrito el libro que vas a leer es escritor.
Después giré la primera página y fue entonces cuando apareció la faja. Ahí estaba, oculta oprobiosamente entre dos páginas en lugar de ocupar su puesto de honor alrededor de la cubierta. Pensé que mi padre, avergonzado por enviarme un libro con esa faja, la había metido ahí de forma provisional y que después se le había olvidado tirarla a la basura, pero cuando se lo comenté me dijo que no, que se había encontrado el libro así en la librería. Este hecho me intrigó sobremanera y de pronto lo vi todo claro.
Me imaginé al dependiente de la Fnac (o de la Casa del Libro) absorto frente a la mesa de novedades y pensando: “Tenemos un libro que nos ocupa espacio y no estamos vendiendo ni un solo ejemplar. Y todo por culpa de la maldita faja. El problema es que la editorial la ha pagado y forma parte del libro. No se la podemos quitar.” Vi a ese dependiente cavilando y vi cómo de pronto sus ojos se iluminaban: había tenido una idea. Lo vi enfrentándose a su destino y tomando finalmente una decisión: “El despido o la gloria.” Y vi sus manos temblorosas retirando fajas y metiéndolas entre las primeras páginas de los libros. Vi a ese mismo dependiente una semana después, entrando con paso firme en el despacho del jefe de ventas y arrojando sobre su mesa un ejemplar de Aquí y ahora, de Miguel Ángel Hernández.
–Estos son los ejemplares que habíamos vendido de este libro antes de quitarles la faja: cero. Y estos son los ejemplares que hemos vendido desde que decidí quitarles la faja: 336.
Vi al jefe de ventas observar el libro que le acaban de poner delante, lo vi leer la faja y mirar atónito a aquel empleado desconocido.
–¿Cómo se llama usted?
–Carlos Fajardo.
–¿Faj…?
–Sí, lo sé, ahórrese la broma.
–Fajardo, es usted un hombre de recursos. Vamos a abrir un nuevo local y necesitamos a alguien que lo dirija. Hablaré con Recursos Humanos para proponer su candidatura.
Y así es como despegaría la carrera profesional de Fajardo. Así es como pasaría del chaleco verde a los trajes de Armani. Todo por quitar una faja.
Aquí y ahora es el diario de escritura de otro libro de Miguel Ángel Hernández, una novela llamada El dolor de los demás. Abarca el periodo de julio de 2016 a enero de 2019 y nos muestra las distintas fases de la creación de la novela: la escritura, la corrección, la reelaboración cuando su agente le dice que ponga más huerta y menos poliamor (sí, no os habéis equivocado al leer: la agente quería más huerta y menos poliamor, y no al contrario), la publicación del libro y la acogida por parte del público.
Lo primero que uno descubre al leer Aquí y ahora es que a Miguel Ángel Hernández le gusta la cerveza. De hecho, cerveza es tal vez la palabra que más se repite en el libro después de el y la. Pero Miguel Ángel Hernández no solo bebe cerveza. También bebe vino, cava, gin-tonic, vermut granizado, ginebra rosa, orujo, carajillo con whisky, Martini, michelada, Ballantine’s con Coca Cola, Jägermeister, White Label, licor de membrillo casero, Thunder Bitch y Old Fashioned. Aquí hay más alcohol que en las siete temporadas completas de Mad men. En todo el libro hay únicamente una entrada, la del 7 de abril de 2017, en que el autor escribe: “Solo bebes agua.”. Con semejante ingesta de alcohol, es normal que casi todas las entradas de este diario empiecen con la misma frase: “Te levantas con resaca.”
Lo segundo que a uno le sorprende al leer este libro es que Miguel Ángel Hernández haya tenido tiempo para escribir una novela porque, además de cerrar todos los bares, da clases en la universidad, acude a reuniones de departamento, tiene tutorías para trabajos de fin de grado, trabajos de fin de máster y tesis doctorales, imparte talleres literarios, hace presentaciones de libros, organiza exposiciones, da conferencias, escribe prólogos, artículos, fanzines y textos para catálogos, participa en mesas redondas, da entrevistas, acude a conciertos, festivales, inauguraciones, comuniones y fiestas sorpresa de cumpleaños. Con semejante nivel de actividad, es normal que casi todas las entradas de este diario acaben con la misma frase: “Caes rendido en la cama.”
