
Jude el oscuro es la última novela que escribió Thomas Hardy y la primera que he leído de él. Tenía dos novelas de este escritor en mi biblioteca: Jude el oscuro y Tess, la de los d’Urberville, así que podría haber elegido cualquiera de las dos para iniciarme con este autor. Me imaginé alardeando de que estaba leyendo a Thomas Hardy y diciéndole a la gente: “Eh, ¿sabéis que estoy leyendo Tess, la de los d’Uber… la de los d’Ubriville… Tess de las d’Ubre…?” Decidí que sería mejor empezar por Jude el oscuro.
Si le dices a alguien que estás leyendo una novela que se llama Jude el oscuro, sabes que lo primero que le viene a la mente a esa persona es “Hey, Juuude, don’t make it bad. Take a sad sooong and make it better!” Reconoce que tú también lo has pensado. ¿No lo has pensado? Entonces debo decirte que no tienes ninguna cultura musical.
De Thomas Hardy había oído que sus libros estaban llenos de fatalidades y que provocaban una honda pesadumbre en el lector, pero me adentré en la lectura de Jude el oscuro desarmado y a pecho descubierto, como si yo estuviera a salvo de los peligros de la literatura, con la misma presunción con la que de niño decía: “¡Yo soy inmune a la varicela!” Hasta que, como los demás, acabas pillando la varicela y hasta que, como a los demás, Jude el oscuro te clava una lanza en el costado.
Fue en el tercer capítulo cuando me vi obligado a interrumpir la lectura. Desde la primera frase me había atrapado el estilo de Hardy y me interesaba la historia que me contaba, pero noté cómo el abatimiento se iba apoderando de mí y cómo un agudo pesar me oprimía el corazón. Esta sensación, sumada al hecho de que llevaba meses confinado y sin vida social por culpa de una maldita pandemia, me empezó a resultar asfixiante, así que decidí hacer un parón y leer algo más alegre, algo que me liberara de esa atmósfera opresiva que no me dejaba respirar. No interrumpí por tanto la lectura de Jude el oscuro por su escaso mérito literario, sino todo lo contrario, pues el que un libro fuese capaz de provocarme un efecto semejante constituía una prueba de su valía. Simplemente necesitaba leer algo más optimista, una historia que me hiciese reír.
El libro que elegí para contrarrestar la amargura de Jude el oscuro fue una novela de la que no sabía nada y en cuya cubierta aparecía una fotografía graciosa de un niño con unos cuernos, lo que le daba al libro un aire desenfadado. La novela me la había recomendado mi hermana tiempo atrás sin darme ningún detalle sobre el argumento.
–Este libro está muy bien. Te gustará –me había dicho.
La novela anti-Jude trataba de un niño cándido de once años que vive en un hogar disfuncional y que sufre acoso escolar por ser gay y que un día, tras descubrir que su padre es un narcotraficante, mata en defensa propia a otro chaval de un navajazo y después cuenta su historia desde un reformatorio en el que lleva años sin ver a sus seres queridos.
Tras esta novela, decidí dejarme de más experimentos y acabar de una vez la lectura de Jude el oscuro.
En Jude el oscuro encontramos una crítica a la desigualdad de oportunidades y un ataque furibundo a la institución del matrimonio. Es una novela dolorosa, clarividente y subversiva, lo cual, unido al talento literario de Hardy, debería convertir a Jude el oscuro en un libro extraordinario. Y, sin embargo, acaba pinchando en hueso. O, como me dijo con menor delicadeza un miembro del tribunal de mi trabajo de fin de máster (que se presentó a mi defensa con pantalones cortos, chanclas y barba de tres días): “¡Esto es un coitus interruptus! ¡No acabas de ligar la mayonesa!”
