Los días perfectos (Jacobo Bergareche)

Tengo una teoría acerca de por qué Jacobo Bergareche se fue a vivir a Texas. En la nota biográfica que aparece en la solapa de Los días perfectos, se nos dice que se trasladó a Estados Unidos para investigar la correspondencia de varios escritores en el Harry Ransom Center de Austin, pero yo creo que el verdadero motivo de su viaje es muy diferente y que su marcha fue más bien una huida.

Creo que todo empezó hace muchos años, el primer día de curso en un nuevo colegio, cuando Jacobo Bergareche se presentó en clase con su mochila cargada de libros y con el firme propósito de hacer amigos. Me lo imagino ataviado con polo y pantalones cortos, y peinado con raya con colonia Nenuco. Lo veo adentrarse en la sala y ocupar un puesto en la primera fila, sin percibir los codazos que se dan los veteranos del lugar, que acaban de encontrar un nuevo blanco de sus burlas. Y ahí está el pequeño Jacobo, escuchando atentamente cómo pasa lista el profesor y ajeno por completo al nubarrón que se ha formado encima de su cabeza y que está a la espera de la menor ocasión para descargar un aguacero sobre él.

Ocasión que se presenta justamente cuando el profesor pronuncia su nombre (“¿Jacobo Bergareche?”) y, en el preciso instante en que Jacobo levanta la mano, un repetidor grita desde la última fila: “¡Jacobo en escabeche!”. Un huracán de risas se desata en torno al recién llegado, que se queda petrificado con la mano en alto, y un escalofrío de terror le recorre la espalda cuando otro repetidor mejora la mofa del primero al vociferar: “¡Sanjacobo en escabeche!” Y ahora sí estalla la tormenta perfecta, toda el aula es un griterío desenfrenado, un clamor enloquecido que brama al unísono: “¡Sanjacobo en escabeche, Sanjacobo en escabeche!”.

Así es cómo se rompen los sueños en el momento mismo de nacer, transformándose en una pavorosa pesadilla, que es como cabe calificar los años que Jacobo Bergareche pasará en ese colegio, donde en cada discusión en la que participe, en cada debate que intente ganar, siempre habrá un gracioso de turno que le espetará: “¡Tú te callas, Sanjacobo en escabeche!” Y ahí sabes que has perdido el debate para siempre porque da igual cuán buenas sean tus razones; como alguien te suelte esa frase, no tienes nada que hacer.

Fue seguramente en una de esas disputas de amargo final cuando Jacobo Bergareche tomó la decisión que cambiaría su vida al jurarse a sí mismo:

–Voy a aprender bien inglés y, cuando sea mayor, me iré a vivir a Estados Unidos. Y así ya nadie me llamará Sanjacobo en escabeche.

Esa es la razón, creo yo, que explica que Jacobo Bergareche acabase en Texas husmeando en los archivos del Harry Ransom Center. Visitar esos archivos no era por tanto el objetivo de su viaje, sino más bien la consecuencia de encontrarse en Texas, tras poner un océano de por medio con su apodo, sin tener nada que hacer. Y, como la fortuna sonríe a los audaces, en esos archivos encontraría Jacobo Bergareche el material para Los días perfectos, la novela que consagraría su carrera de escritor.

Pero, como la fortuna también es una hija de puta, tras saborear las mieles del éxito, un domingo cualquiera (que es el día de la semana que los escritores dedican a meter su nombre en Google para ver qué se dice de ellos), Jacobo Bergareche, tras leer numerosas reseñas elogiosas de su novela, daría con esta maldita bibliocrónica en la que, para su desdicha, un escritorzuelo petulante desvelaría al mundo el ridículo apodo que le arruinó la vida.

Me imagino a Jacobo Bergareche lívido frente a la pantalla del ordenador mientras una gota de sudor frío le recorre la espalda y unos ecos fantasmales del pasado le martillean los oídos: “¡Sanjacobo en escabeche! ¡Sanjacobo en escabeche! ¡Tú te callas, Sanjacobo en escabeche!”. Y me imagino también a su mujer –que no sé si tiene ni cómo se llama, pero imaginemos que sí tiene y que se llama Merche (sólo porque rima con Bergareche)– entrando en el despacho y teniendo con él esta conversación:

–¿Jacobo? Jacobo, ¿no me oías? Te estaba llamando.

–¿Eh? ¿Qué… qué pasa?

–Jacobo, ¿estás bien? Te veo muy blanco.

–¿Qué es lo que pasa, Merche?

–¿Que qué es lo que pasa? Pasa que es la hora de comer.

–Ah, sí. Enseguida voy.

