
Lo mejor de Permafrost, de la escritora catalana Eva Baltasar, es el nombre de su traductora al español: Nicole d’Amonville Alegría.
Andaba yo escudriñando los anaqueles de una librería, buscando una obra con la que mitigar el tedio de un domingo lluvioso, cuando di con este insospechado volumen. Lo abrí por la primera página y, bajo el título y el nombre de la autora, apareció el de la persona que lo había traducido: Nicole d’Amonville Alegría. Fue leer ese nombre y sentirme como Dorothy al llenarse su mundo de color en la película de El mago de Oz. Todo entonces me pareció hermoso: el hastío y la fatiga, los trabajos y los días, el oscuro devenir de las horas, la certeza ineludible del amargo final de mi vida. Todos los males parecían conjurarse ante la simple posibilidad de ese nombre: Nicole d’Amonville Alegría. Y en aquella venturosa epifanía, en el providencial hallazgo de aquel nombre, resonaron en mí estos versos de Pedro Salinas: Y súbita, de pronto, porque sí, la alegría.
Compré el libro sin hacer mayores indagaciones sobre él, prendado únicamente del nombre de su traductora, y, en el metro de vuelta a casa, me hallaba tan embebido de su melodía que me pareció que en cada parada el altavoz anunciaba invariablemente el mismo destino: Próxima estación: Nicole d’Amonville Alegría. Por curiosidad, busqué en el móvil si Permafrost se había traducido a otras lenguas además de al español y descubrí que todas las traducciones de esta novela las habían realizado mujeres. Al leer sus nombres, el aura que envolvía a Nicole d’Amonville Alegría brilló aún con mayor intensidad, pues ninguno era capaz de hacerle sombra: no desde luego el de la traductora al inglés (Julia Sanches), tampoco el de la traductora al francés (Annie Bats) y ni tan siquiera el de la traductora al italiano (Amaranta Sbardella). A todos ellos les ganaba por goleada Nicole d’Amonville Alegría, un nombre que me fascina en todas sus combinaciones posibles, con solo uno de los apellidos o con los dos amorosamente enlazados: Nicole d’Amonville, Nicole Alegría, Nicole d’Amonville Alegría.
En una de las estaciones entró una mujer con un bebé en brazos y me levanté para cederle mi asiento. Me picó la curiosidad de cómo se llamaría la niña, del nombre que le habrían asignado para enfrentarse a la vida, y entonces me figuré a los padres de Nicole d’Amonville Alegría yendo a inscribirla al Registro Civil al poco de nacer.
–Buenos días, venimos a inscribir a nuestra hija.
–Una niña preciosa. ¿Cómo se va a llamar?
–Nicole d’Amonville Alegría.
–¿Cómo?
–Nicole d’Amonville Alegría.
–Perdone, ¿cómo ha dicho usted?
–Nicole d’Amonville Alegría.
–Disculpe, ¿puede repetir?
–¿Quiere que se lo escriba?
–No, por favor, solo repítalo. Es que es un nombre tan bonito que no me canso de escucharlo.
Diez minutos después llegamos a la estación de final de trayecto. En el andén, la mujer a la que había cedido mi asiento se encaminó a una salida distinta a la mía, con ese bebé de nombre desconocido cuyo otro viaje, el de la vida, apenas acababa de empezar. Esta reflexión, tópica por lo demás, me llevó a pensar en Nicole d’Amonville Alegría gateando, dando sus primeros pasos, empezando a dominar el lenguaje. La imaginé aprendiendo el nombre de las cosas, también su propio nombre y el nombre de los demás. ¿Cómo debe de sentirse alguien que descubre y que confirma una y otra vez que nadie tiene un nombre más bonito que el suyo? ¿Cómo moldea tu visión del mundo saber que nunca podrás extasiarte ante el nombre de nadie porque ninguno puede superar el tuyo? No alcanzo a ponerme en su lugar, pero yo creo que llamarse Nicole d’Amonville Alegría debe de ser algo así como ser italiano.
Digo esto porque hace un tiempo visité unas galerías subterráneas en el centro de Lisboa. Son unas galerías de la época del Imperio romano que se encuentran generalmente inundadas y que, unos cuantos días al año, se drenan para poder ser visitadas. No resulta fácil conseguir una entrada, por lo que los pocos que habíamos logrado entrar nos sentíamos unos privilegiados que iban a disfrutar de una experiencia exclusiva. Estábamos todos expectantes cuando se presentó el guía y nos dijo en inglés:
–Buenos días. Vamos a empezar la visita, pero antes de nada quiero hacerles una pregunta. ¿Hay alguien aquí que sea italiano?
Se produjo un silencio y, al ver que nadie contestaba, el guía respiró aliviado. Ante nuestro estupor, creyó necesario justificarse:
–Les he preguntado esto porque los italianos tienen tanto patrimonio espectacular, están tan acostumbrados a la belleza, que cuando ven esto les parece poca cosa y se sienten decepcionados.
Y a continuación añadió:
–Pero no se preocupen. Estoy seguro de que a ustedes les va a encantar. Síganme por aquí, por favor.
