
Durante mucho tiempo pensé que Juan Claudio de Ramón se llamaba Juan Cla. Me aparecían comentarios suyos en Twitter y me hacía gracia ese nombre: Juan Cla (no Juancla, sino Juan – espacio – Cla, como si Cla fuese el apellido). Luego descubrí su verdadero nombre y me llevé una decepción porque Juan Cla tiene mucha más pegada que Juan Claudio de Ramón.
Juan Cla suena a alma de la fiesta, a ese amigo que aparece en mitad de una celebración, con un par de erasmus y una caja de cervezas en cada mano, y le levanta los ánimos a todo el mundo con sus brindis, sus chascarrillos y sus bailes a voz en grito:
–¡Que el ritmo no pare, no pare, no! ¡Que el ritmo no pareee!
Juan Claudio de Ramón, en cambio, suena a hombre adusto, a ese vecino de abajo, de cuya puerta suele emanar un desagradable olor a coliflor hervida, que toca al timbre (ataviado con pijama, pantuflas y batín de cuadros) para ponerle punto final a esa fiesta, diciendo que ya está bien, que la gente decente como él tiene que madrugar para levantar este país y que como no dejemos de hacer ruido va a llamar a la policía. Juan Claudio de Ramón es ese señor mayor que usa expresiones como “sanseacabó” o “aquí paz y después gloria”, y que acaba sus peroratas sobre la pérdida de valores de la juventud con una frase del tipo:
–Yo no sé de qué os sirve ir a la universidad si no os enseñan un mínimo de educación.
Todo esto es para decir que, a lo largo de esta bibliocrónica, me referiré a Juan Claudio de Ramón como Juan Cla, que es como debería haber firmado sus libros.
Cuando ves la foto de Juan Cla en su perfil de Twitter (o en la solapa de Canadiana), lo primero que piensas es: “Este hombre de joven fue delegado de clase en el instituto.” Todos los elementos de su fisonomía y su vestimenta –hasta su forma de mirar a la cámara– componen la imagen inconfundible del antiguo delegado de clase. Tal vez incluso Juan Cla fue delegado sin desearlo, como me sucedió a mí al llegar al instituto cuando, en los primeros días de curso, la profesora de Ética lanzó esta pregunta a la clase:
–¿Qué escribió Sócrates?
Se produjo un silencio sepulcral hasta que yo alcé la voz para contestar:
–Nada.
–Muy bien –dijo la profesora–. ¿Cómo te llamas?
Ese “nada”, pronunciado con confianza, sirvió para dos cosas: para que todo el mundo supiera cómo se llamaba ese chico con gafas que se sentaba en la primera fila y para que todos decidieran en ese instante que yo iba a ser el delegado de la clase.
Así, unos días después, cuando hubo que celebrar las elecciones a delegado, la profesora preguntó quién quería presentarse. No se alzó ninguna mano, pero todas las miradas se dirigieron a mí. Me miraba la profesora, esperando que yo diera el paso, me miraban todos los alumnos, pero yo no quería ser delegado. De pronto, uno de los bandarras de la clase me señaló con su índice acusador y profirió una única palabra:
–Tú.
Acto seguido, y sin que yo diera mi consentimiento, la profesora escribió mi nombre en la pizarra y se celebraron unas elecciones que, obviamente, gané. Y de ese modo acabé convertido en delegado de unos tipos a los que no tenía el menor interés en representar.
Cuando pienso en aquel episodio, veo que hay una lección que podemos extraer, y es que ese bandarra, que me despreciaba y alguna vez me esperaría a la puerta del instituto para darme una hostia, sabía algo que después olvidaría cuando alcanzase la mayoría de edad y se convirtiese en ciudadano con derecho a voto: que al elegir a tus representantes políticos no debes escoger a aquel candidato, como dicen los estadounidenses, con el que te tomarías una cerveza (yo ni siquiera bebía cerveza), sino que debes elegir a alguien que tenga más conocimientos que tú, alguien que como mínimo sepa que Sócrates no escribió nada. Solo por saber eso, aquel bandarra se merecería haber sacado una matrícula de honor en la asignatura de Ética.
Juan Cla no solo sabe que Sócrates no escribió nada, sino que sabe una infinidad de cosas más, pues es un ilustrado, un hombre que viene a remendar aquel siglo XVIII que, como dijo Ortega y Gasset, España se saltó. A esta profunda sabiduría se une una riqueza de vocabulario que resulta casi intimidatoria para el lector. Yo en un solo artículo suyo aprendí cuatro palabras: vexilología, bochinche, chafarrinón, lábaro. Juan Cla debe de ser de los pocos que pueden leer a Gabriel Miró sin tener que usar el diccionario.
