
Mi amiga Andrea, que tiene dos hijas pequeñas, me mandó por whatsapp una foto de un expositor de la Fnac en la que aparecía la cubierta de Berta convive con el coronavirus. Después añadió un emoticono de vómito y eso fue todo. De inmediato me metí en internet y me compré un ejemplar antes de que fuese demasiado tarde, que en cuanto te descuidas alcanzamos la inmunidad de grupo, se acaba la pandemia, deja de editarse este libro y te quedas sin saber cómo convivió Berta con el coronavirus.
Este libro es una maravilla. Podríamos decir que es la gran novela alemana sobre el coronavirus. Y lo más fascinante es cómo Liane Schneider intenta convencerte de que estar confinado en tu casa por culpa de una pandemia es lo mejor que te puede ocurrir en la vida. Por ejemplo, Berta está encantada de que su padre ahora tenga más tiempo para leerle cuentos. No importa que la historia que le cuenta papá trate sobre un monstruovirus que ataca al mundo y que eso no le permita alejar su mente ni un solo segundo de la pandemia en la que se halla inmersa. Todo eso da igual. Lo importante es que ahora papá tiene más tiempo para estar con ella. Pues que sepas, Berta, que si tu padre tiene más tiempo para leerte cuentos es porque está en un ERTE. Sí, Berta, tu padre está en un maldito ERTE y ya va siendo hora de que aprendas la verdad. ¿Que qué significa esa palabra? Ya te la explicará Liane Schneider en El papá de Berta malvive con un ERTE.
Pero la nueva vida de Berta en confinamiento domiciliario no solo se nutre de cuentos víricos, sino que está repleta de actividades fascinantes. Por ejemplo, Berta prepara las gomas de las mascarillas que mamá cose para una residencia de ancianos, corta fruta y verdura para la cena, cocina tortitas, y esta sublimación del trabajo infantil llega al paroxismo cuando Berta, para imitar a mamá, se sienta en una mesa con lápiz y papel y, henchida de felicidad, juega a teletrabajar. Y ahora quiero dirigirme a todos los padres que están leyendo esta bibliocrónica para decirles algo muy importante: no intentéis repetir este experimento en casa en compañía de un niño, porque si lo hacéis fracasaréis estrepitosamente.
Imaginemos a esos padres a los que se les ha caído el mundo encima con la pandemia y están desesperados sin poder salir de casa, teniendo que teletrabajar y al mismo tiempo ayudar a sus hijos con las clases a distancia (hijos con los que están 24 horas al día porque ya no los pueden dejar en casa de los abuelos), y esos padres, que se preguntan cada vez más a menudo si el sueño de formar una familia no se habrá transformado en pesadilla, ven de repente cómo uno de sus hijos pequeños se sube por las paredes y se echa a llorar porque quiere salir al parque a jugar, anhelando la libertad que la pandemia le ha arrebatado. Tal vez esos padres, deseosos de lograr media hora de tranquilidad, sientan la tentación de decirle a su hijo, con la entonación sobreactuada con la que hablan los adultos a los niños:
–¡Eh, tengo una idea!
En ese momento el niño rebajará levemente la intensidad de su llanto, picado de una incipiente curiosidad. ¡Una idea!
–¡Vamos a jugar a un juego muy divertido!
Ahora sí el niño deja de llorar por completo y escucha con atención. Se avecina el remedio para sus males. ¡Van a jugar a un juego muy divertido!
–Vamos a jugaaaar…
Máxima expectación.
–…¡a teletrabajar!
Durante unos segundos el niño se quedará atónito y a continuación se echará a llorar de nuevo y con más ahínco que la vez anterior. Los padres habrán fracasado en su intento, y lo peor de todo es que no comprenderán jamás qué es lo que acaba de ocurrir, porque esos pocos segundos en los que el niño escucha la promesa que le hacen sus padres, evalúa fríamente su contenido y se vuelve a echar a llorar son unos instantes determinantes en la vida de todo ser humano. Porque es en esos escasos segundos cuando comprendes que los adultos, personas de cuya honestidad jamás habías dudado, son gentuza dispuesta a engañarte a la menor ocasión. Ese momento en que tus padres te dicen “Vamos a jugar a teletrabajar” (o, en su versión más tradicional, “Vamos a jugar a ordenar la habitación”) es el momento en que vislumbras por primera vez lo que Elena Ferrante llama La vida mentirosa de los adultos. Es el momento en que comprendes que crecer es aprender a mentir, que hacerse mayor es convertirse en un mentiroso y que el largo camino hacia la vida adulta es una senda de falsedades. Y por eso el segundo llanto no es una continuación del primero, sino un nuevo llanto de naturaleza distinta. Es el llanto por la pérdida de la inocencia, por el principio del fin de la arcadia feliz de la infancia, porque has comprendido que para sobrevivir en ese mundo de mentirosos tú también tendrás que convertirte en uno de ellos, que como ellos tendrás que aprender a mentir.