–He pensado que mientras se acaban de hacer las lentejas podemos picar algo. He sacado unas aceitunas y una lata de mejillones en escabe…

–¡No!

–¿No qué?

–¡No lo digas!

–¿Que no diga el qué: mejillones en esca…?

–¡He dicho que no lo digas!

–Pero Jacobo, ¿qué mosca te ha picado? ¿A santo de qué te pones así?

–¡No me hables de santos! Por favor te lo pido, Merche, ¡no me hables de santos!

Así acabaría esta escena, con Jacobo Bergareche sobrecogido frente al ordenador, sintiéndose cercado por una horda de enemigos invisibles, y con Merche alejándose por el pasillo y maldiciendo su mala ventura:

–¿Quién me mandaría a mí casarme con un escritor? Ya me lo decía mi madre: Un ingeniero o un médico, nena. Nada de escritores.

* * * * *

Hasta aquí la idea que tenía para esta bibliocrónica, que me fue insuflada por las musas un domingo por la mañana cuando estaba en la ducha. Diez minutos antes había consultado mis redes sociales y había visto un tuit de Libros del Asteroide sobre Los días perfectos, la última novela de un escritor del que jamás había oído hablar: Jacobo Bergareche. Me llamó la atención ese nombre tan sonoro y, tras beberme el café, me fui rumiándolo a la ducha. Mientras me enjabonaba, pensé que Jacobo me recordaba a Sanjacobo, que era el plato que más odiaba de niño en el comedor de la escuela, y pensé también que Bergareche se parecía a Escabeche. Entonces me vino a la mente la imagen de Jacobo Bergareche en el patio del colegio rodeado por una multitud que le gritaba: “¡Sanjacobo en escabeche, Sanjacobo en escabeche!”, y me imaginé a Jacobo Bergareche intentando decir algo y que alguien le decía: “¡Tú te callas, Sanjacobo en escabeche!”, y, tal vez porque había dormido muy poco ese día, me entró la risa con esta idea tan estúpida y, cuanto más lo pensaba, más me reía de la chorrada que se me acababa de ocurrir, y supe que ya tenía tema para una nueva bibliocrónica, y a punto estuve de salir de la ducha gritando como Arquímedes: “¡Eureka, eureka!”, y si no lo hice fue porque, de tanto reírme a carcajadas, me entró champú en la boca y me puse a toser y también me entraron ganas de vomitar y me dio un mareo y acabé de rodillas en la ducha sin fuerzas para levantarme. Fue una escena bastante lamentable.

Como en otras ocasiones, se me había ocurrido la bibliocrónica antes siquiera de leer el libro y, como en aquellas ocasiones, me leí el libro únicamente para poder anclarlo a la bibliocrónica. Solo que esta vez la tarea se reveló imposible desde las primeras páginas.

Los días perfectos es una novela de amor en dos partes: las dos cartas que envía Luis, un periodista español que acaba de llegar a Austin (Texas) para asistir a un congreso. La primera va dirigida a Camila, su amante, con quien había planeado encontrarse en el congreso y que acaba de romper con él. La segunda se la escribe a su mujer, con quien comparte desde hace años una existencia rutinaria dominada por el tedio. En ambas cartas, Luis compara su relación con la que mantuvieron el escritor William Faulkner y su amante Meta Carpenter, cuya correspondencia ha podido consultar en el Harry Ransom Center.

Conforme avanzaba en la lectura de la novela, se me hacía más evidente la inviabilidad de mi propósito. ¿Cómo demonios iba a poder articular una bibliocrónica que enlazase esa escritura amorosa, con ecos de Pedro Salinas, con la chorrada descomunal de que a Jacobo Bergareche lo llamaban Sanjacobo en escabeche? Iba por la página 115 de las 177 que tiene la novela cuando sentí la tentación de arrojar la toalla porque no me sentía capaz de armar mi bibliocrónica, a menos…

–A menos –pensé– que aparezca en el libro la palabra escabeche.

Y ahora os pregunto: ¿qué probabilidades había de que en una novela amorosa, con un tono encendidamente sentimental, apareciera escabeche? En serio, ¿cuánto os habrías jugado vosotros a que en las 62 páginas que me quedaban saldría esa palabra?  No os habríais jugado nada, cobardones. Yo, en cambio, decidí jugármelo todo. Eso fue exactamente lo que hice.

–¡Me la juego! –grité. Y pasé a la página siguiente.

De pronto me vi en un casino imaginario donde un crupier animaba a apostar en una ruleta gigantesca que contenía todas las entradas del diccionario.

–¡Hagan juego, señores, hagan juego! ¿Qué palabra aparecerá en Los días perfectos? ¡Hagan juego!