Uno de los aspectos más irritantes de Jude el oscuro, y que se repite a lo largo de todo el libro, es que a un personaje le ocurra algo y después hable con otro personaje y le cuente con detalle lo que le ha sucedido, que es algo que el lector ya sabe. Cuando te topas con uno de estos pasajes te dan ganas de decir:
–Oiga, señor Hardy, que esto que está contando el personaje ya me lo sé, que ya lo he leído hace unas cuantas páginas. Que ya es la tercera vez que me hace la misma jugada, señor Hardy. No estará usted haciendo esto para llenar páginas, ¿eh, señor Hardy? ¿Señor Hardy? Señor Hardy, ¿está usted ahí? ¡Señor Hardyyyyyy!
Con todo, estas repeticiones son una minucia frente al elemento que provoca que todo el edificio de la novela se derrumbe. O, por usar una metáfora más acorde al miembro del tribunal de mi TFM, frente al elemento que provoca que Jude el oscuro sea un auténtico gatillazo.
Si hay algo que no faltan en Jude el oscuro son las desgracias. Tantas son que, conforme avanzamos en la lectura, acabamos por insensibilizarnos, por lo que el autor, para lograr hacernos mella, se ve obligado cada vez a subir la apuesta. Así, de desgracia en desgracia, llegamos a la traca final, a la desgracia descomunal, la desgracia supina, la desgracia definitiva de la novela. Y es aquí justamente donde la novela se viene abajo porque la reacción de los personajes ante esa desgracia resulta tan extemporánea (con una ristra de citas de autores clásicos) que el lector desconecta de inmediato de la historia que está leyendo.
Para no destripar el libro, diré que el problema de Jude el oscuro es semejante al que encontramos en La Celestina, cuando Pleberio se presenta ante su mujer con el cuerpo despedazado de su hija, que se acaba de arrojar desde una torre, y se pone a despotricar del amor diciendo:
¿Qué me dirás de aquel Macías de nuestro tiempo, cómo acabó amando, cuyo triste fin tú fuiste la causa? ¿Qué hizo por ti Paris? ¿Qué Helena? ¿Qué hizo Hipermestra? ¿Qué Egisto? Todo el mundo lo sabe. Pues a Safo, Ariadna, Leandro, ¿qué pago les diste? Hasta David y Salomón no quisiste dejar sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo que mereció, por creerse de quien tú le forzaste a darle fe. Otros muchos que callo porque […].
Y se tira así cuatro páginas.
Este discurso de Pleberio me estropeó La Celestina porque no pega nada que un padre se ponga a alardear de erudición mientras le muestra a su mujer los restos sanguinolentos de su hija. Cuando lees este discurso de Pleberio te dan ganas de decirle:
–Pero ¿qué me estás contando, Pleberio?, que tu hija la acaba de palmar de un castañazo, Pleberio, ¿qué narices haces hablando de Ariadna, de Leandro y de quien sea, Pleberio?, que aquí lo único que importa es Melibea, Pleberio, que tu única hija, Pleberio, te ha dicho que ha mancillado el lecho y después se ha suicidado, Pleberio, que eso es un doble pecado mortal y tú te has quedado como si nada, Pleberio, deja de chupar cámara, Pleberio, que la obra se llama Tragicomedia de Calisto y Melibea y no Tabarra de Pleberio, que tú aquí eres un segundón y no el protagonista, Pleberio, no te gustes tanto, Pleberio, que me acabas de cortar toda la emoción con tu discurso, Pleberio, pero vamos a ver, Pleberio, ¿qué haces ahí hablando con un brazo y una pierna de Melibea, Pleberio?, ¿no ves que las otras partes del cuerpo están desparramadas por la calle y algún perro se estará comiendo ahora los ojos de tu hija, Pleberio?, déjate de peroratas y vete con una carretilla a recuperar los restos de Melibea, Pleberio, pero a ver si te enteras, Pleberio, que vives en el siglo XV y no se han inventado los retretes, Pleberio, que en cualquier momento alguien va a asomarse a una ventana y al grito de “¡Agua va!” va a verter un orinal lleno de mierda sobre los sesos de tu hija, Pleberio, ¿pero qué cojones estás diciendo de Egisto y Salomón, Pleberio?, que la obra me estaba encantando y me acabas de joder el clímax con tu maldito discurso, Pleberio, deja de mirarme como un pasmarote y pírate de una vez, Pleberio, que me tienes contento, Pleberio, que ahora me toca leer quince notas a pie de página para saber de quién coño estás hablando, Pleberio, vete a tomar por saco y que no te vuelva a ver el pelo en otra obra, Pleberio.