Habrá quien piense que es normal que Juan Cla tenga tanta cultura, ya que es diplomático. A mí me sucede lo contrario: me sorprende que Juan Cla tenga tanta cultura precisamente porque es diplomático. He vivido en varios países y he coincidido en muchos actos con los embajadores españoles de turno, y nunca me pareció que ninguno de ellos (fieles a ese desprecio secular que suelen sentir las élites españolas por la cultura) tuviera las menores dotes para la oratoria. No me imagino a un embajador español diciendo Tres tristes tigres tragaban trigo en un trigal sin que se le trabe la lengua.
–Hombre, ahí estás exagerando. Una vez conocí a un embajador español y dijo esa frase de principio a fin sin pestañear.
–¿Ah, sí? ¿Y Pablito clavó un clavito. ¿Qué clavito clavó Pablito? también lo dijo sin pestañear?
–Pues no, ahí tienes razón. Al llegar al final se trabó y dijo clavito en lugar de Pablito.
Además de ser un ilustrado, o precisamente porque lo es, Juan Cla es un hombre alejado de todo sectarismo, incapaz de suscribir ningún discurso en el que no le sea dado introducir siquiera un matiz. Juan Cla pertenece a la tercera España, aquella a la que, como dijo Chaves Nogales, cualquiera de los dos bandos habría fusilado en la Guerra Civil, aquella que sabe que en España no hay nada más revolucionario que la concordia. Juan Cla es ese hombre que ve cómo empiezan a cavarse las trincheras y trata, con modales corteses, de hacer entrar en razón a quien ya no atiende a razones. “¡Rojo!”, le gritan unos. “¡Fascista!”, le escupen los otros. Cuando empiezan a silbar las balas, Juan Cla se ve indefenso en tierra de nadie, denunciando el sinsentido de todo aquello, pero el problema es que usa palabras que nadie entiende (como vexilología), lo cual los irrita aún más, y unos y otros apuntan y disparan hasta acabar con él. Los de un lado le disparan a la cabeza, mientras que los del otro lado (¡ay, los del otro lado!) le disparan directamente al corazón.
Tras leer varios artículos de Juan Cla, me apeteció leer una obra suya de mayor enjundia y fue entonces cuando descubrí Canadiana, un libro sobre un país del que yo no sabía nada o, más bien, del que sabía únicamente dos cosas.
Lo primero que yo sabía de Canadá es que forma parte de un grupo de países (junto con Marruecos, Suiza, Brasil o Australia) con cuyas capitales debes tener cuidado si no quieres perder el quesito azul en la pregunta de geografía del Trivial.
–Atención, pregunta: ¿cuál es la capital de Canadá?
–Montreal [o Toronto] –respondes tú muy ufano, acercando ya tu mano al ansiado quesito.
–Pues no, te la acabas de comer. La respuesta era Ottawa. Siguiente.
Lo segundo que yo sabía de Canadá es que forma parte de un segundo grupo de países, entre los cuales se encuentran Islandia, Dinamarca, Nueva Zelanda o –de nuevo– Suiza. En este caso, todos ellos son países en los que no ocurren estas cosas. “Estas cosas” son todo lo malo que puedas imaginar: el paro, la corrupción, el enchufismo laboral, las listas de espera en sanidad, la gente que tira las colillas al suelo o los autobuses que llegan tarde y sin aire acondicionado. Estos países, como todo el mundo sabe, han sido marcados por la divinidad como un espacio libre de todas “estas cosas”.
Curiosamente, otro de los lugares en los que no ocurren estas cosas es Europa. “En Europa no pasan estas cosas”, oímos decir a menudo a muchos españoles. Nótese que a los españoles que dicen esta frase hay tres elementos que los caracterizan:
–que, por algún extraño motivo, no consideran que España forma parte de Europa.
–que tampoco consideran Europa a países como Italia, Portugal, Bulgaria o la propia Grecia (que fue quien inventó la palabra Europa), sino que su visión de Europa se restringe a países donde la gente es mayormente rubia y de piel muy blanquita. Una Europa aria, para entendernos.
–que ninguno de ellos, que tanto parecen conocer Europa, sería capaz de nombrar a siete jefes de gobierno de la Unión Europea.