Al leer Aquí y ahora, me di cuenta de que Miguel Ángel Hérnandez y yo tenemos varias cosas en común. Por ejemplo, los dos somos alérgicos a los gatos, a los dos nos parece pésima la última temporada de Borgen, los dos nos automedicamos con ibuprofeno y antibióticos para el dolor de garganta y a los dos hay algo que nos molesta especialmente:
Cuando vuelves a casa, lo piensas: te revienta que te presenten como “profesor” en lugar de como “escritor”. Es cierto, eres profesor, cobras por eso; es lo que te da de comer. Pero tu cabeza está todo el día pensando en la escritura. Eso es lo que te da la vida.
Cuando iba por la mitad de libro, decidí visitar el perfil de Twitter del autor para conocerlo un poco mejor y aquí sí debo reconocer que me sentí un poco humillado porque vi que Miguel Ángel Hernández tenía 8735 seguidores. Y 8735 seguidores son 8706 seguidores más que los que yo tengo. Pero lo llamativo de la cuenta de Twitter de Miguel Ángel Hernández no era tanto el número de seguidores como la cuenta en sí, porque parecía una de esas cuentas falsas de personajes de ficción. En concreto, parecía una cuenta falsa de Oblómov, el personaje de Goncharov que se tira 600 páginas tumbado en un diván. Los tuits de Miguel Ángel Hernández decían:
– Mientras dure la siesta
– Más dormir!
– Bienvenido a la República independiente de mi siesta.
– Díselo con una siesta.
– Siesta permanente revisable.
– Primero como tragedia, después como siesta.
Me maravilla que un apologeta del sobe a media tarde haya logrado reunir una legión tan amplia de seguidores. Habla la prensa, en estos días de precampaña, del electorado durmiente de los partidos, y yo me pregunto cuántos de los seguidores de Miguel Ángel Hernández son seguidores durmientes, cuántos de ellos, en el preciso instante en que escribo esta bibliocrónica, están babeando la almohada.
Por otra parte, al ver todos aquellos tuits, recordé que, en la página 38 de Aquí y ahora, Miguel Ángel Hernández decía que El amor en los tiempos del cólera era el primer libro de Gabriel García Márquez que leía. Pensé: “El día que descubra que Gabo tiene un cuento titulado La siesta del martes, se convertirá en uno de sus autores de cabecera.”
Tras este intervalo tuitero, seguí con la lectura de Aquí y ahora y, según avanzaba, me iba olvidando cada vez más de mi tragedia personal. Ver a Miguel Ángel Hernández en su día a día de escritor me hizo tomar distancia de mí mismo, sus triunfos y sus fracasos me hicieron relativizar los míos, su lucha denodada por la literatura me hizo comprender que esta es una empresa de largo aliento, que el mundo –mi mundo– no se acaba por el no de un agente literario a la novela de toda una vida, que aún me quedan otras vidas para seguir escribiendo.
Aquí y ahora estaba cumpliendo su fin terapéutico y, por primera vez en muchos meses, me estaba devolviendo la alegría y las ganas de vivir.
Hay en este libro momentos divertidísimos, como cuando los vecinos de Miguel Ángel se enteran de que es escritor porque Kiko Matamoros recomienda una novela suya en Sálvame. O como cuando en un bar le dan una de cal y otra de arena:
En el Revólver, una chica te dice que está leyendo El instante de peligro y que está hipnotizada por la historia. Te alegra la noche. Al menos durante cinco minutos. Mientras pides una copa para celebrarlo, el amigo de un amigo te saluda y te dice: “Oye, me han dicho que tu último libro es flojito, ¿no?”. No sabes qué contestarle. “No, si yo no lo he leído –dice–, pero eso parece, ¿no?”. Se marcha antes de que se te ocurra algo ingenioso para decirle. Te quedas en la barra pensando en sus palabras y olvidas por completo el entusiasmo de la chica y su mirada de admiración.
O como cuando le dice a su vecina que a va a salir en su novela:
Visitas a tu vecina. […] Le dices que aparecerá en tu novela. Pero si yo no sé escribir, dice, no me van a entender. No te preocupes, la consuelas, ya buscaré la forma de que te entiendan.