Cuando te ocurre una desgracia colosal, no puedes ponerte a soltar citas clásicas para lucirte, sino que tienes que tirarte de los pelos, rasgarte las vestiduras, llorar literalmente a moco tendido. Diría incluso que, cuando te ocurre una desgracia así, tienes la obligación moral de hacer el ridículo, como hizo Jorge Berrocal en Gran Hermano 1.
Justo hoy hace 21 años de la primera edición de Gran Hermano, pero su recuerdo me acompañará para siempre (que un 23 de abril me dedique a poner a parir La Celestina y a celebrar el estreno de Gran Hermano ya os indica el nivel de este blog literario). Si hay un ejemplo perfecto de cómo reaccionar ante una desgracia para provocar la catarsis en el espectador, ese ejemplo lo encontramos en la primera expulsión de Gran Hermano, cuando Jorge, quien tras una vida de penalidades había por fin encontrado (o eso pensaba él) al amor de su vida, vio cómo su paraíso estallaba en pedazos cuando Mercedes Milá anunció el nombre de la primera expulsada del concurso: “La audiencia ha decidido que debe abandonar la casa… María José Galera.” En ese momento, Jorge, ataviado con unos vaqueros y un jersey que parecía que le habían dado en una organización benéfica, se echó las manos a la cabeza, se puso a pasear por el salón como una bestia enjaulada, bufó un par de veces, intentó proferir alguna frase pero no lo consiguió y finalmente se derrumbó en el sofá con todo el peso de su infortunio y clamó al cielo: “¿Quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza? ¿Quién?”
Y España entera contuvo el aliento.
Es imposible que no te conmueva esa escena. Que levante la mano quien no sintió cómo se le ponía la carne de gallina al escuchar esa frase, ¿eh?, que levante la mano. ¿Has levantado la mano? ¿Sí? Me da exactamente igual porque no te estoy viendo.
Este comportamiento de Jorge, con todo su patetismo, es justo lo que uno espera de un personaje a quien la suerte le acaba de propinar un guantazo, y no la forma en que se comportan Pleberio o los personajes de Jude el oscuro. ¿Se puso Jorge de Gran Hermano a rememorar los amores trágicos de Hero y Leandro o a recitar una octava real de Luis de Góngora y Argote? Por supuesto que no. Y no lo hizo por dos razones. La primera es porque Jorge no tiene ni puñetera idea de qué es una octava real ni quién es Luis de Góngora y Argote, y piensa que Hero es una marca de mermelada. Pero la segunda razón por la que no hizo nada de todo esto es simplemente porque no tocaba, y por eso todos nos conmovimos con su dolor: porque era un dolor humano, demasiado humano. Si Jorge se hubiese puesto a citar a autores clásicos en el preciso instante en que tenía que separarse de su amada, todos habríamos pensado que estaba siguiendo un guión porque ese comportamiento sería del todo inverosímil. Y eso es justamente lo que no puede permitirse la literatura realista: la falta de verosimilitud.
Decía Oscar Wilde que la vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida, hasta que Woody Allen le enmendó la plana cuando dijo que la vida no imita al arte, la vida imita a la mala televisión. De lo que se deduce que una obra realista (donde el arte busca imitar a la vida) debería imitar a la peor de las telebasuras. Así que este es mi consejo para los escritores realistas: menos Pleberio y más Gran Hermano.
A pesar de que la lectura de Jude el oscuro no ha sido del todo satisfactoria, creo que Thomas Hardy, con sus fallas, es un escritor con grandes dosis de talento, por lo que no descarto leer otras novelas suyas como Tess la de los d’Ullivil…, Tess la de los d’Urbrevil…, Tesla de Uber Vips…, Tess la… Creo que el próximo libro de Hardy que leeré será Lejos del mundanal ruido.