En todo caso, sean cuales sean las fronteras reales o imaginarias de Europa, todo el mundo tiene claro que Canadá forma parte del grupo de países en los que no ocurren estas cosas. Ahí sí que no hay debate posible. Si habéis visto el documental Bowling for Columbine, de Michael Moore, ya sabréis que Estados Unidos es un país de descerebrados dispuestos a pegarte un tiro a la menor ocasión, mientras que, si cruzas la frontera norte, los canadienses no solo no tienen armas, sino que ni tan siquiera se molestan en cerrar la puerta de casa. De hecho, si abres esa puerta, no sienten el menor desasosiego por el hecho de que un desconocido penetre en su hogar, sino que lo invitan a pasar alegremente y le sirven un té con pastas. ¿Y todo esto por qué? Simplemente porque Canadá es un país en el que no ocurren estas cosas. Canadá es diferente, amigos. Un embajador canadiense nunca diría clavito en lugar de Pablito.
Con estos dos únicos conocimientos sobre Canadá, me dispuse a leer Canadiana, un paseo, de la mano de Juan Cla, por la geografía y por la historia (“discreta y memorable”) de un país tan vasto como ignorado. Su lectura me ha valido para aprender unas cuantas palabras nuevas (feraz, morrena, estocástica, impetrar, espiráculo, refitolera) y para disfrutar con la prosa de un escritor que, como dijo Alfonso Reyes, es, “para de una vez decir palabras fatales, clásico en suma”. Sirva como muestra de ello este párrafo, que bien podría constituir el inicio de una novela del siglo XIX:
A la provincia de Saskatchewan convendría llegar en tren muy despacio, permitiendo que la vasta pradera –sus trechos verdes, amarillos, rojizos o pardos– pueble la mirada del viajero hasta el hastío. Una entrada así, majestuosa y flemática, es el privilegio del turista ocioso.
Si hay algo que te queda claro al leer Canadiana, por si no se te había ocurrido, es que en Canadá hace un frío que pela. El lema de Canadá, como he aprendido al leer este libro, es A mari usque ad mare, pero bien podría ser sustituido por el lema de la casa Stark de Invernalia: Se acerca el invierno.
–Se acerca el invierno y no estáis preparados –les dicen a Juan Cla y a su mujer todos sus vecinos, pues una de las aficiones de los canadienses es meter miedo en el cuerpo a los recién llegados sobre lo que les espera.
Lo que les espera a Juan Cla y a su mujer en Canadá son “cuatro años y cinco inviernos (el último nos pareció tan atroz que lo contamos dos veces)”, y uno se los imagina tratando de sobrevivir en aquel rincón helado del mundo poniéndose una capa de ropa tras otra hasta alcanzar el volumen de dos muñecos de nieve. Así que, si viajas a Canadá en invierno, ya sabes que no puedes ir allí a lo Antonio Machado (“ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”), sino que no vas a tener maletas suficientes para meter todo lo que necesitas.
El equipamiento que se precisa es más variado de lo que uno puede imaginar: guantes y mitones, gorros y orejeras, abultados abrigos y gruesos calcetines de lana merina, botas, cubresuelas y bandejas para botas, calzones largos, mallas y calentadores, termos, braseros, estufas, palas, rasquetas, sopladoras de nieve, lonas para cubrir plantas y muebles de jardín, caucho para sellar puertas y ventanas, pesados sacos de sal para derretir el hielo, bidones de líquido anticongelante, y, en general, cualquier artefacto de uso ordinario diseñado para funcionar a bajas temperaturas. Súmense a eso artículos deportivos, como esquís, patines, sticks, trineos, raquetas y su respectiva impedimenta.
La lectura de Canadiana me ha servido, entre otras cosas, para confirmar mi propósito de no viajar nunca a Canadá. Me ocurre con este país lo mismo que con los países nórdicos: admiro el grado de civilización que han alcanzado, pero me ahuyenta de ellos el tedio que esa civilización conlleva. Esos transportes públicos que llegan a su hora, esos vecinos que te saludan con educación, esas elevadísimas cotas de bienestar…, ¿dónde está la diversión? Leo Canadiana y me maravillan los logros sociales de ese país, pero al mismo tiempo hay algo que echo de menos y que no sé muy bien qué es: alguien que escupa o tire un chicle al suelo, un coche que aparque en doble fila, algún atraco a mano armada en un callejón solitario. Tal vez lo más apasionante que puedas hacer en Canadá sea escribir un libro sobre Canadá. Y si ese libro ya está escrito, no tiene ningún sentido que yo vaya allí a hacer lo mismo.
A fin de cuentas, como dice Juan Cla, Canadá es “el país más civilizado del mundo, y donde a menudo felicidad y aburrimiento se emparejaban como cerezas.”