Vidas baratas. Elogio de lo cutre (Alberto Olmos)

Me compré Vidas baratas. Elogio de lo cutre porque Alberto Olmos es un escritor de un ingenio incisivo cuya voz literaria se alza como el grito de toda una generación que… blablablá. Paparruchas. No me compré Vidas baratas por eso. Me compré Vidas baratas para completar un pedido de Amazon y que me saliesen gratis los gastos de envío.

Lo que de verdad quería comprarme era un organizador de calcetines, de esos que se cierran con una cremallera por debajo y forman una cuadrícula. Ya estaba harto de tener todos mis calcetines revueltos en el cajón. Me parecía algo muy cutre. Aunque, por algún extraño motivo, la idea de un organizador de calcetines me parecía también algo cutre. Es como si los calcetines estuviesen rodeados por un halo de cutrerío, sea cual sea su estado.

El caso es que fui a comprarme mi organizador de calcetines y vi que si me gastaba más dinero en el pedido me saldrían los gastos de envío gratis. Así que gasté con la idea de no pagar. Un gasto cutre.

Fue el propio Amazon el me sugirió Vidas baratas para completar mi pedido. Decía: “Otros productos que también podrían interesarte”. Y ahí estaba Vidas baratas. Elogio de lo cutre. ¿Qué clase de algoritmo relaciona un organizador de calcetines con un ensayo sobre lo cutre? Solo puede ser un algoritmo cutre.  

Unos días después me llegó el paquete con mi organizador de calcetines y con el libro Vidas baratas. ¡Qué contento me puse al ver mi organizador! De inmediato lo desplegué y lo metí en el segundo cajón de mi sifonier, y aquí fue cuando me dio el bajón porque descubrí que, como el cajón no se abría por completo, la última fila del organizador quedaba oculta, inaccesible. De esta forma la cuadrícula de 6×4 se había reducido a una de 5×4, con la consiguiente pérdida de cuatro espacios para calcetines. Esto me pasa por tener un sifonier cutre.

Acto seguido coloqué todos mis calcetines en el organizador y el resultado fue este:

Obsérvense esos calcetines amarillos que se han quedado huérfanos, sin cubículo donde ser almacenados por culpa de una cajonera cutre que les impide encontrar su lugar en este mundo. Nótese también cómo esos calcetines solitarios, desamparados, rompen toda la estética del cajón y destruyen la sensación de orden, provocando una imagen de dejadez, de negligencia, de cutrerío.

De hecho, ¿por qué tengo unos calcetines de ese amarillo chillón? ¿En qué momento se me ocurrió que sería buena idea comprármelos? Nunca me los he puesto y está claro que nunca me los pondré. ¿No sería esta la ocasión para deshacerme de ellos? ¿No es una señal el hecho de que no hayan encontrado su espacio en el organizador? ¿No debería tirarlos sin contemplaciones y dejar así un cajón bien dispuesto, pulcro, intachable? Sí, podría hacerlo, pero no lo voy a hacer. ¿Y por qué no lo haré? Simplemente porque soy un cutre.

Después de organizar mis calcetines, me fui a tomar café y me llevé conmigo Vidas baratas. El bar al que fui está regentado por un tipo que lleva la mascarilla bajada y que te hace las cuentas en un papelucho sucio, uno de esos bares en los que es mejor abstenerte de tu deber cívico de pedir factura, no vaya a ser que la próxima vez te escupan en el café. Un bar cutre, en definitiva.

El bar está en la primera planta de un edificio antiguo y desde su ventana se aprecia esta vista cutre:

En ese bar cutre, junto a esas persianas achacosas atadas con desgana con un precario cordel, empecé a leer Vidas baratas.

Lo primero que noté al abrir este libro es que se había producido un cambio en el tratamiento al lector. Si en sus artículos de El Confidencial Alberto Olmos nos trataba de usted, ahora nos trata de tú, lo cual tiene todo el sentido. En un ensayo sobre lo cutre no puedes tratar al lector de usted. Tienes que darle un tratamiento más de andar por casa. Un tratamiento cutre.

Lo segundo que me llamó la atención es esta tesis que Alberto Olmos formula en la primera página:

Lo cutre se encuentra cada vez más presente en nuestras vidas, está casi de moda y sus adeptos no paran de crecer, muy orgullosos, además. Lo cutre asoma en las películas, en las canciones y en los anuncios; se hace política cutre y gusta, se hace comida cutre y también gusta. La tele cutre es la única que se ve. Hay cada vez más gente que encuentra en lo cutre una tabla de salvación para no ser simplemente pobre, o simplemente rico. Ser cutre está por encima del capitalismo y sus extremos. Es una opción de vida y, como tal, parece una buena idea.

