
Mi maravillosa librería, que narra las vicisitudes de la propietaria de una librería vienesa, tiene un comienzo trepidante. Tal vez pueda sorprender este adjetivo –trepidante– para calificar las memorias de una librera, cuya vida imaginamos que transcurre de forma apacible tras el mostrador de su negocio, pero no se me ocurre otro mejor para calificar el inicio de este libro. Y es que en menos de una página Petra Hartlieb y su marido Oliver deciden de la noche a la mañana hacerse libreros, pujan por internet por una librería ofreciendo un dinero que no tienen, la consiguen, renuncian a sus empleos y emprenden el traslado de Alemania a Austria. Este cambio repentino no solo les afecta a ellos, sino que también repercute en la vida de otras personas, y así se ven obligados a explicarle “a nuestro hijo de dieciséis años, que es totalmente alemán del norte, y que se acaba de enamorar por primera vez, que nos mudamos a Viena.”
No se me ocurre una estrategia de animación a la lectura más desastrosa por parte de unos futuros libreros. A mí me dicen mis padres a los dieciséis años que me voy a quedar sin novia porque nos tenemos que mudar de país para que se hagan cargo de una librería y no me vuelvo a leer un libro en mi vida.
Lo de que el hijo es “totalmente alemán del norte” no queda claro qué significa hasta 75 páginas más adelante, cuando el chaval, con sus rastas y su crisis existencial a cuestas, hasta las narices de vivir en Viena, le pide a Petra Hartlieb que le permita volver a Hamburgo. Para reforzar sus argumentos, le presenta un documento donde se tratan todos los asuntos relacionados con el proyecto de mudanza: el visto bueno de los padres de un amigo para alojarlo y de la directora del instituto para readmitirlo, así como la confirmación de que seguirá cobrando la beca de estudios y podrá mantener su seguro médico. A este documento le adjunta una tabla de Excel donde se desgranan todos los cálculos del dinero necesario para cubrir los distintos gastos.
Mi hijo, que es incapaz de animarse a cruzar la calle para comprar algo en la panadería, que nunca ha logrado hacerse con un trabajo para el verano, que tiene unos apuntes que parecen sacados de un container para papel, mi hijo, nos entrega un documento con el nivel expositivo y argumentativo del powerpoint que un consultor de McKinsey presentaría como propuesta de reorganización de una empresa. Evidentemente, le respondemos que sí.
Yo también habría aceptado. A ver con qué cara dices que no a una propuesta así.
Pero volvamos al principio de todo, a cuando Petra Hartlieb y su marido deciden comprarse una librería y mudarse a Viena, porque a partir de la segunda página del libro, este deja de ser un thriller trepidante para acercarse al género de esos libros de autoayuda que contienen frases como: “Cuando deseas algo con mucha fuerza, el universo conspira para que lo consigas”. Porque efectivamente aquí todo el mundo se alía para que Petra y Oliver puedan llevar a buen puerto su librería: unos amigos radiólogos los alojan durante meses sin cobrarles un euro; cuando el marido presenta su dimisión, el presidente de su empresa tan solo le hace una pregunta: “Dígame, ¿cómo puedo ayudarlos?”; aparecen amigos para ayudarlos a montar estanterías, pintar las paredes, poner la moqueta y colocar todos los libros en las baldas; un consejero de distrito de Los Verdes, que es aparejador, les presta una escalera para colgar el cartel y después se ofrece para hacerles la reforma del local; el hijo de una vecina va dos veces por semana en tranvía para traer libros de un distribuidor minorista; hay clientes que les traen galletas y chocolate; un neurólogo les trae bocadillos; otra clienta los invita a cenar en su casa para prepararles las recetas que ha aprendido en un libro de cocina que les compró una semana antes; una pareja de clientes –farmacéutica ella y médico él– se encuentran un domingo a Petra en una heladería y deciden cancelar su plan de piscina e irse con ella a la librería a ordenar libros; un vecino trajeado se apea del coche en mitad de la noche y la ayuda a quitar la nieve que se ha acumulado en el toldo; un actor famoso al que han contratado para una lectura de textos de Jonathan Franzen decide renunciar a sus honorarios.
Esta solidaridad se dispara en los días de mayor estrés de la campaña de Navidad: una clienta abogada se ofrece a ir al banco a cambiar dinero y después se mete en la trastienda a envolver libros, el neurólogo de los bocadillos los lleva en taxi a cenar a un restaurante italiano porque los ve muy cansados a la hora de cerrar, aparecen los padres de una empleada con dos bandejas de lasaña (una con carne y otra vegetariana) y, por si fuera poco, los vecinos dan de comer a su hija pequeña y sacan a pasear a su perro. Con tanta buena gente, a uno le entran ganas de irse a vivir a Viena y montar un negocio de lo que sea.