Y allá que fuimos todos, relegados de nuestra condición de minoría selecta a la de chusma que se nutre de los despojos de la aristocracia italiana.
Una decepción similar a la de los italianos es la que debe de sentir Nicole d’Amonville Alegría al escuchar cualquier otro nombre distinto al suyo, así que he pensado que, para ahorrarme rostros de desencanto, voy a seguir el ejemplo del guía y, a partir de ahora, el primer día de clase les diré a mis alumnos:
–Buenos días. Os doy la bienvenida a este curso. Voy a presentarme, pero antes de nada quiero haceros una pregunta. ¿Hay alguien aquí que se llame Nicole d’Amonville Alegría? Si es así, quiero pedirle disculpas por lo mal que le va a sonar mi nombre en comparación con el suyo.
Al llegar a mi casa, me dispuse a leer Permafrost. Contemplé su horrenda cubierta, desprovista del único elemento que la habría dotado de belleza: el nombre de su traductora. Por imperativo ético y estético, arranqué esa cubierta sin misericordia para hacer así aflorar la página de la portada, donde esta vez sí, bajo el título y el nombre de la autora, se podía leer: Traducción de Nicole d’Amonville Alegría. Al contemplar el resultado, pensé que el que en España, al contrario que en Francia, no fuese obligatorio colocar el nombre del traductor en la cubierta no solo era una injusticia, sino también un tremendo error comercial. Consideremos a toda la gente que vio el libro de Eva Baltasar en el expositor de una librería y, repelida por ese título absurdo y esa cubierta espantosa, no le prestó la menor atención. Y ahora introduzcamos una pequeña variable: de haber aparecido el nombre de Nicole d’Amonville Alegría en la cubierta, ¿cuántas de esas personas se habrían comprado el libro solo por lo bien que una cubierta así te decora una mesa? ¿Cientos? ¿Miles? ¿Millones? Creo que alguien en el departamento comercial de Penguin Random House debería presentar su dimisión. En serio lo pregunto: ¿cuántas conversaciones como esta se han perdido por no haber puesto en la cubierta de Permafrost el nombre de su traductora?
–Ayer me compré una novela traducida por Nicole d’Amonville Alegría.
–¿Cómo se llama?
–Nicole d’Amonville Alegría.
–No, la novela, digo.
–Ah, no me acuerdo.
–¿Te has comprado una novela y no sabes cómo se llama?
–Tenía un título muy raro. Termofrost, creo que era.
–¿Termofrost? ¿Qué título es ese?
–O puede que sea No Frost.
–¿Como las neveras?
–No sé, pero la traductora se llama Nicole d’Amonville Alegría.
–¿Y el autor?
–Eva Melchor.
–¿Eva Melchor?
–O Eva Gaspar, no me acuerdo.
–¿No será Gaspar Melchor de Jovellanos?
–Pues a lo mejor, no lo sé. Lo que sí sé es que la traductora se llama Nicole d’Amonville Alegría.
Inicié la lectura de Permafrost con la esperanza de que la novela me deparara algún deleite, pues, como dijo el bachiller Sansón Carrasco, no hay libro tan malo que no tenga algo bueno. Esta ilusión, no obstante, me duró bien poco, pues desde el principio me quedó claro que lo único bueno de Permafrost era el nombre de su traductora al español: Nicole d’Amonville Alegría. Todo lo demás era un auténtico despropósito.
Ya en la primera página me di de bruces con esta frase:
La capa de ruido pesa como hollín y se mantiene latente, allí abajo, como un ojo de petróleo finísimo, crujiente, una suerte de regalo negro y brillante.
Intenté visualizar un ojo de petróleo finísimo y crujiente y no lo conseguí. Mal empezamos, pensé. Seguí leyendo y más adelante me encontré con esto:
Imponer infancia de una forma tan irresponsable solo puede ser un efecto secundario de la medicación. Hay que ser blando como relleno para acceder a la vida y fajar cada nuevo hijo, de punta a punta, con la seda del propio miedo, madre castradora por naturaleza, cheerleader incondicional.
Consulté el ticket de compra. ¿Cuánto me había costado esta broma? PVP: 16,90 €. Seguí leyendo.
Estoy aquí y veo que pasa, la vida pasa por las vidas de los demás, es un espejismo real e inabarcable que fluye a través de las vidas de los demás, llenándolas como agua, maximizándolas como papadas.
¿Maximizándolas como papadas? ¿Cómo se maximiza una papada? ¿Y quién demonios querría hacerlo cuanto todo el mundo aspira en todo caso a minimizar la suya? De pronto me imaginé a Eva Baltasar compitiendo en el mítico concurso de televisión Un, dos, tres:
MAYRA GÓMEZ KEMP: Por 58 pesetas, cosas que se pueden maximizar. Por ejemplo, los beneficios de una empresa. Un, dos, tres, responda otra vez.
EVA BALTASAR: Los beneficios de una empresa.
MAYRA GÓMEZ KEMP: Los beneficios de una empresa.
EVA BALTASAR: Mmmmhhh…el espacio disponible en una casa.
MAYRA GÓMEZ KEMP: El espacio disponible en una casa.