Si bien es innegable que lo cutre está de moda, no estoy de acuerdo con que sea una moda reciente, sino que pienso más bien que lo cutre jamás ha dejado de estar de moda. Ya en el siglo XIX, Larra, en su artículo ¿Quién es el público y dónde se le encuentra?, se propuso examinar aquellos rasgos que caracterizan al público (es decir, a la gente) y tuvo que enfrentarse a la verdad desoladora de que lo que al público le gusta es lo cutre. Larra se pasea por Madrid y va tomando nota de esta singular afición a lo cutre. Va, por ejemplo, a una fonda cochambrosa, con pésimo servicio y peor comida, y ve al público feliz, como pez en el agua (o como cerdo en su pocilga), y dictamina:

El público gusta de comer mal, de beber peor, y aborrece el agrado, el aseo y la hermosura del local.

Así que, como vemos, este gusto por lo cutre es algo que nos viene de antiguo, un defecto de fábrica que está enraizado en nuestro ser. Lo cutre es algo muy nuestro. De hecho, este hozar complaciente en lo cutre es la variable sociológica que determina que pasemos de ser meramente público, gente, a no ser más que chusma, turba, populacho, que es lo que somos la mayoría de todos nosotros.

Si Larra certificó en un artículo el gusto del público por lo cutre, Vidas baratas tiene su origen en otro artículo de hace tres años donde Alberto Olmos exponía, no ya la fascinación de los demás, sino la suya propia, por el cutrerío desacomplejado como forma de vida. Ese artículo se titulaba Lo Pagán: unas vacaciones en el lugar más cutre (y divertido) de España y en él contaba las vacaciones que pasó en una casa prestada en aquella población murciana de nombre tan inverosímil. Cuando Alberto Olmos entra en esa casa, con grifos que gotean, paredes con gotelé, cuadros de ciervos y persianas perezosas, siente que nada de esa casa le es ajeno, que adentrarse en ella es una vuelta a los orígenes. Esa casa, que es para Olmos como la magdalena de Proust, le hace vislumbrar una verdad insospechada: lo cutre –piensa Olmos– es la felicidad porque lo cutre es la infancia.

Lo malo es que aquel artículo no sentó nada bien en aquellos lares, y así hubo mucha gente de Lo Pagán (gente con escasa comprensión lectora, todo hay que decirlo) que se enfureció al ver que un forastero mostraba al mundo sus vergüenzas, sin entender que aquella oda a lo cutre no era una invectiva, sino una apología de un modo de vivir, un canto a la infancia perdida. Es la misma gente que, al leer estas líneas, no sabría qué significan invectiva ni apología. Todo esto es para deciros que, si vais de vacaciones a Lo Pagán, es probable que os encontréis la cara de Alberto Olmos en un cartel de Se busca. O Se vusca, que es mucho más cutre.

Escarmentado por aquella experiencia, Olmos decide cubrirse las espaldas en Vidas baratas y evita desvelarnos el nombre de su propio pueblo:

[…] ambos crecimos en el mismo pueblo de Segovia, un pueblo que nos alimentó y nos lo enseñó todo, especialmente –pensándolo después– a ser cutres. No lo nombro porque las pequeñas localidades españolas tienen más orgullo que el imperio de Japón, y a nada se cabrean y le ponen precio a tu cabeza y a la de tus hijos. 

El problema es que setenta páginas después, Olmos descuida sus precauciones y nos revela el nombre de ese pueblo:

Ahora, cuando vuelvo por Usera, me siento allí como en mi auténtico lugar de origen. Al visitar Fuentepelayo, el pueblo segoviano donde me crie, no me sucede lo mismo.

Ahí has tenido un desliz fatal, Alberto Olmos. Ya no volverás a comerte un cochinillo con tranquilidad.

Siendo el artículo sobre Lo Pagán el germen de este libro, se comprende que el mejor capítulo de este ensayo sea el que está dedicado a las casas cutres, entre ellas la casa de Lo Pagán. La casa cutre, con su mobiliario cutre, es un hallazgo literario. Siempre me han resultado tediosas las descripciones de casas y de muebles en las novelas del siglo XIX. Ahí están las veinte primeras páginas de Los Maia, de Eça de Queirós, o los minuciosos inventarios de muebles  de Balzac. Esas páginas soporíferas son el peaje que pagamos por las partes más jugosas de la novela. Pero en este caso sucede lo contrario. La casa cutre es el plato fuerte de este libro. Así que este sería mi consejo para los lectores cutres (aquellos que no se leen los libros enteros): leer el capítulo 4, que se titula “Segundas residencias, museos de lo cutre”.

Y ya que os ponéis, también es muy divertido el prólogo, a pesar de que Olmos se sienta obligado a justificarse por haberlo escrito: “De hecho, yo siempre he pensado que un prólogo en un libro es una cosa cutre. Es por eso que este libro debía llevar uno.” Por mi parte, siempre he pensado que poner fotos en una bibliocrónica es una cosa cutre. Y por eso esta debía llevarlas.

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