Alrededor del crupier, varios grupos de jugadores se amontonaban para marcar sus apuestas. Los más apasionados colocaban sus fichas en las casillas de flechazo, frenesí y arrebato ante la mirada desdeñosa de un par de libertinos, que se inclinaban por adulterio, pecado y sodomía.  Los cursis optaban embelesados por cariño, abrazo y corazón, mientras que los más procaces repartían sus apuestas entre polla, coño y mamada. Un señor calvo y canoso, con patillas, mostachón y anteojos, distribuía sus fichas entre respeto, fidelidad y matrimonio. Junto a él, un joven con aire lúgubre y una mirada desprovista de toda esperanza se jugaba todas las suyas a una única palabra: desengaño.

–¡Hagan juego, señores, hagan juego! –repetía el crupier.

Una pelirroja deslumbrante, con vestido de raso y guantes de terciopelo, observaba la escena mientras daba caladas a un cigarrillo sostenido por una larga boquilla. Uno a uno, los jugadores fueron agotando sus fichas.

–¡El juego va a empezar! –anunció el crupier–. ¡El juego va a em…!

–¡Un momento! –dije–. Yo también quiero apostar.

Un rumor de extrañeza se fue elevando en la sala mientras yo me abría paso hacia la mesa con mi esmoquin de americana blanca y un clavel en el ojal. Me planté ante el crupier, saqué del bolsillo unas cuartillas manuscritas y, con gesto decidido, las arrojé sobre una casilla libre de cualquier ficha.

–Me juego esta bibliocrónica a que aparece la palabra escabeche.

Durante un instante se produjo un absoluto silencio y a continuación el estupor generalizado se transformó en una cascada de improperios.

–¡Valiente estupidez!

–¡No se puede ser más ser necio!

–¡Pobre imbécil!

La pelirroja había dejado de fumar y me clavaba una mirada atónita que no supe si era de admiración o de desprecio. Le hice una seña al crupier para que comenzara. Tras un instante de duda, pareció salir de su desconcierto y volver en sí. Dio un impulso a la ruleta y lanzó la bolita.

–¡Empieza el juego!

A mis espaldas continuaban los murmullos desdeñosos sobre mí. Murmullos que se fueron acallando según la bola perdía velocidad y que enmudecieron por completo cuando finalmente, y ante el asombro de todos, se posó en su destino.

–Escabeche –dijo el crupier–. Habemus bibliocronicam.

Todos los jugadores parecían haber perdido el habla, como si no acabaran de creerse que sus apuestas se hubiesen evaporado por aquel inconcebible párrafo de la página 146 en el que se había detenido la bola:

[.. ] y entonces llega el domingo por la tarde, con su tedio insoportable y yo, completamente solo ante ese tedio, desmonto el carburador de una moto, pongo el último vinilo que me he comprado y cuezo un conejo de monte para preparar un escabeche […]

En cuanto a mí, no perdí ni un minuto más en aquella sala. Recogí mis cuartillas, le guiñé un ojo a la pelirroja (definitivamente, su mirada no era de desprecio) y me vine raudo a publicar esta bibliocrónica que estáis leyendo, porque ¿qué otra cosa podía significar escabeche, metida con calzador en la novela, sino la confirmación de que mi teoría era cierta? Resultaba evidente que Jacobo Bergareche había introducido esa palabra en Los días perfectos como un guiño oculto a sus antiguos compañeros de colegio, una forma de reafirmarse ante ellos y demostrarles que ese apodo no había logrado erosionar su autoestima. Meter esa palabra en la novela que tanto éxito le depararía sería como decirles:

–Os reíais de mí y me llamabais Sanjacobo en escabeche, pero ahora la vida ha puesto a cada uno en su lugar. Mirad en lo que os habéis convertido: no sois más que vulgares directivos de multinacionales, mientras que yo soy escritor y Vargas Llosa ha publicado una reseña de mi novela en Babelia. ¿Quién es ahora el fracasado, eh? ¡¿Quién es ahora el fracasado?!

Eso gritaría Jacobo Bergareche, en el colmo del paroxismo, desde el diván en el que estaría recostado, y a continuación oiría las tapas de un cuaderno que se cierra y la voz de su psicoanalista, que le diría:

–Por hoy hemos terminado. Nos vemos el próximo jueves a la hora de siempre.

Y si Jacobo Bergareche pretende venir a desbaratar mi bibliocrónica aduciendo que estoy equivocado y que esa palabra cumple en la novela una finalidad narrativa, no pienso atender a ninguna de sus razones. Simplemente cerraré los ojos, me taparé los oídos con las manos y me pondré a gritar:

–¡Tú te callas, Sanjacobo en escabeche!

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