Ahora bien, si hay alguien en este libro que se lleva el premio a la solidaridad, ese es sin duda uno de los ex de Petra Hartlieb, que, justo cuando ella decide comprar la librería, acaba de heredar y le hace un préstamo de 40.000 euros sin intereses. Esta es una de las ventajas de un libro de memorias frente a uno de ficción. En una novela sería inadmisible que la autora se sacase de la manga a un ex que acaba de recibir una herencia y que te soluciona la vida, porque esto sería un deus ex machina en toda regla. Un lector actual no aceptaría a ese personaje salvador que aparece de la nada, pero la no ficción te permite escribir cosas de este tipo, que son reales aunque no sean verosímiles.
Lo peor de todo es que de este ex que suelta la pasta no sabemos nada. Únicamente aparece para prestarle a Petra los 40.000 eurazos y ahí acaba su función. No sabemos ni cómo es él, ni en qué lugar se enamoró de Petra, ni de dónde es, ni a qué dedica el tiempo libre. De hecho, no sabemos ni su nombre.
Del aparejador que le presta a Petra una escalera y después le hace una reforma sí sabemos el nombre: se llama Robert. Sabemos también los nombres de los operarios que se encargan de dicha reforma: se llaman Yusuf, Dragan, Fasgavic y Alí. Sabemos incluso el nombre de un amigo cuya única intervención se reduce a esta frase: “Caminamos hasta el restaurante de nuestro amigo Georg, dos calles más allá.” De las empleadas de la librería también sabemos sus nombres o, en su defecto, sus apodos. A una la llaman The Brain porque es la que tiene una mayor visión de conjunto del negocio. A otra, especialista en encontrar los libros que están fuera de sitio, la llaman “cariñosa y jocosamente cerda trufera”. Ignoro si en alemán cerda trufera puede sonar más cariñoso que en español. A mí me llaman cerdo trufero y se ha acabado el encontrar libros perdidos.
Sabemos pues los nombres y apodos de todo el mundo. Pero, ¿y el ex? ¿Cómo demonios se llama el maldito ex? Nos quedamos sin saberlo. Tan solo pone los 40.000 euros y desaparece. No tiene ni una sola réplica en el guión. No aparece ni como extra ojeando los estantes de la librería. Yo espero que, si algún día le presto 40.000 euros sin intereses a mi ex para que cumpla con su marido el sueño de su vida y ella escribe después un libro de memorias, al menos diga algo de mí que me haga quedar bien ante los lectores en vez de parecer un pardillo. Me gustaría que dijera algo como: “Muchas mujeres dicen que tiene las pestañas muy bonitas”, o “Cuando iba a séptimo de EGB ganó un concurso de matemáticas”, o “Tiene una web llamada Bibliocrónicas que recomiendo visitar”.
En cualquier caso, los lectores de Petra Hartlieb debemos mostrarnos agradecidos a ese ex de nombre desconocido, pues gracias a él, entre otra mucha gente, Petra logró montar su negocio. Y gracias a que lo logró, podemos hoy disfrutar de este libro tan entretenido y repleto de anécdotas divertidas, la mayor parte de las cuales las protagonizan los clientes de la librería.
Como esa mujer joven que pidió, con voz alta y clara, y en medio de la librería llena a reventar, El orgasmo perfecto. Cuando una de mis compañeras le preguntó: “¿Lo necesita usted ya mismo o puede esperar unos días?”, ni siquiera se puso roja. Lo quería ya mismo.
Pero no todo son alegrías en este libro. También se dan cita en estas páginas las pequeñas miserias cotidianas de Petra Hartlieb, sus miedos e incertidumbres, sus dificultades para conjugar la vida familiar y laboral, sus extenuantes jornadas de trabajo, especialmente durante las campañas de Navidad, su lucha por sobrevivir frente a Amazon, sus problemas con el programa informático, que provocan una crisis que casi acaba con su negocio y con su matrimonio. Frente a todo esto, tan solo hay una cosa –su amor incondicional por los libros– que le da la fuerza necesaria para seguir hacia delante.
A seguir hacia delante en unos tiempos en que tiendas tan “anacrónicas” como las nuestras son sentenciadas a muerte una vez por semana. A seguir porque no nos queda más remedio. Porque no hay nada que sepamos hacer mejor. Porque no hay nada que nos guste hacer más.