Otra de las virtudes de Aquí y ahora es que, lejos de entronizar la figura del escritor, sus páginas contribuyen a humanizarlo. Miguel Ángel Hernández no es un divo, no está encerrado en una torre de marfil, sino que observa el mundo –y lo vive– a pie de calle. Si, por un lado, sí que cumple el estereotipo del escritor bebedor y juerguista, por el otro nos presenta facetas de su vida que no se corresponden en absoluto con la imagen ordinaria del demiurgo literario. Así, vemos en estas páginas a Miguel Ángel Hernández sufrir en el gimnasio con la elíptica o acudir a la nutricionista para tratar sus problemas de sobrepeso. Yo nunca había visto a un escritor hablar de sus visitas a la nutricionista.
Otro ejemplo son sus vacaciones. De las vacaciones de un escritor, uno puede esperar dos cosas: o que se vaya con una mochila a recorrer el Tíbet o que se aloje en una villa italiana y se dedique a componer sonetos a las ruinas de Roma. Pero Miguel Ángel Hernández no hace ni una cosa ni otra. Miguel Ángel Hernández se va de vacaciones a un balneario en Alhama de Aragón. Y no se va uno o dos días; se va una semana entera. Además de todo esto, es fan del Real Madrid y se viste con zaragüel y esparteñas para el Bando de la Huerta de Murcia.
“¿Cómo va a ser un gran escritor si es un vecino mío?”, preguntaba sorprendido a la prensa un mexicano cuando le dieron el premio Nobel a Gabriel García Márquez. Miguel Ángel Hernández es ese vecino tuyo que resulta ser un magnífico escritor.
Aquí y ahora es, como ya he señalado, el diario de escritura de una novela. A lo largo, de todos esos meses de escritura, vemos al autor obsesionado con contar su historia de la mejor forma posible, levantarse en mitad de la noche para escribir un párrafo que le acaba de venir a la mente, saltar de la silla y pasearse nervioso por la habitación cuando da con la tecla exacta, afrontar con coraje una tarea que siente que lo sobrepasa. La novela que Miguel Ángel Hernández está escribiendo se titula El dolor de los demás, pero uno siente, al leer este diario, que es el propio autor quien acumula un dolor muy profundo, que la escritura de esa novela es una forma de enfrentarse a sus peores fantasmas. Es en esos momentos cuando descubrimos la talla literaria de este escritor, son esas las páginas que nos muestran con toda claridad su compromiso inquebrantable con la literatura:
La cuestión en tu caso es que ya sabes que [la novela] va a doler. A todos. Y no es que no te importe, sino que piensas correr el riesgo. A veces uno escribe porque no tiene más remedio que hacerlo. Escribir es arriesgarse. En ocasiones, a perderlo todo.
Pero Aquí y ahora no es solo una declaración de amor a la literatura. Es también, y por encima de todo, un himno a la amistad. Día tras día vemos al autor acudir a distintos actos y beber en los bares en la mejor de las compañías: la de la gente que te quiere, la de la gente a quien tú quieres. Leo parece ser uno de sus más fieles escuderos, pero es interminable la lista de personas con las que comparte instantes felices de su vida, porque no es una lista cerrada, sino siempre abierta a nuevas incorporaciones. Si algo nos revela este libro es que Miguel Ángel Hernández no es solo un gran escritor; es también un excelente amigo. Una de las frases que más se repiten en estas páginas es: “Celebráis la amistad.” Aquí y ahora es una muestra de esa celebración. Una celebración que, a medida que uno avanza en la lectura y va conociendo más a Miguel Ángel, acaba por contagiarse al lector. Y este es tal vez el mayor mérito de este libro: que lo empiezas riéndote de su faja y lo acabas deseando ser amigo de su autor.
Fue precisamente en uno de esos instantes de celebración cuando vi que nombraban a un compañero mío de la carrera. Hice una foto de ese párrafo y se la envié por whatsapp a mi amigo David, también compañero de la carrera. Me sorprendió que reconociera al instante la escritura del autor.
–¿Estás leyendo a Miguel Ángel Hernández? No sabía que conocía a Manu.
–¿Lo conoces?
–Sí, bastante. Y es superbuen novelista. Sus tres novelas son buenísimas.
–Yo pensaba que era un autor desconocido.
–Tiene un nombre muy corriente. Es normal que lo pienses.
–Pues que sepas que de momento no te ha nombrado.