Pero dejémonos de filosofías y volvamos a la historia de Berta, porque además de papá y mamá hay otros dos personajes en este libro, que son el gato Miau y un osito de peluche que es un burdo imitador de Winnie-the-Pooh (y que se llama Teddy, pero a partir de ahora lo llamaremos Winnie-the-Fake). La relación dispar que Berta mantiene con estos dos personajes queda reflejada en la imagen de la cubierta. Observad cómo Berta da la espalda a Miau mientras se dispone a jugar a la pelota con Winnie-the-Fake. Observad también cómo Winnie-the-Fake lleva una mascarilla, mientras que Miau está sin ningún tipo de protección y sonriendo ingenuamente sin saber la que se le viene encima ahora que Berta se ha quitado su propia mascarilla. Miau está a un tosido de Berta de pillar el coronavirus. ¿Cómo se llamará el próximo volumen de la serie? ¿Berta entierra a su gato?
Al principio del libro, papá le explica a Berta qué es el coronavirus, y lo primero que hace Berta es vestirse de doctora y hacerle un test de Covid a Winnie-the-Fake. Pero afortunadamente, como dicen en el libro, a los ositos de peluche no les afecta el coronavirus. Es muy alentador que Liane Schneider nos aclare este dato, por si no lo sabíamos, pero lo que sí sabemos es que los gatos sí que son susceptibles de contraer el coronavirus. ¿Le hace Berta una prueba a Miau para saber si tiene Covid? Por supuesto que no. Berta solo tiene ojos para Winnie-the-Fake, con el que hace todo tipo de actividades, mientras que Miau es el gran olvidado de esta historia. Tanto es así, que al pasar varias páginas y ver que nunca aparecía, me llegué a preguntar si efectivamente estaría muerto, pero respiré con alivio cuando al final del libro, en un momento en que Berta está lavándose las manos en el tiempo que tarda en cantar dos Cumpleaños feliz, se nos dice de pasada: Incluso Miau se asea con más cuidado que antes. Y esta es una de las grandes enseñanzas de este libro: que cuando nadie se preocupa por ti, te toca apañártelas como puedas. De hecho, el nombre del gato es un homenaje a Miau, la novela de Galdós protagonizada por un personaje desamparado que tiene que buscarse la vida.
Berta convive con el coronavirus es un libro tan formidable que solo tengo dos pequeñas pegas que ponerle, pero que no son más que eso, nimiedades que no empañan el lustre de esta obra magna que entronca con la gran tradición alemana de novelas sobre enfermedades (como La montaña mágica, de Thomas Mann).
La primera pega es que le hayan cambiado el nombre original a la protagonista del libro (que se llama Connie). Connie convive con el coronavirus suena mucho mejor y sería la ocasión perfecta para que los padres culturetas les dijesen a sus hijos: “¿Te has fijado en cómo se repite CO? COnnie COnvive COn el COronavirus? Eso es una aliteración y se repite cuatro veces, así que podemos decir que es una cuádruple aliteración”. Cuádruple y aliteración: dos palabras muy útiles para convertir a tu hijo en un filólogo en potencia y en un apestado social en la escuela en el acto.
La segunda pega que le pongo a este libro es que tenga un final tan abrupto como este: Berta está deseando que la escuela vuelva a funcionar con normalidad y poder jugar con todos sus amigos. La historia se acaba justo cuando iba a empezar lo más interesante porque la vuelta al cole de Berta en plena pandemia habría dado lugar a episodios descacharrantes como el que le sucedió a Claudia, la hija de 4 años de mi amiga Andrea (gracias a la cual supe de la existencia de este libro).
A finales del pasado agosto, poco antes de empezar el nuevo curso, todos los padres del colegio privado de Claudia recibieron un email de la dirección donde intentaban tranquilizarlos y despejar cualquier duda relacionada con la seguridad de los niños en el centro educativo. En el email se les informaba de que se evitaría a toda costa cualquier tipo de contacto físico, pero que eso no supondría ninguna merma en la calidad de la enseñanza ni en la efectividad del aprendizaje, pues –y así acababa el email– “nuestros profesores están plenamente motivados y son poseedores de un vasto repertorio de recursos creativos”. Yo al leer esta frase ya habría empezado a desconfiar, porque si hay un epíteto con el que jamás se me ocurriría calificar a un profesor ante la perspectiva de un inicio de curso en medio de una pandemia es justamente el de “plenamente motivado”.
