El trigo tierno (Colette)

Yo tenía dieciocho años y un día fui al teatro.

Yo tenía dieciocho años, me había mudado a Madrid para estudiar Ingeniería de Caminos y me sentía como mi maestro, Gabriel García Márquez (según nos cuenta Plinio Apuleyo Mendoza en Aquellos tiempos con Gabo), cuando se mudó a la capital de su país para estudiar una carrera que, al igual que yo, ya se adivinaba que jamás había de terminar. Como él, yo había empezado a ser para muchos un caso perdido.

Mientras el tranvía aquel avanzaba lento en la soleada tarde de domingo, por calles que las multitudes aglomeradas en el estadio de fútbol o en la plaza de toros habían dejado vacías, el caso perdido (me lo contaría muchas veces), con sus dieciocho años maltratados por ansiedades y frustraciones ardientes, tenía la impresión de ser el único en aquella ciudad sin mujer con quien acostarse, el único que no podía beberse una cerveza, el único sin amigos ni familia. […] Sin embargo, en el fondo era un tímido; un solitario, que prefería Kafka a los tratados de Derecho y que escribía cuentos sigilosos en su cuarto de pensión, cuentos que hablaban de su pueblo bananero, de alcaravanes de madrugada y de trenes amarillos.

Y un día fui al teatro.

Se trataba de una obra realizada por estudiantes aficionados y que se representaba en un colegio mayor vecino al mío. Estaban programadas tres sesiones en días consecutivos y asistí a la primera de ellas. Era una comedia sin importancia pero con algún gag ocurrente. Trataba de un barco que naufragaba y cuyos viajeros debían sobrevivir en una isla poblada por caníbales. La obra transcurría a buen ritmo y contaba con la complicidad del público, pues casi todos conocían a alguno de los actores. Hubo risas y aplausos compartidos, pero de pronto sucedió algo que me hizo sentirme único en medio de toda esa gente. Empezó a sonar una melodía, en un francés entreverado de italiano, y tuve la impresión de que la voz de aquella mujer, entre aquella multitud, se dirigía exclusivamente a mí. Sentí que solo yo era el destinatario de aquella canción.

Con la mirada abatida, la cara triste y las mejillas pálidas, no duermes nada, no eres más que la sombra de ti mismo. Vagas solo por la calle como un alma en pena, y todas las noches se te puede ver bajo su ventana. Ya sé que la adoras y que tiene ojos bonitos, pero aún eres demasiado joven para jugar al amor. […] Puedes cantar todo lo que quieras. Ella no te toma en serio. 

Hoy me habría resultado sencillísimo identificar una canción desconocida, pero en aquella época no tenía fácil acceso a internet, por lo que me dediqué a tararear la canción a mis compañeros de colegio mayor (con el problema añadido de que mis pésimas dotes para la música hacían que cada nueva versión difiriera aún más de la original) para ver si alguno de ellos la conocía. Mis esfuerzos fueron en vano: nadie tenía la menor idea de qué canción era esa.

Ante la imposibilidad de descubrir su autoría, tan solo me quedaba una opción. Me sentía tan fascinado por aquella canción y era tanto mi deseo de volver a escucharla que decidí asistir de nuevo al teatro los dos días siguientes.

Al tercer día, ya me sabía la obra de memoria, pero toda ella me daba igual. Desde que ocupaba mi asiento, me quedaba a la espera de un único instante, aquel que justificaba mi asistencia reiterada a aquella representación. Aguardaba con ansia el momento en que sonaría la música y aquella voz de mujer volvería a cantar para mí las verdades últimas de mi vida, pero cuando se empezaban a sentir los primeros compases, mi ansiedad se redoblaba porque entonces sabía que, con cada nueva frase, la canción estaba más cerca de terminarse. Al finalizar aquel fragmento musical, veía el resto de la obra sin el menor interés, intentando retener en mi memoria aquella melodía y el tono cautivador de aquella voz. Mientras el público seguía con atención el desenlace de la obra, yo seguía escuchando aquella canción mucho después de que hubiese acabado.

La noche del tercer día, para celebrar su pequeño éxito, los actores y el director salieron al jardín a fumar y a beber unos tragos. Decidí unirme a ellos con el único objetivo de despejar la duda que me corroía desde hacía tres días. Tras unos instantes de vacilación, le pregunté al director cuál era la canción que sonaba en el segundo acto de la obra.