– En su primer diario, Presente continuo, toma un avión a Copenhague y lee un libro mío durante el vuelo.
–¿Y qué dice?
–Que aprendió mucho de literatura y política.
–Voy a hacer una bibliocrónica riéndome de la faja de su libro.
– Muy del estilo de Bibliocrónicas.
–Casi toda la bibliocrónica va a ser la puñetera faja. No sé cómo le sentará.
–El tío es supermajo. Si puedes léete su segunda novela, Instante de peligro. Es muy buena.
–Vale. ¿Quieres añadir algo?
–Nada, solo que el Movimiento Antifajista se adhiere a tu bibliocrónica .
Chitty Chitty Bang Bang (Ian Fleming)

En la Fnac del Chiado, me encaminé a la estantería giratoria de la Macmillan Collector’s Library. Estaba allí para ver y para que me vieran. En medio de toda la basura young adult de cubiertas fosforitas, siempre te da prestigio examinar la sección de clásicos ingleses en tapa dura. Entre todos los volúmenes de Thomas Hardy, Jane Austen y las hermanas Brontë, hubo un librito que llamó mi atención. En la cubierta aparecía un coche antiguo y su nombre era Chitty Chitty Bang Bang. ¿Había un libro de Chitty Chitty Bang Bang? ¡Y escrito además por Ian Fleming, el creador de 007! Chitty Chitty Bang Bang era una de mis películas favoritas cuando era niño, así que tenía que hacerme con ese libro.
Sin embargo, me preocupaba la impresión que eso pudiera causar en la gente que me rodeaba. ¿Qué pensarían todos aquellos lectores de John Green si viesen que el libro que había seleccionado de la estantería de clásicos llevaba por título Chitty Chitty Bang Bang? “No eres mejor que nosotros”, me dirían. Y yo no sabría que contestar. Así que, con un rápido juego de manos que habría deslumbrado al propio Houdini (nada por aquí, nada por allá), hice como si me agenciara los Poemas escogidos de Keats cuando en realidad me estaba llevando Chitty Chitty Bang Bang.
Chitty Chitty Bang Bang es una película que ya era antigua cuando yo la vi y tenía un nivel de noñería propio de otros tiempos, pero que mi generación se tragaba sin rechistar. Su protagonista era Dick Van Dyke (el actor de Mary Poppins), que interpretaba a un inventor llamado Caractacus Pott. La película no especificaba si Caractacus había sufrido bullying en su infancia por tener ese nombre, pero sí sabíamos que era viudo y que vivía con el chalado de su padre y con sus dos hijos: un niño y una niña llamados Jeremy y Jemima, los dos muy rubitos, con voz de castrati en si menor, supuestamente pobres, pero con un gran potencial para el pijerío.
Y, como en toda historia de este tipo, no podía faltar aquí el elemento romántico, personificado en Truly, la hija de un rico fabricante de golosinas, quien, tras un sinfín de aventuras, se casará, según nos deja entrever el final de la película, con Caractacus Pott y se convertirá en su esposa fiel, en un ama de casa ejemplar y en la madre que Jeremy y Jemima nunca tuvieron y, gracias a este matrimonio tan conveniente, los niños podrán ir por fin a un colegio de pago y codearse con la futura clase dirigente de Inglaterra. Un matrimonio que imaginamos, en este caso, sin lecho mancillado ni caricias indecorosas. En estas películas es todo muy inocentón, muy edulcorado. Tú ves Chitty Chitty Bang Bang y después un episodio de La tribu de los Brady y se te disparan los niveles de azúcar.
¿Y cómo se conocen Truly y Caractacus? Aquí viene lo mejor. Se conocen en un accidente de carretera. Caractacus y los niños van montados en Chitty Chitty Bang Bang (porque, no lo hemos dicho, pero esta película va de un coche mágico llamado así) y se cruzan con Truly, una mujer de cuarenta años ataviada con un vestido de primera comunión, pomposo a más no poder, que conduce en dirección prohibida. Para evitar el choque, Truly se mete en un barrizal y –¡oh, Fortuna!– no puede salir de su coche sin mancharse ese precioso vestido blanco que refleja la candidez de su alma. Pero que no se amohínen vuestros corazones porque Caractacus Pott, en un acto de gallardía sin igual, se adentra en el barro y toma a Truly en sus brazos bien torneados para lograr que su vestido quede libre de toda mácula. Yo creo que no habría habido suficientes pañuelos en el mundo para secar las lágrimas de los espectadores si a Truly se le llega a manchar ese vestido.
