Los amigos españoles de Oscar Wilde (José Esteban)

En un final de capítulo de El amor en los tiempos del cólera, asistimos a un encuentro frustrado entre Fermina Daza, que está de luna de miel en París con el doctor Juvenal Urbino, y el insigne escritor irlandés Oscar Wilde:

Como consuelo, Juvenal y Fermina llevaban el recuerdo compartido de una tarde de nieves en que los intrigó un grupo que desafiaba la tormenta frente a una pequeña librería del bulevar de los Capuchinos, y era que Oscar Wilde estaba dentro. Cuando por fin salió, elegante de veras, pero tal vez demasiado consciente de serlo, el grupo lo rodeó para pedirle firmas en sus libros. El doctor Urbino se había detenido sólo para verlo, pero su impulsiva esposa quiso atravesar el bulevar para que le firmara lo único que le pareció apropiado a falta de un libro: su hermoso guante de gacela, largo, liso y suave, y del mismo color de su piel de recién casada. Estaba segura de que un hombre tan refinado iba a apreciar aquel gesto.

Cuando leí este párrafo, hace ya más de quince años, contuve por un momento la respiración. Oscar Wilde y Gabriel García Márquez eran mis dos dioses literarios, y ahora uno de ellos aparecía en la novela del otro. ¿Qué diría Wilde al recibir ese guante? O, mejor dicho, ¿qué le haría Gabo decir a Oscar? Desgraciadamente, el doctor Juvenal Urbino se niega rotundamente a que su esposa atraviese el bulevar para reunirse con el escritor, por lo que nos quedamos sin saber la réplica ingeniosa que Wilde habría pronunciado.

Los amigos españoles de Oscar Wilde, de José Esteban, trata precisamente de lo contrario, es decir, de encuentros con Oscar Wilde que sí tuvieron lugar en París. La obra es una recopilación de escritos de varios autores que conocieron a Wilde en sus postreros años de miseria, como Pío Baroja, Manuel Machado, Ramón Gómez de la Serna o Rubén Darío.

Al examinar la solapa de este libro, hay dos cosas que nos llaman la atención. La primera es que su autor, José Esteban, aparece en la foto fumándose un puro. Y menudo puro. No es uno de esos puritos discretos de la marca Café Crème, sino un purazo con vitola como aquellos con los que siempre aparecía Rajoy en las viñetas de Peridis. Es un puro tan enorme que ocupa toda la fotografía. Me imagino la conversación entre José Esteban y el fotógrafo:

–El puro es demasiado grande, don José. No cabe en la foto.

–¿No? Pues me lo voy a ir fumando hasta que quepa, que quiero que me vean con el puro en la foto mis amigos del Café Gijón.

–¿Cabe ya en la foto?

–No, sigue siendo demasiado grande.

–Pues yo sigo fumando hasta que tú me digas.

–¿Cabe ya?

–No, todavía sobresale un poco.

–Pues aquí sigo yo dándole a mi habano. ¡Guantanamera, guajira guantanamera, guantanameeeeraaaa….!

–¿Cabe ya? ¿Cabe o no cabe? ¿Qué pasa, que no dices nada?

–Disculpe, don José, es que me estoy mareando con el humo.

A mí no me parece mal que José Esteban salga fumando en la foto, aunque no estoy seguro de que esté permitido (¿Se considera la solapa de un libro un lugar cerrado? He aquí un vacío legal.). Y a Oscar Wilde tampoco le parecería mal que José Esteban fume. La prueba de ello la encontramos en La importancia de llamarse Ernesto:

LADY BRACKNELL: ¿Usted fuma?

JACK: Sí, debo admitirlo.

LADY BRACKNELL: Me alegro. Todo hombre debería tener una ocupación.

Pero lo que Oscar Wilde no aprobaría bajo ningún concepto es que José Esteban fume puros. La prueba de ello la encontramos en El retrato de Dorian Gray:

Basil, no te permito que fumes puros. Enciende un cigarrillo. Un cigarrillo es el ejemplo perfecto de un placer perfecto. Es exquisito y te deja insatisfecho.

Lo segundo que nos llama la atención al leer la solapa de Los amigos españoles de Oscar Wilde es que José Esteban es autor de un ensayo titulado Breviario del cocido. Me sorprende que en una misma persona puedan aunarse dos devociones tan diversas como son Oscar Wilde y el cocido. Pero, tras el estupor inicial, esta sorpresa se transforma en duda, la duda se transforma en curiosidad y la curiosidad se convierte en un enorme interrogante que ocupa todo mi pensamiento. Ese interrogante es: con tantos amigos españoles que tuvo Oscar Wilde, ¿se comió alguna vez un cocido? ¿Alguno de estos amigos que conoció en París lo llevó a algún local del Barrio Latino donde un madrileño –quizás un liberal en el exilio– hubiese montado un restaurante de cocidos?

En un primer momento, esta conjetura puede parecer descabellada, pues nuestra mente se resiste a asociar a un dandy refinado como Wilde con un plato, no por delicioso menos plebeyo, como el cocido. Y no digamos ya si al cliente le ponen un babero como en la taberna Malacatín de Madrid.

Este rechazo inicial a la idea de Wilde como consumidor de cocidos se ve avalada por La Regenta, una novela contemporánea de Wilde, donde Visitación Olías dice de Olvido Páez: “La de Páez no come garbanzos porque eso no es romántico.”