Bambino –me respondió–. Es de una cantante que se llama Dalida.

Desde aquella noche, el nombre de Dalida está grabado en una estrella en mi particular paseo de la fama, aquel que recorre mi biografía sentimental. Esa canción, Bambino, es tan solo la primera de tantas otras suyas que, desde entonces, escucho con asiduidad. Ahí está, por ejemplo, Parole, parole, en un dueto memorable con Alain Delon (cuya versión en francés siempre he preferido a la versión italiana con Mina y Alberto Lupo). También está Gigi l’amoroso, una maravillosa oda a la derrota de quien se atreve a volar más alto y que soy incapaz de escuchar sin que se me salten las lágrimas, al igual que me siguen emocionando las dos sencillas frases que Dalida escribió en un papel cuando decidió despedirse de este mundo con una sobredosis de somníferos en su casa de Montmartre: La vida me resulta insoportable. Perdonadme.

Me siento vinculado de por vida, por distintas razones, a todas estas canciones de Dalida, pero, si hay una que logra imponerse a las demás, esa es, sin ninguna duda, Il venait d’avoir dix-huit ans [Acababa de cumplir los dieciocho] porque el motivo que me une a ella es el más potente de todos.

La canción narra un encuentro fugaz entre un joven que se estrena en la vida adulta y una mujer que le dobla la edad.

Acababa de cumplir los dieciocho. Era hermoso como un niño, fuerte como un hombre.

En aquella época, yo tenía el proyecto de escribir una novela que trataba de la relación entre un hombre joven y una mujer con esa misma diferencia de edad y, desde que la escuché por primera vez, aquella melodía pasó a formar parte de la banda sonora de la novela que tardaría tanto tiempo en escribir. Una y otra vez, a lo largo de los años, escuchaba esa canción e imaginaba a mi personaje –y me imaginaba a mí mismo– en los brazos de aquella mujer.

Hace unos meses tomé un avión desde Lisboa para pasar un fin de semana en Madrid. El motivo de mi viaje era asistir a la boda de mi amigo Chema, un compañero de la facultad al que conocí cuando cambié los estudios de Ingeniería de Caminos por los de Filología Hispánica. Unos meses antes de tomar el avión, mientras tomaba café en una terraza del centro de Lisboa, había recibido una llamada suya y de inmediato supe de qué se trataba.

–¡Hey, Chema! –le dije nada más descolgar–. Te vas a casar, ¿no?

–¿Cómo lo sabes?

–Llevo años sin recibir una llamada tuya. Solo podía ser eso.

–Pues sí, me voy a casar. Es en septiembre. ¿Podrás venir?

–Por supuesto que sí.

Así que un viernes de septiembre, después de las clases, aterricé en mi querido Madrid para asistir a la boda de mi amigo. Me fui directo al hotel para pasar la noche. A la mañana siguiente, me dirigí a la Plaza de Castilla, donde nos esperaba el autobús para los invitados a la ceremonia. Allí me encontré con David, mi otro amigo de la carrera, recién llegado de Bélgica, acompañado de su mujer italiana, Mara, y de su bebé de tres meses. Hubo besos, abrazos, carantoñas a la pequeña Giulia, y solo cuando el autobús hubo arrancado y el paisaje urbano empezó a transformarse en rural, David se aventuró a preguntarme por algo cuya respuesta ya imaginaba.

–¿Alguna novedad?

–No, nada.

No le hizo falta ser más específico en su pregunta, pues se estaba refiriendo naturalmente a mi novela, aquella que había empezado a imaginar a los dieciocho años.

Decía Borges, cuando le preguntaban en qué momento decidió que sería escritor, que desde siempre era algo que todo el mundo en su familia había dado por hecho. En mi caso sucedía algo parecido. Todo el mundo pensaba –o quería pensar– que algún día escribiría una novela. Pero los años pasaban y yo no producía nada. Durante muchos años fui un escritor que no escribía. La novela, no obstante, seguía ocupando cada día de mi vida y asaltaba mi pensamiento a cualquier hora y en cualquier lugar: al hacer la compra en el supermercado, al beber una copa en la barra de un bar, al caminar por la calle de la mano de una mujer.

Todos sabían que algún día escribiría una novela, pero nadie tenía la menor idea de sobre qué la iba a escribir. Solo hubo tres personas en toda mi vida (ni mi familia, ni mis amigos de infancia) a las que me atreví a revelarles el tema del que trataba. Una de esas tres personas fue David.