En resumidas cuentas, Truly es una mujer que conduce mal y que necesita que un hombre venga a liberarla del barro para evitar que se le manche el vestido. Truly es un personaje que hoy sería sacrificado en el altar de la crítica con perspectiva de género.
Vamos a avanzar porque esto ya está durando demasiado. El caso es que, después de muchas aventuras, estos cuatro personajes tan encantadores van volando en Chitty Chitty Bang Bang hasta una tierra desconocida donde todos los vecinos cierran sus puertas y ventanas ante la visión de los recién llegados. Y aquí es cuando hace su entrada el actor de Benny Hill, con rostro serio de gran preocupación, demostrando que era capaz de desplegar todo un repertorio dramático más allá del rol de dar palmaditas en la calva y correr delante de mujeres desnudas en el que se había encasillado (¡qué gran Hamlet se perdió el London Classic Theatre!).
Sale, ya digo, Benny Hill y les dice: “¿Pero adónde van ustedes? ¿No saben que los niños están prohibidos en Bulgaria?” Y aquí, amigos, es cuando nos aparece el problema del betacismo.
–¿Betacismo ? ¿Qué c*** es eso ? –se preguntará el lector de estas líneas, mientras pasa por el scroll del ratón su dedo lleno de grasa de chips de Matutano.
El betacismo es un fenómeno lingüístico que se da en el español y que consiste en la confusión de B y V, lo cual hace que las palabras baca y vaca se pronuncien igual (por cierto, hace décadas que no oigo a nadie usar la palabra baca). Y por culpa de este fenómeno, aquel niño inocente que yo era no supo que, cuando el doblador de Benny Hill decía Bulgaria, en realidad estaba diciendo Vulgaria. El problema es que Vulgaria es un nombre de país imaginario, pero Bulgaria no lo es, y este hecho hacía que aquel niño (que competía en candor con Jeremy y Jemima) se preguntara con inquietud: “¿Estaban prohibidos los niños en Bulgaria? Y, si no lo estaban en el presente, ¿lo habían estado en el pasado?”. Estas eran preguntas que me torturaban y que explican en gran parte el ser atormentado en el que me he convertido.
Así que ya podéis imaginar mi desasosiego cuando hace unos años me presenté a una plaza de profesor en Europa del Este y me mandaron a Bulgaria. ¡Bulgaria –pensé–, el país donde los niños están prohibidos! Luego, al llegar allí, descubrí que no sólo no estaban prohibidos, sino que había muchos más que en España, y fueron tal vez esos niños inesperados los que me ayudaron a sobrellevar la amargura de aquella época porque, cuando veía mi ánimo flaquear y me sentía como Ovidio en el destierro, nada me reconciliaba más con la vida que sentarme en un banco del parque y ver a esos niños jugar, y alguna vez pensé que, si yo fuera un poeta intimista irlandés, me gustaría escribir un soneto titulado Children of Bulgaria.
Todo esto explica por qué, a mis 36 años, me apeteció de repente leer un libro infantil titulado Chitty Chitty Bang Bang. Y al leerlo he aprendido dos cosas. La primera es que Caractacus es el nombre de un caudillo que se enfrentó a los romanos durante la conquista de Britania. La segunda es que la matrícula del coche, que es Gen 11, puede leerse como genii, que es el plural de genie, o sea, genio (sé qué ahora estáis deseando ir a una casa con niños que estén viendo Chitty Chitty Bang Bang para impresionar a todos los adultos con estos datos).
La historia del libro, sin embargo, es muy distinta de la película. Aquí no aparece el abuelo (que siempre me sobró en la película), ni tampoco Truly con su vestido blanco, que ha sido sustituida por una madre que se llama Mimsie (aún no he decidido qué nombre me parece más cursi: si Truly o Mimsie). Y lo peor de todo: no aparece Vulgaria (ni Bulgaria), ni Benny Hill, ni el personaje más aterrador de la película y de toda mi infancia: el cazador de niños, que tenía una nariz especialmente desarrollada para detectarlos. A mí que no me vengan Cyranos a cantarle al amor. Para mí un narizotas siempre me retrotraerá al terror infantil del cazador de niños.