Lo del vasto repertorio de recursos creativos solo supimos qué era cuando, al empezar el curso, el profe de gimnasia de Claudia se presentó en clase y les dijo a los niños: “Vamos a ponernos todos en círculo, pero cuidado porque tenemos que estar todos separados de los compañeros para no tocarnos. ¿Ya estamos? Bien, pues ahora vamos a jugar a pasarnos la pelota de uno en uno. Empezamos.”
–¿Dónde está la pelota? –preguntó un niño.
–Ahí está lo mejor de todo –respondió el profesor–. Como no podemos tocar ningún objeto que haya tocado otra persona, vamos a jugar con una pelota invisible.
Y moviendo las manos en el aire, añadió:
–Aquí está la pelota. Toma, te la paso.
Yo me imagino a ese profesor en su cama la noche antes de aquel día, sin poder dormir, nervioso por la chorrada que iba a hacer al día siguiente y repitiéndose a sí mismo:
–Yo les digo que la pelota es invisible. Tengo que decirlo con confianza. Y si cuela, cuela.
Y coló, pues los padres del grupo de Claudia recibieron un vídeo en el que se veía a los niños en círculo pasándose una pelota invisible. Según me contó Andrea, todos quedaron muy satisfechos del vasto repertorio de recursos creativos del profesor, y supongo que reenviarían ese vídeo a todos sus contactos para que viesen la categoría del colegio al que iban sus hijos, sin darse cuenta de que lo que estaban haciendo todos esos niños ricos era jugar a ser pobres que ni para una pelota tenían. Y tal vez fue esa novedad en sus vidas, el hacer de pobres, lo que logró captar su interés. Tú propones esta actividad en una escuela de Carabanchel y a ver quién te la acepta.
Yo fui uno de los contactos de Andrea que recibió aquel vídeo por whatsapp, y en este caso no añadió un emoticono de vómito, sino que hizo algo mucho mejor: me contó el final de la historia. El vídeo que habían enviado a los padres tenía 24 segundos, pero, al igual que el libro de Berta convive con el coronavirus, se acababa justo cuando iba a empezar lo mejor, porque poco después del segundo 24 sucedió algo completamente inesperado. Un niño, no sé si porque se metió demasiado en el papel de la pelota invisible o bien, todo lo contrario, porque ya sabía qué clase de gente son los adultos y quería fastidiar al profesor por mentiroso (y no sé cuál de las dos explicaciones me gusta más), se echó a un lado con un grito, se llevó la mano a la cabeza y, con la otra mano, señaló al niño que le acababa de “pasar” el balón:
–¡Me ha dado un balonazo!
Y acto seguido le dio un puñetazo en toda la cara al otro niño, y ese otro niño reaccionó abalanzándose sobre él y tirándole de los pelos, y tras esto muchos otros niños, sin duda deseosos de contacto físico después de tantos meses sin tocarse, se lanzaron sobre ellos para pegarles también y se formó una trifulca de mucho cuidado, mientras el profesor les gritaba que parasen e intentaba separarlos únicamente con sus gritos, sin llegar a tocarlos, hasta que el que grababa el vídeo le dijo: “No te preocupes, que esto luego lo corto”, y entonces ahí sí el profesor pudo dar rienda suelta a su cabreo y estalló con un grito de: “¡Me voy a cagar en la puta pelota invisible de los cojones!”, y empezó a coger uno a uno del cogote a los niños que se peleaban y los separaba del grupo de un empujón y a cada empujón decía: “¡Quieto ahí parao, cagüentó!” Y todo esto lo sé porque el profesor que grababa el vídeo es amigo de Andrea y se lo contó ese día después de hacerle prometer que no se lo iba a contar a nadie, y naturalmente lo primero que ella hizo fue contármelo a mí, después de hacerme prometer que no se lo iba a contar a nadie, y ahora yo os pido que me prometáis lo mismo a todos vosotros.
Como veis, episodios como este demuestran la gran oportunidad que perdió Liane Schneider al no incluir la vuelta al cole de Berta en su libro sobre el coronavirus. Creo que, si lo hubiera hecho, Berta convive con el coronavirus pasaría automáticamente de ser el segundo al mejor libro que me he leído en mi vida.
Una última cosa antes de despedirme: todo lo que os he contado del balonazo invisible y de la pelea de los niños es absolutamente mentira. Me lo he inventado para darle un final más redondo a la historia de la pelota (aunque ya era redonda de por sí). Y si os confieso esto es por dos razones: la primera es para que os admiréis de mi vasto repertorio de recursos creativos. Y la segunda es para que aprendáis de una vez que los escritores, como todos los adultos, no somos más que una panda de mentirosos.