Meses antes de volver a vernos en la boda de Chema, le había pedido a David su dirección para poder enviarle (sin que él lo supiera) el manuscrito. Mi intención inicial había sido enviarle la novela ya publicada para darle la sorpresa, pero la cruda realidad me había hecho torcer los planes.

En mi ingenuidad, yo había pensado que la única dificultad en la escritura de una novela consistía en ponerle el punto final a la obra, que después bastaba con enviarla a las editoriales y que estas reconocerían, en cuanto leyeran el primer párrafo, la gran obra maestra que era y descolgarían de inmediato el teléfono para llamarme y adelantarse a los sellos de la competencia.

Solo después de acabar mi novela descubrí que lo difícil no era escribirla, sino tan solo conseguir que un editor se tomase la molestia de abrir el email en el que se la habías enviado. Llegaron entonces los meses de silencio, de ansiedad, de abrir el correo electrónico más de cien veces al día para enfrentarme a la misma evidencia: a nadie le importaba un carajo mi novela.

En aquellos meses de agonía empecé a hacer lo que había decidido que no haría: dar a leer mi novela a la gente antes de ser publicada. Lo hice no tanto por saber sus opiniones, sino porque ser leído, aunque fuera por tres, cuatro o diez personas, era la única forma de sentir que mi novela estaba viva y de que yo, a pesar de todo, era un escritor.

Cuando tenía nueve años, recuerdo que mi padre, después de cenar, me dibujó en un papel una boca y una oreja, y me dijo:

–Si esta boca está en el desierto y dice una frase, pero no hay ningún oído que la reciba, es como si esa boca estuviera muda. El sonido solo existe cuando alguien lo escucha.

Dar a leer mi novela a la gente era una forma de que la novela no estuviera muda, de que, en aquellos meses de silencio por parte de las editoriales, alguien escuchara mi voz.

¿Por qué tardé entonces tanto tiempo en enviársela a David? Tal vez porque en su caso era diferente. Tal vez porque su opinión era la única que realmente me importaba.

A menudo se pregunta a los escritores quién es el lector ideal en el que pensaban cuando estaban escribiendo un libro. Yo siempre quise creer que ese lector ideal era yo mismo, que había escrito aquella novela para impresionar a alguien que se pareciese a mí. Pero en el fondo, sabía que eso no era totalmente cierto. Yo sabía que esa novela había tenido siempre dos lectores ideales: uno era yo mismo; el otro era David. Con cada nueva frase que escribía, con cada diálogo, con cada cierre de capítulo, me preguntaba: ¿qué diría David al leer esto?

De ahí mi profundo desasosiego cuando, desesperado por tantos meses sin respuesta de las editoriales, y ante la imposibilidad de mandarle la novela publicada, me armé de valor y metí el manuscrito de mi novela en un sobre con dirección a Bruselas. El “testigo” de mi vida iba finalmente a leerla. ¿Que qué es el “testigo”? Sándor Márai nos lo explica en su novela La mujer justa:

Mucho tiempo después mi marido me dijo que aquel hombre era el “testigo” de su vida. Trató de explicarme lo que quería decir con eso. Dijo que en la vida de todos los seres humanos hay un testigo al que conocemos desde jóvenes y que es más fuerte. Hacemos todo lo posible para esconder de la mirada de ese juez impasible lo deshonroso que albergamos en nuestro seno. Pero el testigo no se fía, sabe algo que nadie más sabe. Pueden nombrarnos ministros o concedernos el premio Nobel, pero el testigo tan solo nos mira y sonríe. […] También me dijo que todo lo que hacía una persona en la vida acababa haciéndolo para el testigo, para convencerlo, para demostrarle algo. La carrera y los grandes esfuerzos de la vida personal se hacen ante todo para el testigo.

A los pocos días de enviarle la novela, recibí un whatsapp de David.

–¡Qué sorpresa al abrir el sobre! Cuando me pediste la dirección pensé que era para enviarnos un regalo para Giulia.

–Ese regalo está pendiente. Os lo envío cuando nazca.

–Estos días estoy muy liado, pero el fin de semana la leeré con tiempo y después hablamos.

–Perfecto.