En el libro, los personajes descubren una cueva que oculta un arsenal de armas de un famoso criminal (que, como villano, no le llega ni a la suela de los zapatos al cazador de niños) conocido como Joe the Monster y… Y no os cuento el final porque sé que estáis deseando leer el libro.
Así que ya sabéis: si alguna vez os veis metidos en una conversación de gafapastas donde se habla de adaptaciones cinematográficas que no habéis visto de libros que no habéis leído, siempre podréis intervenir y decir:
– Pues en el caso de Chitty Chitty Bang Bang también es mejor la peli que el libro.
– ¿Hay un libro de Chitty Chitty Bang Bang?
– Sí. Y, por cierto, el nombre de Caractacus…
Y ya os los habéis metido en el bolsillo.
Llegar hasta el final de esta reseña debe tener su recompensa y aquí la tenéis: asomaos al balcón de vuestra casa y gritad tres veces: “¡Chitty Chitty Bang Bang!” Ya veréis qué sorpresa.
8.38 (Luis Rodríguez)

8.38, de Luis Rodríguez, tiene un problema, y es que da igual las veces que le recomiendes esta novela a la gente porque sabes que siempre se van a equivocar al pedírsela al dependiente de la Fnac: “¿Tenéis la novela 3.28 de Luis Fernández?” “Hola, busco una novela que se llama 88 de Jesús Rodríguez.” “Es un libro que se llama 2.98 y el autor se llama Juan Luis Martínez.” “¿Tenéis un libro sobre Luis XVIII?” Y en todos los casos el dependiente de la Fnac les va a decir que no le aparece nada en la base de datos, y eso son cuatro ventas que has perdido y todo por llamar a tu novela 8.38 y por llamarte tú mismo Luis Rodríguez y no Stendhal.
8.38 entra dentro de lo que se suele denominar “novela experimental”, y el problema de las novelas experimentales es que son como los nuevos sabores de Fanta que sacan cada año: que los pruebas una vez y no están del todo mal, pero después sigues con tus Fantas de naranja y limón de toda la vida, que son las que a ti te van.
Pero 8.38 es diferente. 8.38 es una Fanta nueva cuyo sabor te convence. Es una Fanta nueva que pedirías una segunda y una tercera vez.
8.38 es “la novela de una novela no escrita”, la novela de la incapacidad del autor para escribir la novela que tiene el lector en sus manos. De ahí el título, que hace referencia al momento en que se detiene la literatura, ya que 8.38 es la hora a la que murió Dostoievski (y solo por este dato, que tal vez algún día os sirva para ganar la prueba final de un concurso de la tele, ya os ha valido la pena leer esta reseña).
No es este un libro para todo el mundo. Si buscas una novela clásica, con un patrón definido de planteamiento, nudo y desenlace, si quieres, en definitiva, una Fanta de naranja o de limón, serás incapaz de pasar de los caligramas de la primera página.
Pero si eres de los que disfrutan con el juego metaliterario, si te importa más el cómo que el qué en literatura, si te fascina el inicio de Jacques el fatalista, si piensas que la segunda parte del Quijote es superior a la primera y que, en realidad, el mejor Quijote de todos es el de Pierre Menard, entonces deberías darle una oportunidad a esta novela.
En realidad, no estoy seguro de que este libro sea una novela, pero lo que sí sé es que es tremendamente divertido, así que me da igual qué demonios sea. Es como esas parejas que, después de hacer el amor, se preguntan: “¿Tú y yo qué somos?” ¿Importa lo que seamos? Importa lo bien que lo pasamos juntos.
Y en todo caso, más allá de cómo queramos categorizarlo y más allá de su valor literario, este libro tiene un gran valor como anecdotario, como recopilación de curiosidades, sucesos históricos e historias sorprendentes con las cuales poder brillar en cualquier reunión social. Fijaos en mí, por ejemplo. La semana pasada tuve el honor de ser invitado por primera vez al salón de la condesa de A***, que recibe los jueves en su palacio de Cascais. Antes de salir de casa, abrí tres páginas al azar de 8.38 (en concreto fueron las páginas 102, 153 y 174) y saqué de cada una de ellas una historia con la que asombrar a los invitados.
Una hora después llegué al palacio de la condesa y, tras entregar mi capa y mi sombrero de copa al mayordomo, me hice anunciar en el salón y me dispuse a triunfar.