La cuestión, por tanto, parece quedar zanjada, pero es en este punto cuando surge un nuevo dato que reaviva la hipótesis del cocido wildeano, pues John Rutherford, traductor al inglés de la novela de Clarín, comenta en “La Regenta” y el lector cómplice varios de los problemas que le surgieron a la hora de traducir esta obra. Uno de esos problemas era el de la transferencia cultural, pues un mismo elemento puede interpretarse de forma distinta en la cultura española y en la inglesa. El ejemplo que cita Rutherford es precisamente la frase de Visitación Olías sobre los garbanzos:

En la sociedad española de la Restauración, cuando el garbanzo era aún más que ahora un alimento básico, consumido por la mayoría de los ciudadanos casi a diario, esta humilde legumbre se había convertido en todo un símbolo de lo vulgar, pedestre y prosaico. Era corriente en círculos liberales y progresistas emplear, refiriéndose a España, la frase despectiva: “Esta tierra de garbanzos”. […] Pero en Inglaterra el garbanzo no se cultiva y casi no se conoce, y sólo lo han comido algunos ingleses en restaurantes españoles o griegos. Por consiguiente, su valor simbólico cultural es muy diferente en mi país: representa lo extranjero, lo exótico, lo romántico.

Esto cambia por completo la situación. Con esta nueva aura esplendorosa de los garbanzos, queda despejado el camino de Wilde hacia el cocido. Como veis, tan solo hace falta un cambio de perspectiva para convertir un plato ordinario en un manjar exquisito. Es como si os ofrecen un pisto o una crema de verduras. Tal vez no os seduzca la idea. Pero, ¿y si os ofrecen una ratatouille o un velouté de légumes, que son exactamente lo mismo? Ah, amigos, ahí la cosa cambia. ¿Quién podría resistirse a unos platos con esos nombres, cuyo sonido encierra en sí mismo todo el refinamiento de la dulce Francia?

Del mismo modo, me imagino a Wilde intentando pronunciar la palabra garbanzosgar-ban-souus«) y hallando en ella todo el romanticismo español de la Carmen de Mérimée. Me lo imagino también poniéndose un babero, con el ademán ceremonioso de quien se encasqueta un gorro de terciopelo con plumas de pavo real, y declarando ante su corte de decadentistas: “Un cocido es el ejemplo perfecto de un placer perfecto. Es exquisito y te deja listo para un siestón de tres horas.”

La hipótesis del cocido wildeano volvía por tanto a plantearse con más fuerza y me adentré en las páginas del libro de José Esteban con el objetivo de validarla de una vez por todas. Comencé a leer un texto tras otro sin seguir el orden del índice, sino más bien el que me dictaba el instinto, y con la esperanza de encontrar la prueba definitiva que confirmara mi hipótesis. Sin embargo, conforme avanzaba en la lectura, esta esperanza iba quedando cada vez más difuminada. Encontré numerosas alusiones al sobrepeso de Wilde (Baroja lo define como “un señor alto y grueso de aire un tanto monacal”, mientras que para Darío es un “hombre de aspecto abacial, un poco obeso”) pero en ningún caso se especificaba si esos kilos de más se debían al consumo inmoderado de cierta legumbre de forma redondeada. Ya estaba a punto de tirar la toalla cuando llegué a un texto de Enrique Gómez Carrillo en el que relata un encuentro literario en el célebre café Calisaya:

Al propio tiempo, Wilde, que había oído el nombre de Galdós, aproximose a nuestra mesa y me dijo quitándose el sombrero e inclinándose con su exquisita distinción de gran señor de Londres:

–¿Me hace usted el favor de presentarme al ilustre autor de Marianela?

Galdós se puso de pie y estrechó en silencio la mano enorme y roja de su admirador británico.

¡Oscar Wilde leyendo Marianela! ¿Quién lo habría imaginado del hombre que dijo que “solo los superficiales no juzgan por las apariencias”? Al leer estas líneas sentí que se me aceleraba el corazón, un acelerón que no estaba motivado por el hecho de que Wilde hubiese leído Marianela, sino por el propio autor de esa novela, Benito Pérez Galdós, a quien Valle-Inclán, por reflejar el habla popular en sus novelas, llamaba nada más y nada menos que… (redoble de timbales)… ¡don Benito el garbancero!

Ya hemos encontrado la pista del cocido, está a punto de desvelarse la verdad, ya la estamos tocando con los dedos. ¿Quién mejor que don Benito, el gran retratista de Madrid, para introducir a Wilde en el noble arte del cocido? Garbancero a tus garbanzos.

Desgraciadamente, el encuentro entre Benito Pérez Galdós y Oscar Wilde concluye sin la posibilidad de que se produzca una nueva cita en torno a la mesa de un restaurante.

–¿Se creía usted tan popular en París, en Europa, mejor digo? –interrogué al maestro cuando nos marchamos del café.

–Son muy amables esos amigos –contestome.

Y un cuarto de hora más tarde, después de un silencio pensativo y suave:

–Muy amables… Wilde y La Jeunesse me interesan, sobre todo… Si no les hubiera dicho usted mi nombre, habríamos vuelto a verlos…  A mí me gusta mirar sin que me miren… Pero son amables, eso sí. 

De modo que la prueba definitiva que confirmara nuestra hipótesis se nos escapa de las manos en el momento en que estábamos a punto de atraparla y acabamos el libro de José Esteban sin saber si Wilde se tomó o no un cocido alguna vez en su vida. Como se suele decir en los congresos académicos en las ponencias que no concluyen nada, ahí queda abierta una línea de investigación.

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