En uno de aquellos días que precedieron al fin de semana, fui a Mister Man, una de las mejores sastrerías de Lisboa, para que me arreglasen un traje que me había comprado en la época en que estudiaba con David y que hacía años que no me ponía. Le mostré el traje al dependiente, Carlos (el hombre más elegante de toda Lisboa y mi principal asesor en materia de dandismo), y él se quedó admirado con la calidad de la tela:

–Es un tejido muy bueno –me dijo–. Pruébatelo para ver cómo te queda.

Mientras me lo probaba, Carlos aprovechó para darme una de sus lecciones sobre el arte de vestir:

–El mayor pecado que puedes cometer es llevar una ropa que no se ajuste a tu cuerpo. Si tienes una tela carísima, pero el traje te viene grande, la gente ve a un hombre mal vestido. Pero si tienes una tela barata y el traje se ajusta perfectamente a tu cuerpo, la gente ve a un hombre elegante.

Estuve a punto de decirle:

–Lo mismo sucede con la literatura: lo importante no es el qué; es el cómo.

Tras ponerme el traje, me calcé los zapatos y me situé enfrente del gran espejo de roble de la sastrería.

Carlos me tiraba de un lado y de otro del traje y me decía:

–Te sobra tela por todas partes. Vamos a ver qué podemos hacer.

Fue tomando un alfiler tras otro y se puso manos a la obra: subió la manga, estrechó la cintura, me metió los bajos del pantalón (¿Así te parece bien? Más largos que esto no deben ser porque hacen arruga. / No, súbelos un poco más, vamos a hacerlo a la portuguesa: que se vea el calcetín y que luzca el zapato. / Muy bien: estás aprendiendo.) y me redujo todo el ancho de la pernera para que quedase más estilizada.

Me volví a mirar en el espejo. A la izquierda era donde Carlos había tomado las medidas. Se veía un traje que se ajustaba a la perfección a mi cuerpo. Un traje elegante, impecable. A la derecha se veía el traje tal como lo había llevado en varias ocasiones en mi época de estudiante en Madrid. Me miraba una y otra vez y no lograba explicármelo: ¿cómo había podido pensar alguna vez que ese traje me quedaba bien cuando ahora me resultaba tan evidente lo contrario? Pensé en las veces en que David me había visto en Madrid con ese traje. Él había sido testigo de aquel traje informe con el que yo me creía tan elegante.

Del mismo modo, David había sido testigo de mis primeros cuentos, aquellos que escribí antes de dominar las técnicas de confección de la prosa. Eran cuentos a los que les sobraba tela por todas partes. Y ahora, muchos años después, le enviaba una novela con la que esperaba demostrarle mi valía, porque es precisamente al testigo de nuestros errores a quien uno quiere demostrarle que ha sido capaz de aprender. El tejido de mi novela era el mismo que le había enseñado en nuestra época universitaria, pero habían tenido que pasar largos años para que yo aprendiera el arte de la sastrería literaria, para saber subirles las mangas a las frases, para cortar los párrafos antes de que se formase en ellos una arruga, para eliminar todo el material sobrante y ajustar las hechuras de la novela hasta dejarla en su medida exacta. ¿Qué diría David de esta novela? ¿Aprobaría mi creación?

La respuesta me llegó en un whatsapp aquel fin de semana:

–Me acabo de terminar la novela. Estoy a punto de llorar porque eres un grandísimo escritor y estoy orgulloso de ti.

En la vida he tenido la suerte de que me dijeran cosas muy bonitas: mi familia, mis amigos, mis profesores, mis alumnos, mis amores. De todas ellas, esta es uno de mis mayores tesoros.

Por eso, cuando meses después íbamos en aquel autobús rumbo a la boda de Chema y David me preguntó “¿Alguna novedad?” y yo le respondí “No, nada”, me sentí más avergonzado que nunca de mi derrota. Escribir y publicar aquella novela había sido el mayor sueño –tal vez el único sueño– de toda mi vida. Había conseguido lo primero pero había fallado en lo segundo. Y David volvía a ser el testigo de mi fracaso.

Llegamos a Cantoblanco, a la finca donde iba a celebrarse la boda. Sin apenas tiempo para nada, ocupamos nuestros asientos y empezó la ceremonia. Al acabar empezaron a pasar camareros con bandejas y yo me di cuenta de todo lo que no podía comer: prácticamente nada. Todo el estrés emocional acumulado por los largos meses de espera de una respuesta por parte de las editoriales se había somatizado en una dolencia estomacal que me impedía beber alcohol, comer fritos, salsas, picante… Así que ahí estaba yo, en mitad de toda esa gente, viendo pasar un plato tras otro y bebiendo vasos de agua. Al menos, pensaba intentando animarme, era agua del grifo de Madrid. Podría haber sido peor.