EVA BALTASAR: Eeehhh… El rendimiento académico.
MAYRA GÓMEZ KEMP: El rendimiento académico.
EVA BALTASAR: Mmmmhhh… Ah, sí, las papadas
¡¡¡¡NIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIINNNNNNN!!!! [Ruido de sirena]
Seguí leyendo.
Soy una mujer imperfecta, resistente como regaliz, arbustiva y molesta como cuña de hueso de conejo incrustada entre dos muelas.
Llegados a este punto, decidí abandonar la lectura para preservar mi salud mental, que no tiene la resistencia del regaliz. O sí, quién sabe. ¿Ser resistente como regaliz es ser muy resistente o poco resistente? Ahí queda la duda.
Dejé el libro en mi mesilla de noche, con el nombre de Nicole d’Amonville en la página de la portada, y me levanté para echar a la papelera la cubierta arrancada. Al hacerlo, vi que colgaba de ella una faja de color azul en la que se leía en mayúsculas: Uno de los mejores libros del año. La frase no venía atribuida a un periódico, sino a cuatro de ellos: Babelia, La Vanguardia, El Periódico y eldiario.es. Cuatro periódicos diferentes habían dictaminado al unísono que Permafrost era uno de los mejores libros del año. ¿Cómo era posible?
La única explicación que se me ocurrió es que ninguno de esos críticos se había leído el libro y que todos se habían regido por los principios del padre de mi amigo Chema, los cuales fueron enunciados el día en que su hijo le dio a leer un artículo que le iban a publicar en una revista académica. El padre de Chema leyó tan solo el primer párrafo y, al chocar con aquella prosa farragosa de frases interminables (maximizadas como papadas) y sintaxis abigarrada (molesta como cuña de hueso de conejo incrustada entre dos muelas), le devolvió a Chema el artículo y dictaminó:
–Es aburrido y no se entiende nada: es bueno.
Al igual que el padre de Chema, es probable que los críticos de los suplementos culturales abriesen una página al azar de Permafrost y, tras leer tan solo un par de frases, cerrasen el libro y pensasen:
–Es aburrido y no se entiende nada. Voy a decir que es uno de los mejores libros del año, que para eso soy crítico literario.
De hecho, se me ocurrió que no solo los críticos no se habían leído Permafrost, sino que nadie, pero absolutamente nadie, se había leído la novela y que Permafrost, como el traje nuevo del emperador, era un libro que todos alababan sin haber leído por miedo a que un grupúsculo de snobs los tachase de profanos. Sin embargo, al posar de nuevo la mirada sobre la página de la portada, comprendí que sí que había unas cuantas personas que se habían visto obligadas a leer todo el libro para poder traducirlo, entre ellas Nicole d’Amonville Alegría. La imagen me partió el corazón. Vi a Nicole d’Amonville Alegría atravesando el erial literario de Permafrost, sufriendo para verter todas sus frases disparatadas al castellano, luchando por ultimar un texto que, para colmo, nadie había de leer. No pude evitar compadecerme de ella y exclamé:
–¡No voy a dejarte sola en esto, Nicole! ¡Voy a leerme tu traducción! ¿Somos un equipo o no somos un equipo?
Y así, por solidaridad con Nicole d’Amonville Alegría, me leí de principio a fin Permafrost. Fue entonces el turno de mi descenso a los infiernos. Me hallé tropezando a cada frase del libro, tratando de abrirme paso a machetazos en cada uno de sus párrafos. Al girar cada página, sentía la desesperación de Sísifo al ver rodar cuesta abajo la bola que había arrastrado una y otra vez a lo alto de la cima: de nuevo debía enfrentarme a la tarea titánica de acabar la siguiente página. De este modo se fue prolongando mi suplicio hasta que llegué al capítulo 37, en la página 130, donde se produjo lo que podríamos denominar “el efecto Tolkien”.
Una tarde cualquiera, en los años 30 del siglo pasado, Tolkien se encontraba realizando una de las tareas más ingratas para un profesor: la corrección de exámenes. Corregía una prueba tras otra, tratando de sobrellevar la desgana de aquella lectura soporífera, cuando dio con un examen que el alumno había dejado en blanco. Solo un profesor puede comprender la contradicción que se operó en el ánimo de Tolkien. Por un lado, ese examen en blanco era la constatación de un fracaso, pero, por el otro, traía aparejado el enorme regocijo de no tener que corregirlo, y fue tal el alborozo de Tolkien que le dio por escribir en ese folio una frase que, sin saber por qué, le acababa de acudir a la mente: En un agujero en el suelo vivía un hobbit.
Ese gozo ante la página en blanco, que dio origen a una de las mayores sagas de la literatura fantástica, fue el mismo que yo sentí al llegar a la página 130 de Permafrost, una página compuesta por apenas 10 palabras que no alcanzaban a completar una línea. Y de aquella alegría inesperada por todo el texto que no tendría que leer nació esta bibliocrónica cuando, llevado por el entusiasmo, escribí esta frase que se me acababa justo de ocurrir: Lo mejor de Permafrost, de la escritora catalana Eva Baltasar, es el nombre de su traductora al español: Nicole d’Amonville Alegría.