La primera ocasión se presentó cuando alguien comentó que al entierro del duque de C***, recientemente fallecido, había acudido toda la flor y nata de Lisboa. En ese momento alcé la voz para hacerme oír y dije:
–¿Sabían ustedes [pág. 153] que en el entierro de Houdini nadie se marchaba? Por si salía de la tumba.
Se produjo un silencio repentino que solo se rompió cuando la condesa, con una mirada embelesada, me dijo:
–Parece que es usted un homme d’esprit.
Y a continuación añadió:
–Será mejor que salgamos al jardín. Me vendrá bien tomar el aire. ¿Tendrá usted la gentileza de cederme su brazo?
–Será un honor, señora condesa.
Cuando me dirigía junto a ella al jardín, oí cómo se propagaban los murmullos de animosidad entre la camarilla de marchesinos y baronets aduladores de la condesa, que acababan de encontrar en mí a un poderoso rival.
–¿Quién demonios es ese?
–Un escritor, parece.
–¿De veras? A él y a todos los de su calaña los mandaba yo a la hoguera.
Mientras nos paseábamos por el jardín bajo el claro de luna, embriagados por la fragancia de las rosas, apareció un lacayo y le entregó a la condesa una nota doblada en dos. Aquí fue cuando aproveché para escanciar mi segunda gota de ingenio:
–¿Saben ustedes [pág. 174] que doblar un papel 8 veces supone doblar 128 folios? Nadie tiene la fuerza para ello. ¿Y saben que si lo dobláramos 42 veces llegaríamos a la luna? En este caso, solo sería necesario doblarlo una vez más para recorrer la distancia de vuelta.
–¡Qué curioso! –dijo la condesa–. Nunca me había parado a pensarlo.
Volvimos al salón, donde los criados se disponían a servir un Oporto, y de nuevo escuché frases de escarnio a mis espaldas.
–¡Jovenzuelo engreído!
–Está apuntando más alto de lo que su bala puede alcanzar.
–Apuesto a que el frac que lleva es alquilado.
Mientras degustaba mi Oporto, observé que, en una de las paredes, había una reproducción de El beso, de Francesco Hayez, y supe que había llegado el momento de maravillar a todo mi auditorio con la tercera y última anécdota.
–Este cuadro me ha hecho recordar una historia [pág. 102] que tuvo lugar en 1937 en plena Guerra Civil, en Santander. Todas las tardes, a la misma hora, un hombre y una mujer se besaban en la plaza de la Esperanza. Y nadie podía imaginar por qué siempre se besaban exactamente a esa hora.
–¿A qué obedecía tan escrupulosa puntualidad? –preguntó la condesa, intrigada.
–El hombre y la mujer se daban besos largos y cortos. Y, al entregarse a tan deliciosa tarea, estaban mandando información a un hombre que los miraba desde su ventana con unos prismáticos. Esos besos largos y cortos eran código morse.
–¡Qué historia tan encantadora! –exclamó la condesa, quien se pasó el resto de la velada haciéndome gestos con su abanico. Gestos que yo no logré descifrar porque soy un advenedizo y no estoy versado en los códigos secretos de las damas de la corte.
Se había hecho ya muy tarde y supe que mi triunfo había sido total cuando, al despedirme, y para sorpresa de todos, la condesa en persona me acompañó a la puerta.
–Todos estos caballeros son tan aburridos –me dijo en un tono lastimero–. Ha sido usted todo un soplo de aire fresco en este viejo salón.
Supe que debía responder a este cumplido de forma ingeniosa, pero ya se me habían agotado todas las anécdotas que me había preparado, así que, para ocultar que no sabía qué decir, tomé la mano de la condesa y se la besé.
La audacia de este gesto hizo que su admiración por mí se multiplicase por cien.
–Será un placer contar con su presencia el próximo jueves –me dijo–. Ya lo sabe: a las ocho.
–No, señora condesa –le respondí–. Yo vendré a las ocho y treinta y ocho.
Así que ya lo sabéis: el libro se llama 8.38 y su autor es Luis Rodríguez. ¿Lo recordaréis? ¿Seguro que no os equivocaréis al pedirlo? ¿No sería mejor que os lo apuntarais? Maldita sea, aquí tenéis el link para comprarlo: https://www.candaya.com/libro/838/