Al rato vino Chema, ya convertido en un señor marido, y empezó a presentarnos a toda la gente que nos rodeaba. “Este es Celso –decía de mí–, un amigo de la carrera.” Ese simple gesto de cortesía por parte de Chema hizo que se agudizara mi sentimiento de fracaso. “Yo sentiré que he triunfado en la vida –le había dicho un día a David en nuestra época universitaria– el día en que alguien me reconozca en Madrid.” No podía ser Londres, ni París ni Nueva York. Esa persona que debía reconocerme como escritor por la calle tenía que hacerlo en Madrid, en la ciudad que me había visto llegar como un chico asustado de provincias y a la que yo había soñado con conquistar. Por eso, el mero hecho de que Chema tuviera que presentarme al resto de invitados no hacía más que certificar una y otra vez mi derrota literaria: era imposible que nadie me reconociera porque nadie había publicado mi novela. Yo no era Celso, el conocido novelista. Yo no era más que Celso, un amigo de la carrera. “Perdona, ¿me puedes repetir tu nombre? ¿Celso? Nunca lo había escuchado.”

Una de las personas a las que Chema nos presentó fue precisamente a su mujer, a la cual ni yo ni David conocíamos. Recordé entonces que la última vez en que habíamos coincidido los tres amigos en Madrid  había sido tres años atrás precisamente en otra boda: la de David y Mara. Al día siguiente de aquella boda, me tocó pasar el día solo en la ciudad porque Chema había quedado con una chica a la que había conocido por internet. Esa chica era la que ahora se acababa de convertir en su mujer. Así pues, de los tres amigos, yo era el único que permanecía sin pareja. Y no solo eso: un vistazo a los invitados me hizo darme cuenta de que yo era el único que había asistido sin acompañante a esa boda (ella, quienquiera que fuese, seguía sin tomarme en serio). Todos ellos parecían felices (aunque tal vez no lo fueran, pero todo el mundo suele aparentar felicidad en las bodas). Y fue en ese preciso instante, en medio de toda aquella gente, cuando tuve la impresión de ser el único en aquel lugar sin mujer con quien acostarse, el único que no podía beberse una copa, el único que nunca formaría una familia, el único que había fracasado en la vida.

Al día siguiente de la boda de Chema, David y Mara habían quedado con unos amigos, así que, como tres años atrás, me tocó pasar la tarde solo en Madrid. Paseé por las calles (donde nadie me reconoció), fui a varias librerías (donde no estaba expuesta mi novela) y después tomé el metro para ir al aeropuerto. Mientras el vagón aquel avanzaba en aquella tarde de domingo, yo, un caso perdido de la literatura, empecé a recordar mis años de juventud en aquel Madrid que no había logrado conquistar. Me vino entonces a la memoria la canción de Dalida (Il venait d’avoir 18 ans), que había sido la melodía de fondo de mi sueño literario, solo que esta vez la visualicé de otra manera. Ya no me identificaba con aquel joven de 18 años, impetuoso y lleno de vida, consciente de todo su poder. Ahora yo era ella, la mujer a quien los sueños se le han ido convirtiendo en cicatrices y que acepta con resignación los amores de una noche. Con mis 36 años a cuestas, me reconocí con fatalidad en los versos finales de la canción:

Me arreglé el cabello, me puse un poco de rímel en los ojos por costumbre. Había simplemente olvidado que yo tenía dos veces 18 años.

Volví entonces a repasar de principio a fin toda la letra de la canción y me quedé pensando en estos versos:

No me habló de amor. Pensaba que las palabras de amor son irrisorias. Me dijo: “Tengo ganas de ti”. Había visto en el cine El trigo tierno.

Me sorprendió comprobar que una canción que me gustaba tanto, que tan importante había sido en mi vida, no me hubiese conducido nunca a ver la película que se menciona en ella, así que decidí que le pondría remedio cuando llegara a Lisboa. Pero también decidí que, antes de ver la película, me gustaría leer el libro de Colette en el que estaba basada. Y fue así como acabé leyendo El trigo tierno.

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